Durante la madrugada de hoy me enteré de la muerte de
David Ojeda. No podía dormir y me estaba dando vueltas en la cama. Se me
ocurrió ver las notificaciones de mi celular y Édgar Adrián Mora me avisó: el
maestro acaba de fallecer. Se me fue la madrugada y salió el sol otoñal con sus
vientos por el oriente.
A David
Ojeda lo conocí gracias a Gonzalo Lizardo, quien le dio referencias sobre mi
trabajo cuando yo apenas tenía 22 años y quería escribir mi libro de cuentos El
amor nos dio cocodrilos con una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. David fungió como
mi asesor durante 2006-2007. Convivimos en San Luis Potosí-Guanajuato-San Luis
Potosí durante 12 días, y rápido me agarró cariño porque le recordaba a Zacatecas,
lugar donde vivió muchos años, y también porque uno de los cuentos que yo había
escrito entonces le movía mucho el sentimiento. De Ojeda recuerdo sus lecciones
sobre las cantinas del Bajío, el mezcal y su amor encarecido por San Luis, pero
si me preguntan qué recuerdo más, diría que dos cosas: una es la lección sobre
el arte de contar mentiras que me enseñó aquellos años y otra la contaré
párrafos más adelante, quizás en el final de este apunte.
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De derecha a izquierda: David Ojeda,
Alfredo Carrasco, Carlos Dzul, Édgar Adrián Mora,
yo, Gabriel Vazquez y Glafira Rocha.
Noviembre de 2007.
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Una tarde,
antes de la reunión de trabajo en el Teatro de la Paz, nos encontramos
accidentalmente en Plaza del Carmen luego de comer. Cuando lo saludé, David me
dijo: “Ese Joel, no te reconocí, ¿les hacemos una broma a los otros?”, se
refería a Édgar Adrián Mora, Alfredo Carrasco, Carlos Dzul y Glafira Rocha. Yo
asentí sin saber a qué se refería. Luego me pidió que me tardara unos 10 o 15
minutos en llegar al teatro y que me fuera a paso lento para que él fraguara
todo. “Si logro convencer a los 4 cuentistas de que te acaban de madrear, ¿me
invitas un mezcal?”, me propuso Ojeda y de volada entró al teatro y, pasados
los minutos, vi cómo Gabriel y Adrián salían corriendo del recinto con el
rostro pálido, buscando en la calle una ambulancia y a los paramédicos
subiéndome en una camilla a ella. David los había convencido con los artilugios
de la ficción, que manejaba muy bien, de que había visto a alguien muy parecido
a mí peleándose con otros malandros y acabar tendido en la banqueta con los
dientes quebrados. Al verme caminar sonriente y tranquilo hacia el teatro, los
cuentistas me dijeron: “no mames, David nos cuenteó”.
Pasaron
los años y, paternalista como era, mi relación con David no acabó con la beca
del Fonca y es una de las amistades que más le agradezco a Conaculta. Ojeda me
escribía correos cuando me dieron una residencia para escribir en España, cuando
volví a México; pero también, receloso, cuando me expresaba bien de escritores
que no le caían en gracia o cuando me expresaba mal de los que admiraba o eran
sus amigos. “Ése es mala influencia y seguro es… ya sabes”; “deberías de leer
tal libro de aquel para que dejes de pensar así”.
El paso de
los años siguió y alguna vez lo vi en Ciudad de México, cuando presentó su
libro de cuentos Perros de casa y
tiempo después, de manera muy rápida, en Zacatecas durante la celebración de
las jornadas literarias que recuerdan a Velarde. David bailaba con la ayuda de
un bastón y de Laura, su pareja, junto a su grupo de escritores y el burro
mezcalero en una callejoneada, yo pasé presuroso hacia el periódico donde
trabajaba como editor. Por eso nada más nos abrazamos y nos dijimos: “al rato
nos vemos”. Pero ese al rato se prolongó.
En esta
vida todo pasa muy rápido y de pronto el 2007 se me convirtió en 2011. Me vine
a vivir a Tijuana y David no perdió la costumbre de escribirme: “Ese Joel, a
ese ritmo que vas, seguro acabas en Alaska”. Y en parte tenía razón, pues
siempre supo de mi amor a Zacatecas (cosa que le gustaba), pero también de mis
ganas de irme de Zacatecas (cosa que no le agradaba tanto). Hubo un
distanciamiento, como en todas las amistades, pero siguieron sus mensajes
privados por Facebook o los comentarios debajo del post en momentos importantes.
