jueves, 24 de octubre de 2013

"Escribir un libro es una decisión de vida" (entrevista realizada por Lola Ancira para La Jornada)


Joel Flores es un escritor zacatecano que a sus 29 años de edad ha tenido una trayectoria encomiable. Becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en 2007 y residente de la prestigiosa Fundación Antonio Gala en 2009 -casa que acoge a artistas de todo el mundo-, vive actualmente en la zona restaurantera de Tijuana, imparte clases de Literatura y Comunicación Avanzada en Español a universitarios en CETyS Universidad y ha publicado dos libros de cuento: El amor nos dio cocodrilos, e-book que puede conseguirse en Amazon gracias a la editorial VozEd; y Rojo semidesierto (FOEM), con el que fue galardonado en el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2012, por los jurados Beatriz Espejo, Alberto Chimal y Eraclio Zepeda. Entre sus temas predilectos está contraponer el género fantástico con el realismo sucio, gracias a la violencia y los daños colaterales que provoca la guerra del gobierno federal contra el crimen organizado
Conocí a Joel gracias a los accidentes del ciberespacio y a su imbricada red de etiquetas que te ofrece Google al buscar el nombre de Amparo Dávila, pues el primer resultado al googlear a la escritora de Pinos Zacatecas es el cuento Amparo Dávila en la memoria ajena, una especie de homenaje a la imaginación de la narradora publicado en el blog Bunker 84 del joven escritor. Lo leí y el placer estético me orilló a escribirle al autor a través de Facebook. Esa acción detonó un diálogo creativo generacional: me convertí en lectora y reseñista de sus dos libros y uno más por salir bajo el sello de la Editorial Germinal de Costa Rica. En esta entrevista, hecha a distancia gracias al correo electrónico y a Facebook, busco entablar una conversación con Joel para que nos hable de su literatura, del cuento y su creación, de sus temas predilectos, sus lecturas, en qué se encuentra trabajando ahora y, sobre todo, de su libro Rojo semidesierto.

 Lola Ancira: ¿Por qué escribir o, mejor dicho, por qué ser escritor?
Joel Flores: Supongo que porque no existe para mí otro oficio. Es lo único que sé hacer, aparte de enseñar literatura. Al principio creía que porque había sido una especie de elegido por alguna terquedad divina o accidente, pero con el tiempo he aprendido que mi oficio se reduce a una decisión: escribo porque no he encontrado una mejor manera de comunicarme con el mundo e interpretarlo. Y todo ello nació cuando estaba pequeño y mi madre llevó una computadora de escritorio a la casa. Se trataba de una Hp pesadísima, un dinosaurio en comparación con los ordenadores que usamos hoy en día. Cuando la vi, supe que ese mamotreto me serviría para escribir. Allí, en el estudio-habitación que improvisamos mi hermano y yo, llegué a pasar las noches escribiendo una especie de diario que nadie conocía más que yo. Se trataba de un confesionario amortiguado por una escritura honesta e inocente, ilusa y sin visión, que lo mejor que le pudo haber pasado fue desaparecer junto a la vieja Hp. 

Con el tiempo y las lecturas empecé a tomar esto en serio, fue en la preparatoria, como ya lo he dicho en otras entrevistas, gracias a la amistad que tuve con Javier Báez, un narrador potosino del que ahora se sabe poco fuera de Zacatecas. Él me enseñó que, para ser un escritor de verdad, primero hay que ser un lector comprometido con la literatura. Para Javier la lectura es la esencia de todo: la escases de lecturas literarias en un escritor se reduce a una mirada sesgada del mundo y a un estilo limitado. 

Años después mis ganas de escribir un libro con la ayuda de una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes me llevó a sesionar con David Ojeda, quien solía decirnos que no hay literatura sin experiencias de vida. Escritor que no ha vivido y quiere hacer literatura está siendo un impostor, al menos yo así lo pensaba entonces. En España, sin embargo, fue determinante mi amistad con Juan Gómez Bárcena dentro de la Fundación Antonio Gala. En ese recinto, gracias a la biblioteca pública de Córdoba, leí a escritores como Junot Díaz, John Cheever, Raymound Carver, Truman Capote, Sallinger, Hemingway y Tobias Wolf. Fue entonces cuando conocí el sentimiento de la hermandad literaria y empecé a leer y escribir como si respirara.

LA: ¿Cómo nace Rojo semidesierto?, leo al final de todos los cuentos, en la parte de los agradecimientos, que fue escrito en tres etapas, una en Distrito Federal, otra en España y una más en Tijuana, durante cuatro años.

Joel Flores: En realidad fue un libro escrito en pausas, con muchas reestructuraciones. Para concluirlo entraron y salieron muchos cuentos. Siempre ha sido así mi sistema de creación, escribo, reescribo, borro, elimino, retomo, engarzo. Muchos amigos me han recomendado, incluso yo suelo hacerlo en mis clases de Metodología de la Investigación, que primer se trace un mapa de lo que se quiere escribir, antes de sentarse a teclear en la computadora. Sin embargo, yo no suelo seguir mis consejos, al menos no en esto. Primero escribo y después acomodo con más visión del material. Quizá en el libro siguiente use un sistema opuesto, pues cada libro exige el propio. Por otro lado, a pesar de que Rojo semidesierto es un libro de no más de 120 páginas, tardé cuatro años en finalizarlo porque lo inicié fuera de México, bajo una preocupación por mi país, mi estado, que jamás había sentido antes. Cuando llegué a Córdoba, durante el sexenio calderonista, pasó de todo: la gripe porcina, la invasión del crimen organizado a Zacatecas, secuestros, balaceras, desaparecidos, corrupción, y yo veía todo eso desde lejos, como rumores escuchados detrás de una puerta de hierro. Fue entonces cuando el libro que propuse para escribir a la Fundación Antonio Gala dio un giro abrupto. En esas fechas me encontraba viajando por Barcelona y tuve la oportunidad de cenar en la casa de unos catalanes pura cepa que estaban en contra del independentismo. Uno de ellos me regaló un libro llamado Los peces de la amargura, de Fernando Aramburu, que me alumbró en muchos aspectos qué buscaba como escritor. Tras mi regreso a la Fundación, empecé a escribir sobre los daños colaterales que provoca la guerra entre el crimen organizado contra la federación. Me ayudó mucho una serie de contactos que entablé gracias a Facebook y el correo electrónico con personas que, de cierta manera, habían sufrido o habían tenido que ver con esta catástrofe y tragedia; sus historias o rumores, así como las notas periodísticas, me sirvieron para ir estructurando algunos cuentos. Recuerdo que la versión final era de 100 páginas escritas a contra reloj durante 5 meses. Luego regresé a Zacatecas y escribí uno que otro cuento, empecé una novela y olvidé el libro. Me fui al Distrito Federal a buscar oportunidades como escritor y cerré parte del proyecto con la ayuda de Juan Gómez Bárcena, a quien le habían dado una residencia el FONCA ese año para extranjeros. Después regresé a Zacatecas, conseguí empleo en un periódico como editor y con las noticias que fui acumulando en su sala de redacción me di cuenta que lo que llevaba de ese libro eran rumores carentes de verosimilitud, hacía falta contraponer lo escrito, es decir la ficción, con más hechos reales, verdaderos. Trabajar en ese periódico fue determinante para mi escritura, nos llegaban de primera mano noticias sobre balaceras, secuestros, asesinatos, el empleo informal y más. Tras mudarme a Tijuana, tuve tiempo de terminarlo con todas las experiencias y apuntes que acumulé. Esta ciudad fronteriza me dio la tranquilidad y la visión para reescribir, detallar y engarzar un cuento o personaje con otros, para que el libro estuviera urdido por historias seriadas que hacen una unidad total, pero que puede leerse cada cuento como independiente, si lo sacamos del libro.

