Este libro es el quinto publicado por Rodrigo Fresán. Antes hubo una novela, Esperanto (que será publicada en Francia por Gallimard y en Italia por Einaudi) y tres volúmenes de cuentos: Vidas de santos, Trabajos manuales, e Historia argentina, su primer libro, que será reeditado por Tusquets a fines de julio y traducido al francés.
En la actualidad, además de su trabajo en Página 12, Rodrigo Fresán prepara una antología de John Cheever que será publicada por Emecé y trabaja en sus dos próximos libros que, por sus diferencias, permiten una escritura paralela. Cuenta que siempre tiene unos seis o siete libros pensados, que no tiene memoria de un solo día de su vida en que no supiera que quería ser escritor y que lo iba a ser.
-¿Esa certeza se vive como una felicidad o como una condena?
-En realidad, como una moneda de dos caras. Yo recibí una educación muy agnóstica, muy atea, muy sesentista, y creo que el hecho de tener una vocación muy firme suple mucho la idea de un dios o de alguien a quien agradecer, o con quien sentirse en deuda. Yo me siento en deuda con mi vocación todo el tiempo. Una deuda placentera, que pasa por la idea de tener que seguir escribiendo y hacerlo cada vez mejor.
-Su deuda parece haber sido contraída sobre todo con los autores americanos contemporáneos.
-Sí. De hecho, los dos escritores con los que me siento más en deuda son Cheever y Kurt Vonnegut. También me interesan los clásicos: Dickens, Proust.
-¿Y Ford Madox Ford, que aparece citado tan significativamente en su libro?
-El buen soldado es una de mis novelas favoritas; tiene una estructura atómica con la que me identifico. Yo soy más cuentista que novelista, me gusta divertirme con el formato cuento y no creo que el cuento tenga que responder a una estructura tan conservadora como se lo entiende últimamente en la literatura argentina.
-La velocidad de las cosas me pareció, más que una serie de cuentos, una larga reflexión acerca de lo que es narrar que por momentos se acerca incluso a una escritura ensayística. ¿Eso se debe a esa postura suya frente al género cuento?
-La definición a la que llegué en cuanto al género es que, paradójicamente, La velocidad de las cosas es una autobiografía no autorizada, puramente ficcional. Mi trabajo en el libro consistió en partir de tramas muy claras, muy precisas, que después comencé a enrarecer haciendo detonar las historias que contaba. En Historia argentina había una cosa mucho más narrativa pero, a medida que ha ido pasando el tiempo, me he sentido más atraído por la maniobra literaria como parte del argumento. Siempre digo que soy más un lector que escribe que un escritor que lee, y como lector-escritor me interesa, cada vez que leo algo, ver lo que podría llamarse el making off de esa historia. Me interesa mucho la trastienda del asunto. Pero, además de esas reflexiones, este libro narra también historias en el sentido más tradicional de la frase. Yo venía de un libro como Esperanto, que es casi como un guión de cine: puro acontecer, con una estructura narrativa muy sólida. En La velocidad de las cosas, en cambio, la narración se da en forma de monólogos. En realidad, este libro tiene mucho de cierre de capítulo dentro de mi obra. Una despedida que ya se insinuaba en Esperanto.
-¿Qué etapa diría que termina con este libro?
-La de la inocencia: es el fin de la inocencia.
-¿Y qué hay al otro lado del fin de la inocencia?
-Mis libros anteriores estaban muy enamorados de la figura del escritor, me encantan los personajes escritores, es una profesión que siempre me gustó. Tengo recuerdos de infancia muy vívidos de Rodolfo Walsh, de Cortázar, de García Márquez, que venían siempre a mi casa, y de la fascinación que me provocaban. Tuve una infancia muy tumultuosa y creo que los libros eran para mí un refugio, una posibilidad de fuga a mundos alternativos. Pienso que justamente el fin de la inocencia tiene que ver con empezar a pensar menos en la figura del escritor y en pensar más en la literatura que los escritores generan.
