Detrás de todos los textos del mundo, escritos por narradores o críticos literarios, existe una suerte de rituales y azares que son utilizados, intencional o inconscientemente, por los escritores para culminar su trabajo. Unos se aventuran con brújula en mano para que su periplo no naufrague en ningún momento y cada línea, cada idea que están escribiendo, sea la ola mansa que converge con la otra y así su viaje sea viento en popa. Otros sin brújula en mano ni cualquier plan de viaje se lanzan al periplo y suelen encontrar el rumbo de su texto cuando el barco está a la deriva o se halla perdido en altamar. Pero al final, sin embargo, corren con suerte y las aguas los regresan a Ítaca más llenos de gracia y aventura que Constantino Kavafis.
Uno de los cuentistas más representativos de USA como John Cheever, menciona Ray Loriga en Días aún más extraños, solía vestir traje todos los días antes de salir de casa a dejar a sus hijos en el colegio. En la puerta del plantel educativo se despedía de ellos diciéndoles: “me voy a la oficina”. Y en un cuartillo cercano que rentaba por un precio accesible, se quitaba el traje y se ponía a escribir, toda la mañana, frente a su escritorio. Cuando llegaba la hora de volver por sus hijos, se vestía de nueva cuenta el traje y salía aprisa por ellos. El ritual de Cheever siempre me ha gustado compararlo con el de cualquier superhéroe que cambia de vestimenta para ocultar su identidad mientras entra en acción, pero en el norteamericano sucede de forma invertida: viste un traje de oficinista fuera de su área de trabajo para hacer que sus hijos lo vean como un asalariado elemental, y para nada como un escritor que intenta conquistar el mundo con sus relatos que escribe por las mañanas, desnudo.
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