LA: Recurres en tus cuentos al tema de los daños colaterales, donde verdugo y víctima son igualados por la catástrofe. Recuerdo, por ejemplo, esos cuentos donde una mujer se crea un embarazo psicológico luego de haber perdido a su hija por culpa del crimen organizado o aquel hombre que sufre de estrés postraumático diciendo todas las noches que el baño de su casa ha desaparecido, luego de haber sufrido un secuestro. ¿Por qué escribir sobre ese registro de la realidad inmediata y no por el género fantástico, como en tu primer libro El amor nos dio cocodrilos?

JF: Cuando empecé este libro quise hacer lo opuesto a El amor nos dio cocodrilos, quise escribir historias más humanas, inmediatas, como tú lo nombras, pero no apelar directamente a la palabra narcotráfico, que está compenetrado en el imaginario colectivo de los mexicanos. No me gustaría que ligaran mi obra en un futuro con el narcorrealismo, pues jamás con Rojo semidesierto busqué aliarme a sus filas. Respeto esta corriente literaria y admiro incluso a sus padres, pero yo busqué emular el imaginario de Juan Rulfo o José Revueltas, donde el terruño se convierte en un lugar universal, que puede ser comprendido por cualquier lector de cualquier parte del mundo y donde los desbarajustes de la vida, de un país, son la materia prima para hacer literatura.Sería tajante decir que no hay rasgos fantásticos en mi libro, pues el lector podrá encontrarlos pero representados como símbolos justificados o ligados a un aspecto real. El sólo hecho de renombrar a los malos, al crimen organizado, como La Compañía, como un símbolo casi metafísico de amenaza por sus acciones, bien podría leerse como el mismo símbolo del visitante del cuento de Amparo Dávila, la muerte roja de Poe o la energía que desalojó de su propia casa a los jóvenes del cuento “Casa tomada” de Julio Cortázar. El embarazo psicológico de esa personaje, no es más que el símbolo de esperanza de los personajes que, ante la tragedia, buscan una solución rápida para seguir hacia adelante, aunque esa esperanza sea ilusoria, vacilante, como lo propio en el género fantástico. En cuanto a la prosa, traté de que fuera más flexible y menos golpeada, incluso por esas razones acudí a la teoría del narrador indirecto libre, donde la voz narrativa del narrador se funde con la de los personajes. Esto apuesta va encaminada, supongo, a una madurez creativa, a una búsqueda personal del uso de nuevas herramientas para hacer literatura y no repetir los esquemas, los retos de siempre. En cuanto al espacio y lugar, en Rojo semidesierto quise anclar todas las historias a una entidad federativa de México, salen espacios como Tijuana, Mexicali y sobre todo Zacatecas, incluso colonias nuevas y viejas.

LA: Hablas de Julio Cortázar, Rulfo y Revueltas como referencias de este libro. ¿Cómo influyen en Rojo semidesierto? ¿Son los únicos escritores que fungieron como influencia para ti a la hora de escribir estos cuentos?

JF: En realidad fueron referencias de forma inconsciente, las nombro como prueba de que, tal como dice Juan Villoro, uno debe ser lector antes que escritor. Bajo esa fórmula se aprende infinidad de herramientas narrativas, se crea uno su propio taller y cuelga allí esas herramientas, pero no suele usarlas del todo o las usa a medias cuando uno escribe. Rulfo es y será un referente de la literatura nacional que a muchos nos ha servido como un tesoro de influencias, al igual que José Revueltas. Sin embargo, no tenía a estos escritores al lado cuando escribí cada uno de los cuentos de este libro. Tenía a otros, como Cheever, Capote o el mismo Junot Díaz, pero quise tropicalizar la estructura que ellos proponen en los míos, no imitándolos, no emulándolos, y allí vaciar los conflictos latentes de un país, una ciudad en específico, que es Zacatecas. Ahora que leo el libro con la distancia, veo que ningún cuento se parece a alguno de los escritores que nombro. Todo lo contrario, hay una propuesta personal, un estilo propio, desde la estructura particular hasta la total.

martes, 15 de octubre de 2013

Rojo semidesierto


Rojo semidesierto es la voz de una generación mutilada por la violencia. Un aterrador registro coral de las verdaderas víctimas de la guerra contra el narcotráfico, que no son sólo los muertos, sino también aquellos que vieron a sus familiares y amigos desaparecer, y el país que amaron teñirse de sangre. Hombres y mujeres que luchan cada día por sobrevivir en la intemperie de ese semidesierto que no es sólo un lugar físico, sino el paisaje desolado de sus propios sueños.
Con este libro, Joel Flores (Zacatecas, 1984) da un magistral testimonio de esta tragedia cotidiana. Su prosa conmueve, sacude y a veces indigna; abrasa nuestra conciencia y nos golpea contra el árido suelo de la realidad. La voz del narrador está tallada por el dolor y agujereada por innumerables silencios en los que se cuenta la vida de catorce personajes, y con ella el destino de toda una nación. Dos vecinos que prefieren no saber lo que ocurre al otro lado de la cancela de su jardín. Un marido que se viste con las ropas de su esposa muerta. Un niño que reza estérilmente en una habitación de hospital. Y también un joven que trata de cruzar la frontera, de olvidar el país en que nació, como si no supiera que el rojo semidesierto se lleva dentro.


