Milorad Pavic Murió el 30 de noviembre de este año, y apenas hoy me doy cuenta de ello. No tengo mucho qué decir. Sólo que es mi novelista favorito. Que lo considero uno de los escritores que más le han aportado ideas substanciales a la literatura universal. Y que, a pesar de que sólo he leído un par de libros de él (Pieza única, Siete pecados capitales y Diccionario jázaro), es de los pocos escritores que muy difícilmente el tiempo hará que olvidemos. Su ingenio para construir tramas y estructuras narrativas tan hilarantes e innovadoras, su apuesta tan peculiar por fusionar géneros narrativos y temas universales (con Pavic no se sabe si estás leyendo textos fantásticos, extraños, hiperrealistas o una novela psicológica o detectivesca), y porque desde su idioma y cultura (serbia) construyó una nueva cosmovisión de la literatura no lo reafirmaran cada vez que lo leamos o releamos. Pavic, junto a Borges y a otros, es y será el maestro de la experimentación con hipertextualidades, autotextualidades, intertextualidades, el ficcionar la misma ficción y desarticular el tiempo de manera que el pasado, el presente y el futuro sean un sólo hilo conductor inalterable. Con su obra nos ha enseñado a pensar que esas herramientas, esos artificios, nunca serán anacrónicos y siempre estarán disponibles como armas fieles a la hora de experimentar con la narrativa. Creador de personajes tan peculiares, de temas casi únicos, Pavic seguirá con nosotros. Leamos lo que leamos en el presente, o en el futuro. Bien sabemos que sus libros rebasan la misma línea de la muerte para que sus lectores tengan a su lado esas historias que él construyó como una maquinaria de relojería más que prolija, más que perfecta.
Estimados lectores, gente aquí presente, me declaro culpable. Yo —un pobre iluso zumbón— pensé que era gracioso hacer una broma que levantara el ánimo de muchos y las sospechas de otros. Pero veo que sólo levanté la molestia de tantos. Juro no volver hacerlo. Y me desmiento. No gané el Casa de las Américas. Perdón, Mario Martz, no era mi intención levantar tanto revuelo en Nicaragua, tampoco era mi intención irritarte. Sólo aproveché el día de los inocentes para hacer —como decimos en México— un leve chascarrillo. Juro no volver a jugar con ese prestigiado premio y espero no haber dañado la susceptibilidad de conocidos y desconocidos. Y prometo que para la próxima ocasión –si es que llego a ganar un premio literario tan prestigiado como el Casa— justificaré la noticia con archivos WEB o notas de periódico.
Alguien dijo una vez, en una película de Wong Kar Wai, que la mejor manera de guardar un secreto es subir a la montaña más alta del sitio en el que te encuentras, buscar un árbol y debajo de su base, muy cerca de sus raíces, cavar un hoyo. En ese hoyo debes decir el secreto, gritarlo. Y por último volver a tapar con tierra lo escarbado y bajar de la montaña. Aquí en Zacatecas no hay montañas, hay cerros, son pelones y tienen uno que otro huizache o penca de nopal. ¿Por qué lo digo? Vivo en el semidesierto. Lugar donde, decía Diana, el crecimiento de nuestros habitantes es muy parecido al de las plantas. Nuestra taxonomía es tan parecida, que nos crecen espinas en los sentimientos para acorazarnos, para defendernos, así como a las plantas les crecen espinas en los tallos.
Durante años subí a los cerros a volar papalotes, lo hacía por las mañanas. Lo hacía para distraerme y pensar. ¿En qué? No sé. A veces no pensaba, sólo dejaba que el papalote bailara en el cielo al ritmo que el viento le mandara. A veces creía que el viento cantaba esa canción de Back and Forth de UNKLE. Esa canción que dice: “¿qué se siente estar de regreso? La vida es como un vertedero donde a veces estás abajo, y otras veces arriba. La vida, continuos cambios. A veces tienes a la mujer más hermosa del mundo y otras veces, no tienes a ninguna mujer hermosa. Back and Forth, Back and Forth and Never never land”.
