lunes, 22 de mayo de 2006

.desde la oscura habitación.





esto no es una carta porque no verás mi culpa en ella
como alas desplegadas.
esto no es una carta porque no llegará a ti
como el pliego que se desdobla en tu alcoba
para leerlo en secreto
me niego a entregarte los recuerdos
como me niego a entregarte las palabras

vivir en el vacío es esconderme de ti
como al precipitarme a la garganta del diablo
y morir ahogado con su baba.

esto no es una carta porque con ella no anexo una flor que te conmueva
(las flores te recuerdan el mármol de las tumbas deslavadas por los años).
porque he olvidado mandarte obsequios antes de viajar


esto no es una carta porque no nombra un destinatario
y está escrita en un lenguaje velado.
(tú silencio es el martillo que agrieta las palabras).

¿recuerdas mi voz cuando la lluvia caía al asfalto?

porque mi voz, me lo has dicho, llega después de la lluvia a tu casa
como el huérfano olvidado en las calles
como el militar derrotado
como el gato sin hogar.

(porque regreso a Ítaca sin merecerla
porque has dicho que Ítaca es tu vientre y tus vértebras).


esto no es una carta porque el hombre que la escribe
no se rige por el oficio de la escritura
estas exiguas palabras son para ti el regalo que no traerá la luz del otro día.
porque tus manos sanan el pecho del hombre partido cuando el vacío lo despeña.
porque tú en mi lugar, me los has dicho, detendrías mi fuga
a la traquéa del limbo
y pones tu espalda a los golpes que vienen para mí.
porque revelas el infierno en mis pupilas
y prometes extinguirlo si mi diestra para de escribir.

miércoles, 3 de mayo de 2006

...

.tres historias sobre la pérdida del rostro.



Hace unas semanas llegó a mi correo electrónico un mensaje de un amigo de Guadalajara que se dedica a hacer cortometrajes y anuncios publicitarios de manera independiente. Su correo fue breve y en él explicaba que realizaría un proyecto prometedor. Quería invitar a varios escritores jóvenes a realizar tres historias sobre un tema en específico, para después hacer una selección y convertir las historias finalistas en cortometrajes. Los temas los escogió él y los repartió guiándose en el perfil imaginario de cada escritor. Entre los temas figuran: la homosexualidad, el aborto, la poligamia, la violencia, el incesto, la prostitución, la desintegración familiar y los problemas mentales, entre otros. Como mi amigo conoce algo de la obra que he publicado y mi afán por escribir literatura fantástica utilizando casos sicológicos, me invitó a participar y me repartió, como si fuera un mazo de cartas, el tema de los problemas mentales sugiriéndome escribir ciertas historias que a él le parecían interesantes. Después de pensarlo algunos días acepté su propuesta y me puse a escribir y a desempolvar algunas historia que esbocé años atrás. En mis documentos encontré dos cuentos pequeños cuyo tema narrativo los conectaba de manera precisa: la pérdida del rostro y las alucinaciones. Después recordé la idea de narrar una historia de un espejo que birla el rostro de quien se quiere reflejar en él y lo escribí. Al unir las tres propuestas, creo, di por concluido el tema que me encomendaron y resultó esto: Tres historias sobre la pérdida del rostro. Ayer le mandé como adjunto los cuentos a mi amigo esperando ayudaran en su proyecto. Y hoy los posteo en el BUNKER 84 para compartirles mi entusiasmo.
Saludos.

.el piso de Óscar Williams.