lunes, 14 de octubre de 2013



Pertenecer o no a una generación es uno de los temas de menos interés entre los escritores. En la mayoría de los casos es la crítica, los periodistas o los académicos quienes hacen esos cortes generacionales agrupando a una serie de autores que coinciden en año de nacimiento, región o fecha de publicación de sus libros. De esa manera se distinguen tendencias en cuanto a forma, estructuras o temas de interés.
¿Cuál es el riesgo de precipitar opiniones en cuanto a autores jóvenes que están en la frontera de los treinta años?, ¿qué pueden decir estos escritores acerca de sus contemporáneos?, ¿se leerán entre sí?, ¿distinguirán posibles aportes de su generación?
La casa de Viena toma ese riesgo y entrevista a una serie de escritores mexicanos (Javier Caravantes, Carlos Iván Córdova, Edgar Omar Avilés)  nacidos en la década de 1980 para hablar sobre sus primeros libros y la manera en que visualizan a su generación.
Joel Flores nació en 1984 en Zacatecas. Ha obtenido las becas FONCA y FECAZ en las emisiones 2004-2005, 2007-2008 y 2009-2010, en la categoría Jóvenes Creadores. En 2008-2009 disfrutó de una residencia en España patrocinado por la Fundación Antonio Gala. Su libro El amor nos dio cocodrilos (cuento) ha sido publicado por Vozed, editorial digital. Y con Rojo semidesierto (cuento) fue galardonado con el Certamen Internacional de Literatura Sor Juan Inés de la Cruz 2012. Actualmente vive en Tijuana, Baja California.

Josué Barrera: ¿Cuál es el primer recuerdo que tienes en relación con la literatura?, ¿cómo te acercas a ella?

Joel Flores: Tuve la suerte de encontrar, en mi estadía en la preparatoria, un taller literario cuyo coordinador perteneció a la escuela de escritores oriundos de distintos estados que formó el ecuatoriano Donoso Pareja en la década de los ochentas, en San Luis Potosí. Me refiero al novelista Javier Báez, un escritor que en sesiones y en su obra apostaba por la trama como artificio y la sonoridad de las palabras como la musicalidad del discurso, una mirada formalista, sklovskiana, de ver la narrativa. Duré poco tiempo en ese taller, un año y medio o menos; lo suficiente para que decidiera explorar el género cuento y emprender mi carrera como escritor, que entonces no sabía cuál sería su futuro. Recordar esa etapa significa pensar en La onda, El boom, Roland Barthes, Generación de Medio Siglo, Amparo Dávila, Francisco Tario.

            Luego vino el año de creación literaria patrocinado por el Fondo Nacional para Jóvenes Creadores, en el 2006-2007, en la categoría cuento. Allí conocí a otro potosino, a David Ojeda, quien compartió con otros cinco becarios y yo su forma de ver la literatura y la vida (que en el fondo viene siendo lo mismo), pero sobre todo su manera de ver el cuento, desde su estructura y las formas de empezarlo y darle fin. En aquellas pláticas con sabor a mezcal y cerveza, en ciudades como San Luis Potosí y Guanajuato, descubrí que el oficio del cuentista es, quizá, el más complicado y difícil de llevar. Pues la pura estructura de ese género demanda el dominio de las palabras, su uso exacto, no decir el mundo, sino sugerirlo. El artificio está en saber urdir una trama como si se estuviera preparando una celada, más no dejar a la suerte un buen cierre, es decir, un final que en lugar de que revele algo al lector lo invite a que inaugure más interrogantes conforme interpreta los acontecimientos diseminados en la historia. Ojeda es uno de los pocos que quedan de esa generación que formó en gran medida a escritores jóvenes gracias a los talleres literarios. Un maestro. Alguien que ha dejado una herencia a quienes tuvimos la suerte de trabajar con él.

Continuar leyendo en La Casa de Viena

lunes, 16 de septiembre de 2013

Los que esperan




Les habían ordenado matarlo en la esquina de la 5 y 10 y ya tenían más de 20 minutos esperándolo. El patrón había sido determinante con ellos: no se larguen del lugar hasta que se lo tuerzan. Pero ya era mucho esperarlo y ni sus luces de que fuera a aparecer. Sus contactos dijeron que manejaba una camioneta blanca sin polarizar para no levantar sospechas y que no andaba con escoltas.
Se habían estacionado debajo del puente, cerca de la Farmacia del Ahorro y la parada de autobuses. Francisco andaba como ido y el 34, quien conducía el carro, no paraba de decir ponte trucha, Chillo, que no te agarren tragando camote. Aunque quien viniera no fuera la camioneta, sino una moto o un grupo de chiquillos en su patines del diablo.
En cuanto la camioneta se emparejara a ellos, Francisco apuntaría por la ventana y comenzaría a dispararle. Si logro una muerte limpia con éste, seguro el patrón me subirá de puesto, se decía. Pero a la vez no dejaba de pensar en lo que le había dicho Mariana: estoy embarazada. ¿Qué hacemos?
Miró la farmacia y pensó en salir del carro. En esto no es bueno tener familia, hasta en las películas de mafia lo dicen. Por eso abandonó a sus padres sin decirles bien porqué y se marchó al entrar a La Compañía. La decisión la había tomado de un día para otro. Metió en su mochila lo indispensable y le pidió a su padre que lo llevara a la central camionera.
“¿y si acataste bien las indicaciones del patrón?”, le preguntó el 34.
“me las memoricé en los entrenamientos”
Francisco volvió sus ojos a la farmacia y creyó que responderle a Mariana de acuerdo, tengamos al bebé, iba a devolverlo a donde sus papás y hacerlo cargar de nuevo reses desolladas en el matadero de aquel pinche pueblo, robar estéreos de carros viejos, brincarse a casas de gente que ni siquiera tenía para ellos y asaltar en cualquier esquina a quien se dejara.
Apenas me estoy haciendo de prestigio en La Compañía como para mandar todo a la mierda, se repetía. Y no dejaba de pensar que si seguía así ganaría el respeto del patrón. No por nada lo recomendaban: el Chillo es bien hecho. Si quieres que sea una chamba rápida, dásela a él, no se anda con dobleces. Ya antes había hecho una perfecta ejecución en los ejidos de Mexicali y esta vez planeaba ser más limpio.