Me escribió cuando me casé en la Iglesia de Fátima; me escribió cuando gané el
premio Sor Juana Inés de la Cruz y me felicitó, a su manera, por ser de los más
jóvenes en obtenerlo; me escribió cuando leyó el Rojo semidesierto; y me
escribió también cuando el premio Juan Rulfo cayó en mis manos: “vas bien, vas
bien”, eran sus palabras. Y yo sentía que seguía siendo ese maestro que se
esmeraba en dejar herencia en los jóvenes en sus talleres afincados en el Bajío
y en la frontera de Juárez con El Paso. En alguna ocasión también nos regaló a
Flor y a mí la estadía de cuatro noches en un hotel en Puerto Peñasco, pues
Laura tenía mucho trabajo y no podían viajar. “Ándale”, me escribió por inbox, “se
me hace que no han tenido luna de miel”. Sin embargo, por labores mías y de
Flor no pudimos aceptar el regalo. Y la respuesta de Ojeda fue: “Nimódulo
lunar, mi Joel”.
La última
vez que nos vimos fue en Chiapas. Inocente como soy, por la amistad me
involucré sin pago ni beneficio en la organización de un festival de
literatura, con el fin de que se uniera la poesía con la narrativa y se
conectara la frontera chiapaneca con la bajacaliforniana. Todo fue un fracaso,
si me lo preguntan ahora, y la razón por la cual ya no acepto ese tipo de
encomiendas o pedidos, ni confío en la gente que te llama hermano o hermanito.
Durante la selección presurosa y desproporcionada, recuerdo que en una llamada el
organizador me dijo, quizá porque sabía de mi admiración hacia David: “llamé al
SNCA y Ojeda está disponible, lo vamos a traer”. “Está disponible porque está
enfermo”, llegué a decirle, “tu festival no cuenta con el soporte para tratarlo
como se merece y sabes que viajáremos mucho”. El organizador no me hizo caso y
a la fecha es una de las cosas que le agradezco y le reprocho.
En San
Cristóbal se me pidió que presentara al maestro en una mesa. Lo recuerdo más
flaco, más moroso para caminar y ayudado por un bastón que ya no era el que le
ayudaba a bailar en las callejoneadas zacatecanas, sino uno de aluminio
recomendado por algún médico, y también la señal de que la diabetes no se iba a
detener. Pero David seguía teniendo ese encanto: hablaba y hablaba como la
primera vez que nos conocimos: lúcido y con la memoria a flor de piel. En
Comitán, luego de que se acabaron las presentaciones, me llamó para decirme que
me estaba en un bar al lado del hotel. “Deja a esa bola de escritores, vamos a
platicar lo que tenemos años sin platicar”, me dijo. Llegué al bar iluminado
por dentro por luces neón y él era el único en una mesa llena de botanas y
cerveza. Entre la salsa y la cebada me dijo su último consejo: “se ve que tu
vieja te quiere un chingo; de las que te he conocido, se me hace que es la
única que te quiere de verdad, cuídala, que tú huyes hasta de tu sombra”. Ése
era el gran David, no perdía la oportunidad para demostrar afecto a través de
sus consejos. Y aunque desde pequeño la falta de imagen paterna en mi casa me
hizo renuente ante cualquier consejo o sugerencia de algún amigo mayor que
buscaba verme como hijo, a David se las pasaba, porque era así con todos, al
menos con los que lo acompañaron.
El
festival se cerró con una mesa dedicada a Óscar Oliva y otra a David Ojeda. En
la mesa le pidieron al cuentista que leyera uno de sus relatos del libro Perros
de casa. Él se negó, pero se lo volvimos a pedir y, sólo cuando empezamos a ver
que arrastraba la lengua y le temblaban las manos, entendí que no sólo estaba
enfermo de diabetes y que ese bastón no sólo le servía para orientarse en el
camino. Aguerrido como era, Ojeda leyó el cuento completo mientras yo les
sostenía el libro o el micrófono. Al me hizo sentir que había sido mi culpa el
que lo obligaran a leer o igual me culpé por no haberle preguntado antes a
solas si podía leer. Se disculpó por las formas tras la lectura de la última
línea de su cuento. Luego platicó con Oliva sobre el recién fallecido Miguel
Donoso Pareja, la creación de los talleres literarios en México y el nacimiento
de los premios de Bellas Artes.
Ya entrada
la noche, Carlos Martín Briceño, David y yo terminamos cenando tacos de
arrachera y cochinita en un restaurante de San Cristóbal de las Casas. Hablamos
de libros, perros y de Ramírez Heredia. Casi al rozar la madrugada llegamos al
hotel y, mientras me despedía de David, le recordé el segundo episodio que me
hace rememorarlo con alegría. Me refiero a la tarde que invitó a los del Fonca
a su casa a comer carne asada y a beber whisky para cerrar la beca, esa misma
tarde que descubrí a un ser humano que amaba a los animales casi como amaba a
los seres humanos, esa misma tarde que lo vimos alimentar con croquetas a sus
dos perras y a una rata rechoncha y de pelo sedoso que se escondía en una
esquina de su jardín.
David, le
dije, sólo un buen hombre adora a las ratas.
Nos dimos
un abrazo y el maestro me respondió: “es que todos somos animales, Joel. Todos
somos ratas de alcantarilla”.