Después de una mala jornada de trabajo Óscar Williams llegó a su casa con el cansancio en los hombros. Dejó su saco en el sofá para dirigirse al baño. Al enjuagar su cara en el lavamanos y buscarla en el espejo lo envistió la peor de las sorpresas: había desaparecido.
El miedo circuló en su cuerpo en lugar de la sangre. Intentó volver en sí, ducharse y dormir. El trabajo, las presiones, los jefes lo estaban dañando. No quería pasar toda su vida dándole mantenimiento a las máquinas de una empresa que fábrica aglomerado. Abrió la regadera. Enfocó sus ideas en otro tema. Tomó la navaja de afeitar, la abrió como un abanico y enjabonó su cara para después acicalarse con una disciplina que sólo la costumbre facilita. Cerró la perilla del agua. Tomó la toalla para limpiar su cuerpo. Salió de la tina de baño. Lo tenía ofuscado lo que le sucedió minutos atrás. Volvió a buscar su rostro. Al saber nuevamente que su cara se había convertido en una cavidad donde se podía entrever el vacío, entrar en el vacío, retrocedió una y otra vez hasta horrorizarse y perder la razón.
Óscar Williams intentó destrozar el espejo con el mango de la navaja, pero el arma desapareció de sus manos al blandirla frente al artefacto y sintió una profunda opresión en el estómago. No supo con quién acudir y salió a buscarme. Al bajar las escaleras que llevan a mi puerta, su sangre comenzó a combinársele con el agua que escurría de su cuerpo, manchó el piso. Los gritos de Óscar Williams me despertaron. Abrí para ver qué sucedía. Antes de decir una palabra se plantó en mi puerta y cuestionó: ¿Puedes ver mi rostro? ¿Ves mi rostro? Al verlo las palabras se me hicieron nudo en la garganta. ¿Qué era lo que le sucedía? ¿Quién le había hecho esas heridas tan profundas en las mejillas y labios y pómulos?
Óscar Williams entró a mi apartamento aterrado. Después le llevé una bata para cubrir su desnudes y algodones y alcohol. Las grietas carnosas de su rostro no dejaban de sangrar. Le puse un espejo en sus manos para que él mismo viera qué estaba sucediendo. ¿Qué me he hecho? Yo no pude hacerme daño. Ese espejo quiere destruirme.
Óscar Williams sintió que la locura se apoderaba de él. ¿Cómo de pronto la impresión dada por el espejo hizo que se mutilara con una navaja? Lo calmé diciéndole que últimamente las jornadas de trabajo eran muy pesadas. Interrumpió: Ese espejo tiene algo. Me quiere matar, está jugando conmigo. Siento que la sangre que circula por mi rostro es fuego y me está consumiendo. El espejo me está consumiendo…
Le pedí que limpiara las heridas con los algodones y alcohol mientras yo salía a buscar a un doctor, pero la terquedad de es hombre pudo más que mi ayuda. Salió del apartamento confundido y alterado. Lo seguí pero me cerró la puerta a sus espaldas. Toqué repetidas veces pero no abrió. Al día siguiente no se presentó en la fábrica, ni el siguiente y así durante una semana.
Ayer por la noche, después de platicarle esto a la casera, le pedí que me prestara las llaves para entrar al apartamento de Williams y saber qué sucedía. Al hacerlo encontramos su cuerpo apoyado en el lavabo del baño, muerto.
A Óscar Williams no se le conocían familiares. Era un hombre solo, distante. Nadie supo los motivos de su muerte. Todos aseguramos que fue suicido. A su funeral acudieron compañeros de la fábrica y los jefes y vecinos. Óscar Williams fue cremado y las cenizas las esparcieron en uno de los jardines de la empresa. Por la noche la casera me pidió que le ayudara a desocupar el apartamento. No sabía qué hacer con sus pertenencias. Me hice cargo. La cantidad de café que tomé en la ceremonia de Williams me espantó el sueño. No podía dormir. Subí a su piso para comenzar la labor. Primero comencé con las habitaciones y la sala. Tenía poco mobiliario; ya para las cinco de la mañana había terminado, sólo faltarían los objetos que guardaba en el baño. Preferí bajar a mi apartamento para asearme e ir a la fábrica.
Al llegar al trabajo me ordenaron que ocupara la plaza de Óscar Williams. Toda la mañana la resaca de las horas sin dormir me dominó y decidí pedir descanso. No me lo concedieron. Conseguí con mis compañeros algo de metanfetamina para calmar el sopor. En el baño de la fábrica consumí la sustancia y recobré aplomo. Como un autómata desempeñé mis labores y no volví a sentir molestias. Llegó la hora de salida. Chequé la tarjeta que registra mi horario. El frío en la calles caló hasta mis pulmones cuando caminé hacia los apartamentos.
Después de una fastidiada jornada de trabajo entré al piso de Óscar Williams para terminar de desalojarlo. Dejé mi saco en el sofá para ir al baño. Al enjuagar mi cara en el lavamanos y buscarla en el espejo me envistió la peor de las sorpresas: mi rostro se había convertido en una enorme cuenca en la que se podía entrar al vacío. Me moví de distintas maneras frente al espejo. Toqué mi cara y sentí que se estaba derritiendo. Volví a buscar mi imagen en el adorno y éste proyectó el rostro de un sinfín de personas de un segundo a otro, como destellos de luz precisados por una cámara fotográfica. Entre los destellos vi el rostro de Óscar Williams burlándose de mí. Tomé el espejo para destruirlo en el piso. Se torno negro. Un remolino de humo se formó dentro de él y salieron varios brazos que me lo impidieron. Se engancharon en mis hombros y me jalaron hacía su interior. El día siguiente la casera descubrió mi cuerpo apoyado en el lavabo del baño, muerto.