"Los que esperan" forma parte del libro Rojo semidesierto. Continuar leyendo en Áruea, revista de artes, [pág. 26].

domingo, 8 de septiembre de 2013

Rojo semidesierto, premio Sor Juana Inés de la Cruz



El 18 de abril, antes de entrar al Costco a comprar salmón porque mi esposa y yo habíamos empezado la dieta de los corredores, me llamaron por teléfono para decirme que acababa de ganar el premio internacional Sor Juan Inés de la Cruz. Lo primero que respondí fue: “me podría repetir de nuevo la noticia”. Jamás imaginé que lo que decía era verdad o podría ser verdad. Mandé ese libro en el mes de enero de 2013 influido por los consejos de Flor, quien me convenció de no ver lejano un premio como ése. Mi negación se debía quizá a un historial de rotundos no que se habían acumulado en el pasado. “No” por parte de editoriales que rechazaron mi El amor nos dio cocodrilos. “No” por parte de concursos en los que había mandado trabajos anteriores. “No” por parte de la vida en negarme cosas por las que había peleado. ¿Por qué intentarlo de nuevo?, solía preguntarle a Flor cada que hablábamos de esos temas. ¿Y por qué no?, añadía ella.
          “Claro que te lo vuelvo a repetir, Joel”, respondió quien me llamaba desde muy lejos. “Tú participaste con el libro cuentos Rojo semidesierto, escrito bajo el seudónimo Julio Páramo Revueltas”. Y fue entonces cuando por fin creí lo que estaba pasando. En la entrada del Cosco de Paseo de los Héroes había varias personas comiendo, carros que entraban, se estacionaba y otros que salían. Ruido, mucho ruido. Y la voz que aún no tenía nombre volvió: “Los tres jurados votaron a favor de tu libro, luego de haber dictaminado cierto número de trabajos”.
En lugar de responder, me imaginé a esos jurados sin rostro, encorvados, con la cabeza hundida entre cuentos y más cuentos, decidiendo que mi libro era el indicado, que algo –que yo siempre quise comunicar para que creara complicidad con alguien- les había hablado, tocado, los había hecho participes de mi forma de leer cierta realidad del mundo. Y no sé por qué, pero recordé las noches que pasé en la biblioteca de la Fundación Antonio Gala escribiendo parte de esos cuentos, cuando caminaba al amanecer por el pasillo diciendo: “no sé a dónde voy, ni cuándo llegaré, sólo tengo la certeza de que estoy caminando a un lugar que sin duda alguna me sabrá decir qué estoy buscando. Y también me vi en el Distrito Federal, las tardes que pasaba en el departamento de la calle Anaxágoras de Eugenia platicando con Juan Gómez Bárcena y nuestras tercas y enormes ganas de terminar nuestros libros de entonces. Esas brutales ganas de ser escritores. Esas ganas de decir algo a través de las historias escritas. Esas tercas ganas de erigir nuestra inconformidad con palabras ante un mundo desvencijado, como si las palabras mismas fueran a enderezarlo.
“Lo felicito”, regresó la voz. “Veo que es muy joven. Estamos contentos de que se lleve el premio hasta Zacatecas. ¡Ah, no!, leo en su semblanza que vive en Tijuana. Por cierto, ¿a qué se dedica allá?”. Le conté los pormenores de mi vida a quien se identificó como Agustín Gasca Pliego; por qué llegué a la esquina de México y sobre las clases que imparto en Cetys Universidad. Hicimos bromas, de seguro yo a él, porque cuando me pongo nervioso empiezo a reír y a bromear, muchas veces de más, que suelo desconcertar. Luego me dijo que apuntara un correo electrónico, un par de teléfonos y me pidió que cuando llegara a casa llamara Toluca para que me dieran indicaciones.
En cuanto colgamos, le llamé a Flor y le conté todo. Ella me respondió que era mentira, que la estaba bromeando y que si no era verdad me dejaría de hablar toda una semana o más. El historial de mis bromas y tergiversaciones con la realidad, mi realidad, ha abollado en cierta medida mi relación con mi esposa. Pues a veces, cuando no puede dormir, le relato historias de mi vida que pasaron, pero las aderezo con cosas increíbles, con detalles extraordinarios que me hacen ver como el mejor héroe o antihéroe de mi propia historia, una especie de fabulador que ha recorrido varias épocas que arman nuestro mundo y así, con el sonido de mi voz arrullándola, logra quedarse dormida. Le volví a contar las cosas detenidamente, que yo tampoco lo creía, que me había llamado Agustín Gasca, que por fin ese libro le había gustado a alguien, que ya teníamos para pagar la renta unos tres años más, y se soltó a llorar, se rió, gritó y me pidió que regresara al departamento.
En el departamento bebí una cerveza Samuel Adams para quitarme el calor. Llamé a Agustín y me dijo que el 23 de abril publicarían los resultados.
Aunque los cursos que impartía entonces en la universidad y en Cecut, las tareas que tenía que revisar detenidamente de mis alumnos, bajo la idea de que el lenguaje es lo que hace al ser humano, y los planes para la presentación de mi El amor nos dio cocodrilos ese 25 de abril me tenían ocupado, del 18 al 23 los días se convirtieron en un lento caracol que luchaba por llegar a su destino. Supongo que eso pasa cuando esperas algo con tanto deseo o tienes tantas ganas de contárselo a quien estimas. Porque tus logros, o lo que consigues con el sudor de tus manos y mente, terminan convirtiéndose también en los de ellos.  
Cuando uno escribe, jamás lo hace pensando en que podrá ser premiado. Lo hace a solas, bajo la pregunta: ¿cómo trasladar a un relato o capítulo de novela nuestra interpretación sobre ciertos temas del mundo? Lo hace para satisfacer ese impulso que brama desde que decidimos emprender el duro camino del escritor. Pues sino tecleamos, sino llenamos aunque sea de palabras y más palabras la hoja en blanco, nos sentimos culpables por no registrar nuestros días, nuestro camino y, por ende, nuestra inconformidad ante lo que no sucede.
Y aunque muchas veces los premios jamás llegan o llegan materializados con otro rostro, como el de la amistad o los buenos libros, esta vez ganamos el Certamen Internacional Sor Juan Inés de la Cruz con Rojo semidesierto. Eso significa que siempre hay alguien esperando escuchar tu voz al otro lado del pasillo oscuro, para decir que vas bien, que no te has perdido del todo.  
         