Hoy subí muy temprano al cerro. Supuse que el viento me iba ayudar a mandar el papalote hasta lo más alto, lo inalcanzable para mis ojos, con ello perder un secreto en las nubes, y así liberarme de unas palabras que me han estado espinando el pecho y la lengua. Subí al cerro donde se encuentran las antenas de trasmisión de radio y televisión. Monté mi papalote esperando no ser vencido por el frío. Acomodé la cuerda en el carrete para que se deslizara perfectamente al poner el papalote frente al viento. Le dije el secreto en su pecho, muy cerca de las guías que lo urden y dan forma, y solté el papalote con todo y cuerda. Lo vi alejarse entre el capote azul, las nubes que lo cortan y el viento que acariciaba mi rostro y mantenía al papalote en su vuelo. Conforme pasó el tiempo el papalote se fue convirtiendo en una especie de mancha desdibujada, luego en un punto gris, hasta que desapareció.
Me quedé allí parado durante media hora, quizá más. Me convertí en una mancha desdibujada, en un punto gris, después bajé el cerro pensando en construir otro papalote para volver con más secretos. Porque las esas palabras que a veces guardas para otros no logran ser eficientes, no logran trasmitir lo que buscas que trasmitan.
Hace unos 6 meses me hice un esguince en el tobillo derecho. Fue en Córdoba, antes de regresarme a México. Sucedió en una borrachera en la cual celebramos mi cumpleaños. Después de ese triste suceso no quedé bien y dejé de jugar básquetbol las 6 horas que jugaba al día. Miento. Dejé de jugar básquetbol hace más de 7 años y ahora lo práctico casualmente, sólo cuando me da tristeza ver a Wilson allí todo abandonado y aburrido. Lo que sí es verdad es que no quedé bien del tobillo y el médico me recomendó que caminara mínimo 30 minutos diariamente.
Y hoy lo hice.
Fui a caminar al estadio donde juega el pésimo equipo de fútbol de Zacatecas, ahora no recuerdo muy bien su nombre, pero supongo que se sigue llamando La Real Sociedad, que es mejor conocido por sus derrotas y por su ineptitud en la cancha. En el estadio sólo se encontraba haciendo ejercicio una chica morena, bastante atlética y empeñada en superar su marca de tiempo. ¿Cómo lo sé? Pues no dejé de mirarla mientras yo caminaba. Vaya que la chica me sorprendió. Fácil dio más de 16 vueltas a la pista a una velocidad exagerada. Yo no corrí nunca, sólo caminé, fue lo que me recomendó el médico y no pienso desobedecerlo. De vez en cuando me acosté en el pasto para mirar el cielo y otras para beber agua.
Luego de unas 4 vueltas de mi parte, fácil unas 20 de la chica, entró un hombre vestido de traje al estadio. Sí, de traje, con su saco color negro, su pantalón de casimir, su camisa blanca, su corbata tornasol y sus zapatos bien lustrados. Se puso a trotar en la pista y después a correr. ¡Vaya loco!, me dije. Y cuando pasé a su lado me arrepentí de haberlo dicho. Descubrí que se trataba del padre de Luz, una amiga que había estudiado conmigo en la preparatoria y a la cual le profesé un cariño incondicional. Luz me enseñó a no odiar las matemáticas, cuando yo la traté de enseñar a no maldecir la literatura.
Todo sucedió así.
En las ocasiones que Luz tenía problemas con materias de humanidades, yo, el gran amigo salvador, llegaba con todo mi bagaje cultural y la rescataba de las enormes fauces y garras de los exámenes, ayudándole a que sacara una calificación muy por encima de la media. Y Luz, cuando yo me sentía un rival débil al lado de los números, las ecuaciones y las fórmulas, llegaba mi gran hada madrina y con su varita mágica resolvía los problemas. Supongo que gracias a ella saqué la preparatoria, y Luz, gracias a mí, hizo lo mismo.
Tenía años sin ver a su padre, que siempre me invitaba a comer para que le recomendará libros y hasta para platicar sobre la situación política del país. Don Pedro, así se llama el padre de Luz, fue un estupendo matemático que dio clases en la preparatoria a más de 5 generaciones. Carismático y hasta bromista, nos hacía reír bastante a su hija y a mí cuando yo los visitaba o cuando iba por nosotros a la preparatoria. Me detuve y lo saludé. Don Pedro se encontraba haciendo flexiones sin tomar en cuenta que su limpio traje se estaba llenando de barro y pasto. El hombre no me reconoció. Sólo me dijo hola y siguió muy concentrado en sus ejercicios. Seguro me había confundido. Pero conforme lo veía, me negué a creerlo. Luz tenía el mismo pelo trigueño que su padre, los mismos ojos verdes y hasta ese tono apiñonado de piel que tanto le llegué a chulear. Podríamos decir que Luz era su padre y viceversa. Y no me estaba confundiendo. Luego pensé que quizá don Pedro no me reconocía porque yo había cambiado, pero no, sigo siendo el mismo chico desgarbado, con cara de pollo y cabellos desordenados.