.una ciudad sin rostros.



Todos sabemos que el mal sicosomático se presenta en el cuerpo después de tiempo transcurrido, que las causas son la acumulación de masa encefálica en el cerebro, la desatención de una fiebre alta o una gripe. Algunos de sus principales síntomas son la creación de enfermedades de manera imaginaria, la paranoia, la esquizofrenia y amnesia. Se sabe que es imposible que esta enfermedad llegue a un desarrollo pleno y se apodere del enfermo de un día para otro, muchos menos dos días después del análisis médico.
Ese día desperté con el más amargo sabor de boca. Sabía que mis días estaban contados en esta ciudad. H aún dormía; la parte baja de su espalda estaba descubierta cuando dejé la cama para ir a la ventana y ver la luz del día. En las copas de los árboles había varias aves cantando, el cielo se veía claro y algunas nubes se cernían en él. Olvidé un poco mi enfermedad. Tomé mi medicamento. Me vestí sin hacer ruido y acaricié la espalda de mi H. Bajé a la cocina a preparar café. Abrí las puertas de la lacena para sacar un trasto que, por mi torpeza, tiré al suelo; el sonido de los vidrios rotos despertó a H. Bajó a la cocina para ver qué sucedía. Al acercarse a mí para darme un beso sentí vértigo. El rostro de H, misteriosamente, había desaparecido. Me provocó pánico volver a mirarla. No quise demostrarlo, suficiente tenía lidiando con mi enfermedad y con la idea de que en unos días más no estaría a su lado.
Me senté en el sillón. Intenté calmar mis miedos. Supuse que era la primera anormalidad de una larga serie que se presentarían con el tiempo. Pero era imposible: el médico, en la consulta anterior, informó que tardaría tiempo para que mi enfermedad progresara y tardaría meses, quizá, para que se presentaran alucinaciones de cualquier índole.
¿Te sucede algo?, preguntó H ofreciéndome la taza de café. ¿Te sientes mal? ¿No quieres ir al trabajo? Mientras escuchaba sus preguntas tuve miedo de verla como lo hacía a diario; corresponder un juego de miradas y de sonrisas y después robarle un beso. ¿Qué le pasaba a la mujer que tanto amo? ¿Dónde estaban sus facciones angelicales, sus labios, sus ojos?
Tengo que irme, H. Mi trabajo me espera, se está haciendo tarde. Esta ciudad es tan pequeña que los automóviles atascan los bulevares a muy temprana hora. Tomé mi mochila y abrigo para salir. H quedó preocupada cuando cerré la puerta y abandoné la casa. Al abordar el camión busqué los ojos del conductor para olvidar el episodio anterior, pero el rostro del hombre también había sufrido ese cambio, esa deformación, la ausencia de rostro. Turbado pagué el pasaje y giré mi vista a los asientos para ver cuál se encontraba desocupado. Descubrí una visión más de mis males; los pasajeros no tenían nariz, ojos, cejas y las demás partes que dan forma a una cara. Tomé asiento. En el transcurso del camino decidí hundirme en el sillón y cerrar los párpados y aclarar mi mente y recordar las palabras del médico: Las visiones de ese tipo finalizan rápido.
Abrí los párpados varías veces para ver si ya había terminado todo. Sentí que algo me hacía alejarme de la realidad, de H. Seguro no volvería a ver su risa, la vitalidad que expresaban sus gestos. Mi mal me estaba poniendo en jaque, me hundía. Se estacionó el camión. Bajé de él apresurado y con la cabeza inclinada. Caminé así por las calles que llevan hasta mi trabajo. Dos antes de llegar el perro de un vagabundo me asustó con sus ladridos. El indigente pidió dinero y negué sin levantar la vista. Su mascota lanzó una mordida a mi pantorrilla. Al evitarlo me di cuenta que ni el mismo animal se escapaba de mi locura. Era un Bulldog sarnoso y sin rostro.
Faltaba poco para llegar a la oficina. Saqué de mi mochila una revista de moda que tenía de portada la sublime cara de Asía Argento. Una nueva desgracia me hizo regresar el ejemplar a mi mochila; deseé que las facciones de esa chica fueran visibles para aplacar mi caos interno. Pero la anormalidad estaba en mi contra: ella también era víctima, había perdido sus atributos femeninos. Debía comenzar a acostumbrarme a eso, aceptarlo como parte de mí, de la vida diaria, algo con lo que tenía que luchar solo, sin involucrar a H.
Llegué a mi trabajo. Hice como si fuera un día normal. Decidí enrolarme en mis pendientes. Me senté frente al escritorio, ordené mis notas, escuché los mensajes telefónicos, abrí dos de los cajones donde guardo documentos y, al acomodarlos frente a la computadora, me detuve para observar otra desdicha: en el monitor se reflejaba la silueta de mi cabeza como una imagen sin bordes, como un pliego de papel, como la palma de una mano. Solté un grito fuerte. Un dolor desgarrador se descubrió en la estridencia de ese grito. Me tiré al suelo en estado de shock. Llegaron algunos compañeros y los encargados de seguridad para ver qué me sucedía. Al no saber las razones de mi cambio, llamaron a H para consultarla. Ella, sin ninguna respuesta, dejó que un par de médicos se hicieran cargo de mí. Me internaron en un manicomio, lugar donde espero la cura, lugar donde, después de cada sesión terapéutica, escribo que en esta ciudad las personas siguen sin recobrar su rostro…