viernes, 24 de mayo de 2013

Reseña Hermann Gil Robles mi libro en La Junta de Carter




El joven escritor mexicano Joel Flores (Zacatecas, 1984), en su libro de cuentos El amor nos dio cocodrilos, editado en versión digital, nos conduce por los caminos inciertos de una ciudad ya perdida y lejana, cuyo mapa está trazado por los personajes que van poblando estos siete cuentos. Un mapa que desdibuja el rostro descompuesto de un país atormentado por la violencia, cuyos efectos quedan como una sombra indeleble.

El mapa comienza con el cuento que da título al libro, una historia amorosa que se va torciendo poco a poco hasta que uno entra en la lectura como en una película de David Lynch: pienso en Eraserhead (1977), y en los estragos que la esperanza produce en la pareja que protagoniza el relato. Esa historia, quizá atroz en esencia, una pesadilla a la que el lector se enfrenta con los ojos abiertos, volverá a visitarme en el paseo de la lectura como un eco que se materializa en la realidad.

Continúo inmerso en la lectura y, de pronto, en una callejuela oscura, un hombre de apariencia débil me toma el pie, parece que intenta decir algo, y abre tanto la boca que es posible ver la amputación de la lengua: allí dentro no hay más que viscosidad y balbuceos. El visitante, un cuento con trazas de pesadilla fantástica, que se publica en este número de La Junta de Carter, evoca también el no tan distante eco de una guerra que en cualquier momento puede tocar a nuestra puerta.

Seguir leyendo esta reseña en La Junta de Carter.

miércoles, 10 de abril de 2013

Sobre A salto de mata, de Paul Auster




Hace apenas un mes recobré el hábito de comprar libros, libros físicos que se pueden leer y colocar en librero después de haberlos leído. Incluso Flor y yo fuimos a San Diego a conseguir una hermosa pieza roja de cinco paneles para poner por fin los pocos que me traje de Zacatecas y los otros tantos que ella trajo de la casa de sus padres, para por fin iniciar juntos la biblioteca.

Había tenido cerca de dos años que no volvía a comprar un libro. Leía gracias a la biblioteca de la universidad donde imparto clases o a préstamos que me hacían amigos después de una cena o reunión, incluso me descargaba uno que otro libro electrónico en la Kindle, porque después de la última mudanza me pareció más práctico tener en el dispositivo tecnológico la colección que volver a sufrir aquel cambio tan abrupto y triste de dejar en casa de mi hermano, en Zacatecas, los libros que fui comprando con los años, pues en el viaje sólo cabía en el carro lo necesario para iniciar una nueva vida en Baja California.

En la compra encargué por Amazon Una liturgia común de Joan Didion porque encontré buenas críticas sobre Noches azules, y pensé que era adecuado iniciar por sus primeras novelas y terminar con la más reciente. También encargué El año del pensamiento mágico, sin embargo no llegó el pedido, me reembolsaron el dinero y terminé leyendo únicamente la primera novela, que a la página 165 abandoné porque me colmó la paciencia. No es una obra mala, incluso tiene una edición tan bonita que uno podría ponerla en la sala como adorno. Es más bien que me he ido haciendo a la idea que tras el poco tiempo que uno tiene para leer y escribir nos volvemos selectivos. Es decir, si una novela no tiene lo que estás buscando como ser humano, es mejor buscar esa tan anhelada felicidad que mencionaba Borges en el acto de leer en otro libro. Fue así como volví a leer a Paul Auster, un autor que marcó mi juventud.

Con el dinero que me reembolsó Amazon fui a Gandhi, en los libreros de novedades encontré uno de los libros que se me había pasado leer hace años. Me refiero a A salto de mata de Paul Auster, que no son más que sus memorias de juventud, que recopilan el tiempo en que trabajó en un buque petrolero, los tres años que vivió en Francia como negro literario y traductor, y la breve estancia que vivió en Cuernavaca bajo el auspicio de una familia pudiente con la idea de que el joven Auster les ayudaría a reescribir una obra de teatro, cuando trabajó como traductor y editor de catálogos de arte, su primer matrimonio frustrado y, sobre todo, su vocación: una suerte de confesiones sobre el amor a la literatura y la entrega total al oficio que nos recuerdan a la prosa más sólida y persuasiva del autor de New Jersey. Me refiero a Moon palace y Leviatán, incluso El libro de las ilusiones: esa búsqueda de sus personajes por la felicidad, el defender la vocación ante la profesión o encontrar el antídoto, cura, lugar o persona que ayuda a resarcir el pasado, retomar sus vidas o simplemente llenarse de esperanzas.

Podríamos escribir también que A salto de mata es una novela a la que los críticos llaman de formación, como Retrato del artista adolescente de James Joyce, o The catcher in the rye, de Salinger, donde ambas la juventud es sinónimo de búsqueda, descubrimiento, asombro, pero sobre todo tenacidad en esa porfía por definir el camino de los personajes frente al mundo que los rodea. Una novela recomendable para todo aquel que ha empezado a andar por el camino sinuoso de la creación literaria.

sábado, 23 de marzo de 2013

El amor nos dio cocodrilos, reseña escrita por Lola Ancira



Este libro está conformado por siete relatos, disímiles entre sí en cuanto a la problemática centra, pero siempre semejantes en cuanto a diversas temáticas, como la muerte, el dolor por la pérdida, los distintos trastornos mentales de los personajes y el asombro de lo desconocido o inesperado. El propio título crea una atmósfera que envuelve a todos los relatos, pues en todos ellos se encuentra un tipo de resultado inesperado y cruel de una unión que en principio parecería positiva o que usualmente resuelve sus problemáticas con ayuda externa, pero aquí todo se desarrolla hasta sus últimas consecuencias.