Seguí caminando. Hasta como a la decimotercera vuelta don Pedro y yo nos cruzamos de nuevo y me saludó. Para ser honestos no fue propiamente un saludo. Me preguntó por qué el estadio estaba tan vacío. A lo que no supe qué contestarle. Agregó que toda la gente era una floja y más los jugadores de La Real Sociedad, y que sólo entrenaban porque les pagaban y que él, por el contrario, entrenaba por gusto y amor al deporte. Se acomodó su corbata y siguió con que tenía una lesión en una pantorrilla y que por eso estaba fuera de temporada, pero que lucharía por volver a las filas de su equipo y hasta por ganar la liguilla. Me sorprendí y no supe qué contestarle. Don Pedro nunca se había interesado por esos temas. Aborrecía el deporte, puesto que siempre fue un hombre rollizo y glotón que se la pasaba en su estudio. Me negué a pensar que se la habían fundido los fusibles. Pero cuándo me preguntó que yo en qué equipo jugaba, no sólo pensé que se le habían fundido los fusibles, sino el procesador entero. Dudé en cambiar de tema: preguntarle por su hija Luz y cómo la llevaba él como maestro. Pero luego de un incómodo silencio, y de mirarlo tanto en espera de que me reconociera, mandé toda esperanza al carajo y yo también me metí en mi papel del impostor, que me sale de maravilla. Le dije que era líbero de las fuerzas básicas de los Pumas y que pensaba largarme de México gracias a un futuro fichaje que me había ofrecido el Barcelona y que pensaba, además, ganar algún día el Pichichi, la Eurocopa y la Confederaciones, y que mi mayor propósito en la vida era comprar el equipo del América sólo para desaparecerlo del mapa. Don Pedro me miró pensativo. Deduje: ya valió madres, ya me reconoció y se ha dado cuenta que le estoy tomando el pelo. Pero no. Me contestó: “Esa actitud deberían de tener todos los deportistas de esta ciudad, y no sólo los deportistas, todos los jóvenes. No, no sólo los jóvenes, la ciudadanía entera. Perfecto, muchacho, ¿no crees que podríamos entrenar juntos? Yo aún soy joven y también deseo salir de esta ciudad. Podemos hacer un equipo”. Le contesté que estaba de acuerdo, que nos veríamos mañana a la misma hora y en el mismo lugar, y que estuviera preparado para una prueba física poderosa. Y nos despedimos.
Al llegar a mi casa busqué en mi agenda de la preparatoria el número telefónico de Luz. Luego de haberle marcado, me contestó. Tenía años sin hablar con ella. Se puso tan contenta por escucharme y porque me había dado la oportunidad de buscarla. Después intercambiamos información personal y por último, cuando me dispuse a preguntarle por su padre, ella misma lo sacó al tema diciéndome que le habían detectado esquizofrenia catatónica y que se encontraba extraviado. Enmudecí. Me dijo que tenía dos semanas, pero que había estado haciéndolo consecutivamente. Fácil, ésta era la sexta vez que se le había extraviado en este año y ya estaba cansada, desgastada por vivir bajo esa situación. Hubo un silencio al otro lado de la línea. Supuse que a mi amiga se le estarían escapando un par de lágrimas. Quiso decir algo, pero se le desmadejó la voz. Posiblemente se mordió los labios tan fuerte, que se negó a hablar porque seguro diría algo que la haría arrepentirse después. No supe si decirle que había visto a su padre, que habíamos tenido una conversación futbolística. Tampoco supe si era mejor mentirle o guardarme todo para mí. Hay veces que dejo todo a la intuición, actúo con base a la intuición, pero últimamente me ha estado fallando. He meditado muy seriamente cambiar de estrategia. Quizá así las cosas puedan salir como mejor deben salir. Me tardé tanto en hablar y Luz también, que terminó por despedirse. Me deseó felices fiestas, que no me olvidara de ella. Y me colgó. Dudé en volver a marcarle. Dudé en meterme a bañar. Dudé en volver a salir al estadio. En lugar de eso, me vine a la computadora y me puse a escribir esto.