.andenes.



Era tarde, la hora en que cerraban todos los comercios de la ciudad. Junto a la casa de Glenda los carros seguían su curso aún sin encender las luces. Después de estar esperando salió ella. La seguí hasta el metro más cercano. Subió al transporte. Abordé. Tomé lugar junto al asiento lateral en el que se encontraba. Se veía frágil en las ventanas de cada compartimiento, como si el tiempo la volviera invisible cuando el vagón aparcaba en cada andén.

Glenda metió las manos en su bolso, tímida. Sacó una mano apretando una caja de cigarros. Me observó con reticencia al entrar a la oscuridad de una estación. La química de sus atractivos ojos se perdió con la penumbra. Al recibir la luz del siguiente andén desapareció. Volteé tras de mí, a mi alrededor, extrañado. Dejé mi lugar para buscarla en otro compartimiento. No había señales de ella. Abandoné el metro y tomé otro trasporte para regresar a casa. Un extraño sentimiento me oprimía. Todo era fortuito y miserable.
Durante un tiempo los andenes del metro se vieron vacíos, sin aquellos ojos verdes, sin el bolso color beige, sin aquellas manos delgadas. Pero aún se percibía el aroma a tabaco del que Glenda acostumbraba fumar. Visité el mismo andén por semanas y por semanas, también, la esperé fuera de su casa. Cuando estuve a punto de dar por terminada la búsqueda aconteció algo distinto.
En esa ocasión me encontraba en el mismo asiento de la vez anterior. Buscaba a Glenda donde pensé descubrirla. De pronto me quedé dormido. En aquel sueño todo era ella, mis oídos sentían su voz, me acariciaban. Un extraño trazo onírico armó el rompecabezas que yo siempre intenté armar. Un extraño trazo onírico nos mantuvo juntos, como si en realidad existiera un Dios que controla los sueños y se hubiera compadecido de mi búsqueda, uniendo nuestros cuerpos como dos fragmentos de rompecabezas.
Al llegar a la última estación alguien me despertó. Era ya una alta hora de la madrugada. Restregué mis párpados. Oí la voz de Glenda: Se quedó dormido un pasajero. Es hora de cerrar este andén. La luz del metro era apenas visible. Levanté mi vista hacia la ventana lateral y la descubrí caminando a mi lado. Volteé para detenerla y pedirle que no volviera a desaparecer, que no se alejara nunca más. Pero quien se acercaba a mí era el conductor del transporte. ¿Molesto? Ya vamos a cerrar. No agregó más palabras. Caminé desconcertado por los pasillos, él tras de mí, mostrando un gesto de enfado.
Al día siguiente la ciudad marcaba, según los transeúntes, una hora no muy tarde. Traté de explicarme qué pasaba. Quizá había sufrido una de esas alucinaciones que se tiene al despertar sin calma. Saqué del bolsillo de mi camisa un cigarro. Encontrar esto provocó más confusión; no acostumbro fumar, nunca cargo cajetilla. En el papel del tabaco se leía, en una escritura diminuta, lo siguiente:

El coche del metro, primer pasillo, te espero.