La narrativa, siempre en primera persona, es en partes de corte del realismo sucio y el papel de la ficción es tan ordinario o normal que se conjuga a la perfección con la realidad misma del espacio literario, fusión que crea un universo fantástico impactante y siempre posible, que se debate entre una creación verídica y un acontecimiento meramente onírico.

Para especificar más lo anterior, escribiré sobre cuatro de mis relatos favoritos del libro, empezando por el que le da el título a la compilación: El amor nos dio cocodrilos, en donde una pareja joven adopta un cocodrilo por hijo, que después de un tiempo toma características humanas como el habla, la maldad y los celos. Esto por supuesto no puede llevar a ningún buen término y el final de la historia es tan sorprendente como inesperado.

Continuar leyendo la reseña en De letras y maullidos. 



lunes, 11 de marzo de 2013

Raza de víctimas, de Édgar Adrián Mora Bautista



Édgar Adrián Mora Bautista (Puebla, 1976) es narrador de oficio e historiador por convicción. Ha escrito y publicado los libros Memoria del polvo (Premio María Luisa Puga de cuento 2005), Claves para entender Latinoamérica (México, Unión Radio/Lazo Latino, 2007) y El extraño caso de la definición pérdida (México/España, Vozed, 2012), entre otros libros inéditos que muy pronto, sin duda alguna, saldrán a la luz. Su más reciente obra, Raza de víctimas, es un e-book publicado por Vozed editorial digital. Reúne diez historias concatenadas por verdugos y víctimas igualados por la gloria, el amor, la felicidad y hasta la redención que algunas veces, lo crean o no, suele provocar la violencia.
Relatos ambientados en los suburbios, la morgue, una sacristía, universidades, bibliotecas incendiadas, azoteas de cualquier casa y zonas marginadas de una ciudad que bien podría ser el Distrito Federal, Raza de víctimas ofrece un narrador alineado a las filas de la mejor acidez de Jorge Ibargüengoitia y al realismo mexicano pura cepa de Enrique Serna. Sus historias rescatan los verdaderos acordes, guitarrazos estridentes de aquellos que vencen y son vencidos, pero también de aquellos que profesan el amor como si profesaran odio. Aquí no hay castigados ni verdugos. Aquí hay una raza de víctimas.
La estructura no es usual: se trata de un libro de relatos cuya columna vertebral está partida en dos. En ella convergen, ya sea por un objeto, guiño, personaje, y a veces hasta sólo por la idea de violencia, los relatos: “I am your mother”, “En qué cabeza cabe” “Gemelos” “El corazón de los condenados” y “Presionar el botón”, cuyo hilo conductor es retratar, y sobre todo reflexionar, en algunos de los temas elementales que vive no sólo nuestro país, sino también Latinoamérica.
Me refiero a los hijos autistas, sosegados y enteleridos por el Gameboy, que Mora Bautista los presenta como productos insanos de parejas que pensaron que hacer una vida en matrimonio es amar al otro renunciando a amarse a sí mismos (“I am your mother”); esos retoños siniestros, estudiantes de primaria, suelen masticar sus dudas y llevarlas al extremo, como si de comer dulces se tratara, hasta matar a un gato por mero experimento (“En qué cabeza cabe”). Pero también hay en este libro niñas que se enfrentan con la violencia visual que merodea las páginas Web, y su vida, sin duda, cambia al “Presionar el botón”. Así como hermanos (“Gemelos”) que son desunidos por los azares de la vida y los caprichos de una madre, ensimismada, peleada consigo misma, y unidos por la muerte.
La segunda parte de este libro es más humana, en el sentido de que las preocupaciones de Édgar Adrián al explorar cómo actuamos con base a la violencia se ciñen favorablemente a nuestra realidad inmediata y, posiblemente, rinden justicia aún más al título del libro. Pues su escritura se inclina no sólo por la perfección de las tramas, sino también por trastocar el mundo del lector y a remover sus fibras sensibles.
Aludo al relato “Jugar con fuego”, donde una parejita de tordos consagra su amor con sangre y saliva, golpes y sudor, lágrimas y besos, como si querer a alguien significara entregarse hasta que el cuerpo aguante. Tal como nos lo canta Andrés Calamaro: “Porque jugando con fuego/ Puede ser que te lastime/ Puede ser que sufra un poco y nos quememos los dos”. Una joya.
En esta segunda parte también leemos la historia de un corrector de estilo, cuyo crecimiento académico se ve salpicado de incidencias (caso común en las rancias universidades mexicanas) por Vaca Sagrada, su asesor de tesis. El final de este “Ajuste de cuentas” nos hace creer que el karma, aunque es tardado, existe y a veces se nos revela como una sonrisa de la vida. Un regalo.
Sin embargo, si me preguntaran qué relato me gusta más de esta segunda parte, y sobre todo de este e-book, no dudaría en responder: “Retorno a la ceniza”, una pieza narrativa que también está publicada en la antología de relato De los traumas del mundillo literario (Vozed Editorial, 2012).
El relato parte del autoexamen personal de Víctor, un profesor al que lo agotan sus fracasos (guiño que nos evoca la buena literatura de Paul Auster, como El libro de las ilusiones y hasta Moon Palace), como el amor frustrado, la pérdida de su novia Claudia por culpa de una dictadura latinoamericana, sus muertos, vejaciones militares y desaparecidos, sus formas más crueles de demostrar a los sublevados que revolución equivale a equivocación y hay que cuadrarse o ser víctima de castigos inimaginables. 
El auto sabotaje de Víctor lo lleva a esa crisis tan común en cualquier escritor que guarda sus manuscritos sin rumbo en un cajón, al no lograr ser lo que tanto buscó o deseó ser, y a sentirse inútil en su oficio como maestro y para sus alumnos, una especie de seres con futuro truncado. Esto lo motiva a prender fuego a su propia biblioteca, su patria, el camino recorrido, como si las llamas fueran la cura, la redención, de lo no hecho:
Estaba flotando en un lugar y en un tiempo en el que los sonidos habían dejado de significar. Se preguntó si era posible que Angélica no hubiera sufrido. Si acaso su padre había tenido razón al afirmar que no tendría futuro (como escritor). Pensó si sus estudiantes no eran más que unos maniquíes sin sangre en las venas (…) Nunca se preguntó si había sido un buen escritor. Era algo para lo que no había respuesta, sonrisa, lágrima o lamento. Cerró su cuarto y se arrojó sobre la cama hecha. Se dispuso a dormir.
Raza de víctimas pueden encontrarlo en Amazon o Smashword. Su formato electrónico nos sugiere que las nuevas tecnologías de la comunicación no están reñidas con la literatura, mucho menos con relatos de buena calidad, como lo son los de Édgar Adrián Mora Bautista. 