-Después de haber publicado su cuarto libro, ¿hay algo que reconozca como estilo propio?
-Quizás, un irrealismo lógico, una especie de reacción frente al realismo mágico, un concepto que hace más hincapié en la idea de lógico y no en la de mágico. Algo en definitiva muy argentino: la aparición de fragmentos de lógica en esta irrealidad en la que vivimos. En mi estilo reconozco también la influencia de la música, incluso más fuerte que la literaria. Yo escribo de un modo muy parecido al sistema de composición de Los Beatles. Planto el cuento y digo: "violines" y después, "guitarras" y así sigo. Mi estilo tiene mucho que ver con Bob Dylan también: frases largas, oraciones en serpentina con altibajos y curvas, como un electrocardiograma. También, la manía referencial: las citas y los guiños constantes que hablan de los autores que están presentes y que han ejercido su influencia en mi escritura.
-¿Qué constantes definen a sus personajes?
-En mis personajes, muchas veces se ven mis influencias: la de Salinger, por ejemplo, en la idea del Mesías íntimo, privado y secreto, el iluminado de cabotaje que no espera comunicar una gran verdad sino apenas comunicarse alguna cosa a sí mismo, asimilarla y tal vez influir a cuatro o cinco personas que lo rodean. Y también hay una especie de glamour de la derrota que es muy argentino, la versión tanguera fin de milenio.
-¿A qué se refiere en su caso concreto esa dicotomía tan clásica entre vida e historias (literarias) que recorre permamentemente La velocidad de las cosas?
-Son dos niveles que siempre van paralelos. Tengo terror a la idea del escritor que se convierte en personaje de sí mismo. La literatura está llena de esos casos: Hemingway, por ejemplo, que después de matar tantos elefantes termina invirtiendo la dirección del rifle. O Fitzgerald, casi el Santo Patrono de los Escritores, el hombre que murió por todos nuestros pecados, alguien que además de escribir libros maravillosos, cometió todos los errores posibles para que nosotros no los cometamos.
-¿Y qué ocurre con esa dicotomía dentro de sus narraciones, más allá de la figura del escritor?
-Ocurre algo muy gracioso: los lectores que no me conocen están convencidos de que yo fui a la guerra de Malvinas o de que trabajé en un restaurante inglés, como sucede en el primer cuento de Historia argentina, etcétera. En cambio, los fragmentos de mis libros que realmente formaron parte de mi vida les parecen los menos verdaderos. En La velocidad de las cosas, por ejemplo, hay muchos hechos verdaderos: es cierto que yo estuve unos minutos muerto cuando nací y es cierto que tengo unas costillas de más.
-¿De dónde viene ese tono tan apocalíptico de su libro?
- Durante todo el año 97 pensaba que me estaba por morir. Además, murieron Osvaldo Soriano, Charlie Fielding. Pero incluso antes que eso ocurriera, yo venía pensando en el tema de la muerte de los escritores, tan fuerte en el libro.
-¿Cuál es su postura frente a la tan mentada muerte de la literatura?
-Creo que va a haber una revancha: volveremos y seremos millones. Cuando se habla tanto de la invasión y la dictadura de la imagen, yo siempre pienso en algo que puede sonar lírico o ingenuo pero que funciona. En el aspecto formal, una pantalla de televisión, por ejemplo, es como el marco de una ventana donde el paisaje está muy acotado. El libro, en cambio, es como una puerta: uno entra en él y puede perderse en su mundo. Cheever antes de morir dijo algo muy interesante al respecto: "Lo que voy a escribir ahora es lo último que tengo para decir y creo que pienso en el éxodo al decirlo... La literatura ha sido la salvación de los malditos, la literatura ha inspirado y guiado a los amantes, ha encauzado la desesperación, y puede tal vez en este caso salvar al mundo". Lo dijo él antes que yo.