Imaginé que era letra de Glenda. Ella también quería un encuentro. Me apresuré a salir de mi apartamento. Crucé la calle esquivando algunos vehículos y un par de personas. Llegué con la frente húmeda por el sudor al andén. Pasaron unas horas, no lograba verla, ni entender de qué se trataba. Desesperado tomé un viaje a la última estación del metro. Al estar en uno de los asientos de pasajeros tomé de nuevo el cigarro y leí lo que contenía. Recorrí el compartimiento varias veces. Llegamos a otra estación, a otra y otra y no sucedió nada. En la última se abrió la puerta de forma violenta, como una bofetada de aire que me hizo sorprenderme, retroceder. No entró nadie. A los pocos minutos se fue la luz, se detuvo el vehículo y salió Glenda de la oscuridad para acercárseme. El coche siguió su marcha. Sin decir palabra alguna me besó, desabotonó mi camisa y se quitó la falda. Por los acezos y la fricción de la ropa dejó de existir el silencio. Subió la pierna derecha a mi hombro. Acaricié su espalda. Intenté articular alguna palabra. Pero tomó mis cabellos y deslizó sus manos en mis muslos. Callé.
De pronto, como si el aire estuviera furioso y sólo soplara para traer sorpresa, se azotó nuevamente la puerta del vehículo. Entró otra Glenda como un fantasma. Atónito es la palabra que cubrió mi rostro. No sabía qué estaba sucediendo. La primera mujer seguía besándome, mientras la segunda tocaba sus senos, mostraba para mí su cuerpo afilado. Ambas comenzaron a besarse, una a quitar las prendas de la otra. Sonó de nuevo la puerta… Entró otra Glenda, seguida de otras dos y luego otras... Empujé a las mujeres. ¿Cómo poder salir de ahí? ¿Cómo poder alejarme de ellas? Miré las ventanas del vehículo. Busqué escapatoria. A pesar de que el transporte viajaba a toda velocidad, entraban más y más mujeres por la puerta. Corrí rápido. Al llegar a un andén tiré el cigarro y esperé a que se abriera la puerta. Me encontraba en la última estación; el lugar debería estar vacío a esas horas. Traté de calmarme viendo a todos lados, donde estaban, cosa extraña, hombres, mujeres, niños, todos con la maldita cara de Glenda.

martes, 2 de mayo de 2006

.lo he descubierto. Soy un BORDER.



Para algunas personas, la sensación de vacío se instala como una sombra sobre su vida. Probablemente, esta condición existencial empezó en la adolescencia… pero nunca desapareció. No encuentran a la pareja que les llene. Ni actividad que las apasione, tienen conductas autodestructivas, una imagen distorsionada de sí mismas y tendencia a las adicciones. Navegan dentro de la anormalidad, pero su forma de ser es crónicamente problemática. El trastorno límite de la personalidad –también conocido como tlp—necesita identificarse y tratarse o puede acabar con el equilibrio de quien lo padece.
Algunas conductas asociadas a esta patología son tomadas como rasgos de carácter, incluso por quienes la padecen. Muchas personas sufren de tlp ignorando que son parte de la estadística de una patología. Sin la conciencia de su trastorno pierden empleos, abandonan carreras y proyectos, tienen notorios problemas para entablar relaciones duraderas y acumulan experiencias intensas de las que salen devastados emocionalmente…
Podríamos decir que a finales del XX y principios del XXI la patología de moda son los trastornos de personalidad y, sobre todo, los trastornos fronterizos. Las patologías están relacionadas con las sociedad, por eso cambian. La histeria tenía que ver con represión sexual de su época. Los tlp son el resultado del vacío…
Las personas con tlp presentan conductas autodestructivas: abuso de alcohol, drogas, automutilación, problemas alimenticios y/o intentos de suicidio…
Los border (del inglés, Borderline Personality Disorder) son personas impulsivas con cinco o más de los siguientes rasgos: temen al abandono, tienen relaciones interpersonales muy inestables, problemas de identidad, conductas compulsivas, conductas suicidas recurrentes, reactividad emocional muy marcada, sentimientos crónicos de vacío, problemas para manejar la ira y síntomas disociativos o de paranoia…
“El borderline tiene muy marcado un mecanismo que llamamos escisión: para ellos sólo existen los extremos, y muchas veces lo dicen a los cuatro vientos: ‘Para mí las cosas son blanco o negro’. Entonces conocen a alguien y primero es la persona más maravillosa, inteligente, encantadora que han tratado; se forman expectativas muy altas. Después, cuando éstas no son llenadas, caen de su gracia y se convierten en lo peor. Son muy contradictorios”…
“La búsqueda, la confusión, ser radical, impulsivo, voluble… Todo esto es normal en la adolescencia, pero no es normal en un adulto. Por eso es muy difícil que alguien que padece este trastorno acepte que sufre de tlp”…
Los border tienen la tendencia de adoptar comportamientos y expectativas infantiles en situaciones desestructuradas…

NOTA:

Se recomienda acudir a terapia psicoanalítica si tiene estos vacíos o si se convive con alguien que los padece crónicamente.



Información extraída de la Revista QUO, Número 98, Diciembre 2005.
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