lunes, 4 de marzo de 2013

Río Grande Review




La revista de Literatura & Artes Río Grande Review, de la Universidad del Paso Texas (UTEP), publica mi relato "Los que vigilan", en su número Fall 2012-Spring 2013. Se trata de un ejemplar precioso, de más de 350 páginas, que contiene poesía en inglés y español, al igual que relatos de hispanoamericanos y norteamericanos. También podrán ver y leer un dossier de poesía y narrativa visual, que nos invita a explorar las temáticas y las apuestas que estos géneros proponen. 

Al lado de mi relato está el del escritor argentino Horacio Convertini, (recomendable) y un poema del peruano Isaac Goldemberg. En la parte del dossier se destacan textos de Alejandro Thornton, Felipe Cussen, Julio Restrepo, entre otros. La revista puede conseguirse en USA, sobre todo en Texas. En cuanto me entere de que está a la venta en México, pasaré la voz.

En cuanto a "Los que vigilan", se trata de una pieza narrativa que forma parte de mi libro Rojo semidesierto, que escribí en la Fundación Antonio Gala durante 2008-2009, en Córdoba, España. Su trama son los conflictos que pasa un padre de familia que trabaja como vigilante en una casa de seguridad donde esconden y desaparecen a las personas que secuestra el crimen organizado. Los invito a conseguir este ejemplar y de paso a leer mi relato. 

Para conocer más de la revista y sus autores, da clic aquí. 

jueves, 21 de febrero de 2013

El amor nos dio cocodrilos, de Joel Flores


Joel Flores es un escritor zacatecano, autor de El amor nos dio cocodrilos, colección de cuentos en la que el desorden mental, la traición y lo fantástico construyen el punto de fuga que lleva la mirada del lector. Su obra ha aparecido en diversos medios, tanto electrónicos como impresos. Uno de los cuentos que aparece en esta colección, El Visitante, apareció hace algún tiempo en esta revista. El libro puede ser adquirido por vía electrónica desde Amazon para ser leído en cualquier e-reader compatible, dejaré al final de esta entrada las ligas en las que pueden leer el cuento y comprar el libro.

La primera historia es la que da nombre al libro, en el que una pareja incapaz de tener un hijo adopta a un cocodrilo robado de un zoológico. Lo que al principio parece la piedra de toque que podría asegurar la felicidad de la pareja, tiene como consecuencia un conflicto edípico de proporciones monstruosas. El cocodrilo y el padre compiten por Zam, la esposa y madre.

El segundo relato es “Niño superhéroe”, una historia que alude el surgimiento del mal. ¿En qué punto alguien decide hacer daño al otro? ¿En qué podría tener origen el deseo de herir, de lastimar? El protagonista es Pongo, un niño en sexto año de primaria que gracias a la burla y el maltrato de sus compañeros de clase ha debido refugiarse en una ficción que le permite enfrentarse a lo real. Pongo se convence de que es un superhéroe con poderes especiales. De esta forma puede a la vez racionalizar las agresiones de que es objeto, pues los superhéroes no son comprendidos por las personas normales, y encontrar fuerza para seguir en el mundo, pues él es especial, vale más que ellos y tiene herramientas para enfrentarlos.

Continuar leyendo en La hoja de arena, revista de literatura

martes, 19 de febrero de 2013

El visitante*




Para Flor Cervantes, por supuesto.

Mateo lo encontró en el bosque. Lo trajo a casa porque se veía débil y el invierno terminaría matándolo. Nadie más iba a darle ayuda, por su aspecto y porque esta cabaña es la única en todo el lugar. Esa noche cenamos sopa y liebres asadas. El extraño comió desesperado, sin siquiera voltearnos a ver cuando lo hacía. Tenía los colmillos desencausados y abría la boca como un sapo al morder los alimentos.

Mateo le ofreció asilo y prometió llevarlo la mañana siguiente al final del camino. No era la primera vez que alguien se perdía en el bosque mientras la guerra terminaba. Durante lo que iba del mes, los ecos de los fusilamientos masivos resonaban afuera de la cabaña. La mala puntería de los milicianos hacía que algunos presos se dieran a la fuga y llegaran aquí con hambre y sed.

Me contuve a contradecir la decisión de Mateo, a pesar de que el extraño me atemorizaba. Su silencio y su mirada eran una esfera de acero que lo aislaba de su entorno.

Antes de ir a la cama, limpié la mesa para poner la fruta en el centro y las codornices, que comeríamos la mañana siguiente, entre plantas y especias para que se conservaran frescas. Mateo le pidió al extraño que le ayudara a cortar madera. Después ambos llenaron de leños la chimenea.


El bosque se vio hundido en la noche. El fuego de la chimenea comenzó a darnos calor y a alumbrar. Afuera, el viento se desató de manera rauda y su sonido se combinó con la lluvia. Las gotas golpearon con fuerza las ventanas, como si quisieran penetrar los cristales, el techo.

Continuar leyendo en La hoja de arena, revista de literatura.
*Este cuento forma parte de mi libro El amor nos dio cocodrilos, publicado por Vozed editorial digital.

Ideas sobre el cuento, según Joel Flores



Esta colaboración fue extraída del blog de Israel Pintor. En ella se me hace una entrevista, vía Messenger en 2007, acerca de la literatura y su creación. Podría decirse que algunos de los argumentos vertidos en ella representan, en parte, las ideas que ayudaron a escribir los cuentos de mi libro El amor nos dio cocodrilos. Comparto el texto para los lectores de ambos espacios.  

