Édgar Adrián
Mora Bautista (Puebla, 1976) es narrador de oficio e historiador por
convicción. Ha escrito y publicado los libros Memoria del polvo (Premio María Luisa Puga de cuento 2005), Claves para entender Latinoamérica (México,
Unión Radio/Lazo Latino, 2007) y El
extraño caso de la definición pérdida (México/España, Vozed, 2012), entre
otros libros inéditos que muy pronto, sin duda alguna, saldrán a la luz. Su más
reciente obra, Raza de víctimas, es
un e-book publicado por Vozed editorial digital. Reúne diez historias concatenadas
por verdugos y víctimas igualados por la gloria, el amor, la felicidad y hasta
la redención que algunas veces, lo crean o no, suele provocar la violencia.
Relatos
ambientados en los suburbios, la morgue, una sacristía, universidades,
bibliotecas incendiadas, azoteas de cualquier casa y zonas marginadas de una
ciudad que bien podría ser el Distrito Federal, Raza de víctimas ofrece un narrador alineado a las filas de la mejor acidez
de Jorge Ibargüengoitia y al realismo mexicano pura cepa de Enrique Serna. Sus
historias rescatan los verdaderos acordes, guitarrazos estridentes de aquellos que
vencen y son vencidos, pero también de aquellos que profesan el amor como si
profesaran odio. Aquí no hay castigados ni verdugos. Aquí hay una raza de
víctimas.
La estructura
no es usual: se trata de un libro de relatos cuya columna vertebral está
partida en dos. En ella convergen, ya sea por un objeto, guiño, personaje, y a
veces hasta sólo por la idea de violencia, los relatos: “I am your mother”, “En
qué cabeza cabe” “Gemelos” “El corazón de los condenados” y “Presionar el
botón”, cuyo hilo conductor es retratar, y sobre todo reflexionar, en algunos
de los temas elementales que vive no sólo nuestro país, sino también
Latinoamérica.
Me refiero a los
hijos autistas, sosegados y enteleridos por el Gameboy, que Mora Bautista los
presenta como productos insanos de parejas que pensaron que hacer una vida en
matrimonio es amar al otro renunciando a amarse a sí mismos (“I am your
mother”); esos retoños siniestros, estudiantes de primaria, suelen masticar sus
dudas y llevarlas al extremo, como si de comer dulces se tratara, hasta matar a
un gato por mero experimento (“En qué cabeza cabe”). Pero también hay en este
libro niñas que se enfrentan con la violencia visual que merodea las páginas
Web, y su vida, sin duda, cambia al “Presionar el botón”. Así como hermanos (“Gemelos”)
que son desunidos por los azares de la vida y los caprichos de una madre, ensimismada,
peleada consigo misma, y unidos por la muerte.
La segunda
parte de este libro es más humana, en el sentido de que las preocupaciones de Édgar Adrián al
explorar cómo actuamos con base a la violencia se ciñen favorablemente a
nuestra realidad inmediata y, posiblemente, rinden justicia aún más al título
del libro. Pues su escritura se inclina no sólo por la perfección de las
tramas, sino también por trastocar el mundo del lector y a remover sus fibras
sensibles.
Aludo al relato “Jugar con fuego”, donde una parejita de tordos
consagra su amor con sangre y saliva, golpes y sudor, lágrimas y besos, como si
querer a alguien significara entregarse hasta que el cuerpo aguante. Tal como
nos lo canta Andrés Calamaro: “Porque jugando con fuego/
Puede ser que te lastime/ Puede ser que sufra un poco y nos quememos los dos”.
Una joya.
En esta segunda
parte también leemos la historia de un corrector de estilo, cuyo crecimiento
académico se ve salpicado de incidencias (caso común en las rancias
universidades mexicanas) por Vaca Sagrada, su asesor de tesis. El final de este
“Ajuste de cuentas” nos hace creer que el karma, aunque es tardado, existe y a
veces se nos revela como una sonrisa de la vida. Un regalo.
Sin embargo, si
me preguntaran qué relato me gusta más de esta segunda parte, y sobre todo de
este e-book, no dudaría en responder: “Retorno a la ceniza”, una pieza
narrativa que también está publicada en la antología de relato De los traumas del mundillo literario (Vozed
Editorial, 2012).
El relato parte
del autoexamen personal de Víctor, un profesor al que lo agotan sus fracasos (guiño
que nos evoca la buena literatura de Paul Auster, como El libro de las ilusiones y hasta Moon Palace), como el amor frustrado, la pérdida de su novia
Claudia por culpa de una dictadura latinoamericana, sus muertos, vejaciones
militares y desaparecidos, sus formas más crueles de demostrar a los sublevados
que revolución equivale a equivocación y hay que cuadrarse o ser víctima de
castigos inimaginables.
El auto sabotaje de Víctor lo lleva a esa crisis
tan común en cualquier escritor que guarda sus manuscritos sin rumbo en un
cajón, al no lograr ser lo que tanto buscó o deseó ser, y a sentirse inútil en su oficio como maestro y para sus alumnos, una especie de seres con futuro truncado. Esto lo motiva a
prender fuego a su propia biblioteca, su patria, el camino recorrido, como si las llamas fueran la cura, la redención, de lo no hecho:
Estaba flotando en un lugar y en un tiempo en el que
los sonidos habían dejado de significar. Se preguntó si era posible que
Angélica no hubiera sufrido. Si acaso su padre había tenido razón al afirmar que
no tendría futuro (como escritor). Pensó si sus estudiantes no eran más que
unos maniquíes sin sangre en las venas (…) Nunca se preguntó si había sido un
buen escritor. Era algo para lo que no había respuesta, sonrisa, lágrima o
lamento. Cerró su cuarto y se arrojó sobre la cama hecha. Se dispuso a dormir.
Raza de víctimas pueden encontrarlo en Amazon o Smashword. Su formato
electrónico nos sugiere que las nuevas tecnologías de la comunicación no están
reñidas con la literatura, mucho menos con relatos de buena calidad, como lo
son los de Édgar Adrián Mora Bautista.