Presento, a continuación, las ideas más representativas sobre el cuento y su escritura, expresadas por Joel Flores en 2007, a petición de entrevista, con la finalidad de obtener su colaboración en Los suyos y los nuestros, el cuento mexicano, exponentes y evolución, tesis de licenciatura con que me gradué. La entrevista, de la que se desprenden las siguientes ideas, fue realizada junto con Carla Hinojosa.

“Percibo el cuento desde la perspectiva chejoviana que propone ver el cuento como el brillo de la luna reflejado en una cuenca de vidrio. Lo que halla a su alrededor no importa, lo que importa es la captura del instante.”
“El cuento tiene como finalidad contar una historia apostando por la fabulación. Con el cuento se puede experimentar de múltiples maneras, pero lo que siempre importa, y eso lo aclaran clásicos como Calvino, es la concisión y la velocidad con que se maneja.”

“El cuento es un género en constante movimiento: en México se sigue experimentando  con la manera de contar la historia, con los temas, con la intertextualidad (presente en la generación de los 70), la metatextualidad.”

“No me parece que el microrrelato sea resultado de un experimento, tampoco creo que sea un ejemplo de la flexibilidad que el cuento tiene. En este momento recurro a las teorías contazarianas expuestas en `Paseos por el cuento; el microrrelato no llega a ser más que una imagen poética. Si vemos el cuento como una pompa de jabón: redonda, perfecta, brillante, traslucida, caeremos en cuenta de suponer al microrrelato como sólo un destello de esa pompa de jabón.”

Continuar leyendo en el blog de Israel Pintor.

Raros rituales de escritura



Detrás de todos los textos del mundo, escritos por narradores o críticos literarios, existe una suerte de rituales y azares que son utilizados, intencional o inconscientemente, por los escritores para culminar su trabajo. Unos se aventuran con brújula en mano para que su periplo no naufrague en ningún momento y cada línea, cada idea que están escribiendo, sea la ola mansa que converge con la otra y así su viaje sea viento en popa. Otros sin brújula en mano ni cualquier plan de viaje se lanzan al periplo y suelen encontrar el rumbo de su texto cuando el barco está a la deriva o se halla perdido en altamar. Pero al final, sin embargo, corren con suerte y las aguas los regresan a Ítaca más llenos de gracia y aventura que Constantino Kavafis.
Uno de los cuentistas más representativos de USA como John Cheever, menciona Ray Loriga en Días aún más extraños, solía vestir traje todos los días antes de salir de casa a dejar a sus hijos en el colegio. En la puerta del plantel educativo se despedía de ellos diciéndoles: “me voy a la oficina”. Y en un cuartillo cercano que rentaba por un precio accesible, se quitaba el traje y se ponía a escribir, toda la mañana, frente a su escritorio. Cuando llegaba la hora de volver por sus hijos, se vestía de nueva cuenta el traje y salía aprisa por ellos. El ritual de Cheever siempre me ha gustado compararlo con el de cualquier superhéroe que cambia de vestimenta para ocultar su identidad mientras entra en acción, pero en el norteamericano sucede de forma invertida: viste un traje de oficinista fuera de su área de trabajo para hacer que sus hijos lo vean como un asalariado elemental, y para nada como un escritor que intenta conquistar el mundo con sus relatos que escribe por las mañanas, desnudo.
Continuar leyendo en Vozed, revista electrónica de literatura y pensamiento.

El amor nos dio cocodrilos: cuentos que no se escaman



Como un reptil, este libro se fue gestando de a poco. Alimentándose de lecturas, correcciones, erratas, incertidumbres. Y más correcciones, más lecturas, hasta alcanzar la talla adecuada. Desciende dinosáuricamente –por lo distante- de la tradición clásica del cuento instalada por Poe, coquetea descaradamente con la propuesta cortaziana de la narración hasta parir el suspenso, los escenarios y a personajes hermanados a aquellos producidos por la imaginación rulfiana de Amparo Dávila.


En el cuento que da nombre al libro encontramos una pieza que combina lo mismo la ternura que el desamor, el  anhelo con la incertidumbre. Pero en sí, el texto es un replanteamiento rotundo de las convenciones sociales. Dudas que reflejan el carácter de ambos personajes, cada uno más ensimismado que el otro conforme el relato avanza. Parten de sí mismos (“El aborto de Zam sucedió en los años de la preparatoria. Ella me ocultó que el bebé era mío […]. Nos distanciamos un tiempo, ella lo pidió”) y tres años después se rencuentran, tan solo para comenzar a separarse totalmente, para perderse cada quien en su vida, sus deseos, sus anhelos.

Continuar leyendo en texticulario, blog de David Chávez.

Empuercar el lenguaje


Joel Flores es un escritor. Esa oración simple encierra, sin embargo, una verdad de la que no cualquiera puede presumir. En El amor nos dio cocodrilos, su ópera prima, demuestra una capacidad creativa suficiente para animarnos a seguir leyendo hasta que la última página aparece en el lector electrónico. Flores le ha apostado a la publicación en e-book, pero no sería del todo raro que este conjunto de cuentos vea la luz en formato impreso. Hay muchas cualidades en la prosa del zacatecano, cualidades que han madurado a lo largo del tiempo y que nos previenen del arribo de una voz narrativa que encontrará, tarde o temprano, a sus lectores ideales, aquellos que esperarán con ansiedad lo que brote de su imaginación.

Conocí a Joel en 2007 en San Luis Potosí. Ambos estábamos tallereando cuentos con el maestro David Ojeda. Al igual que el bebé cocodrilo que aparece en las primeras páginas de este volumen, tuve la fortuna de ver la gestación y los primeros pasos de esta obra. El autor venía con una inquietud por trabajar con la idea de “lo extraño”, un elemento que prevalece en la obra de, por ejemplo, Ámparo Dávila, una escritora por la que Flores siente una admiración especial. Y no es para menos, lejos de los reflectores e, incluso, de las listas canónicas, Dávila es una de las autoras “raras” que de manera no tan frecuente aparecen en la literatura mexicana. Debo decir que el joven zacatecano consigue honrar la admiración por la escritora. El amor nos dio cocodrilos es una obra que orbita, se inmiscuye y parafrasea no sólo a Dávila, sino a varios autores relacionados con el ambiente y el ejercicio de imaginación que implica desarrollar la idea de lo extraño.


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