Sobre el compromiso con la literatura
Hace una semana estuve en Nayarit, en el encuentro de escritores dedicado a Amado Nervo. Los organizadores me pidieron que escribiera un texto sobre literatura y urbanidad, palabras que, a mi juicio, chocan. Uno escribe para alejarse de todo lo que le rodea. Redacté el texto en un día. Lo hice rápido porque el dar clases en una preparatoria, mi tesis y el proyecto de escribir un nuevo libro impiden que me rinda el tiempo. El texto marca bien una postura que, casi siempre, tengo a la hora de escribir: cuando estoy frente al escritorio no me importa nada más que la historia y mis personajes. Quizá en ese momento surja un terremoto y por ignorarlo termine sepultado entre mis libros y el escombro. Pero moriré feliz, haciendo lo que más amo. Luego de leer el texto en Nayarit, me di cuenta de muchas cosas.
Por ejemplo: soy alérgico a la realidad porque cada día me es más doloroso ver cómo se despedaza este mundo. Dos: a pesar de que me da alergia estar en contacto con la realidad y veo mi biblioteca como la propia urbanidad o escudo protector, existe en mí la preocupación de hacer algo, de querer evitar que se despedace el mundo. Con esto no me refiero a que debo ponerme la playera del punk radical sin argumento, la del lelo que desdeña contra cualquier escritor porque no es aceptado en tal círculo o elite literaria o porque no gana premios o becas, alicientes que sólo ayudan a pagar deudas. En verdad no escribo para ganar espacio o para que me acepten en un grupo, sino para alejarme de las cosas que me pueden afectar. ¿Tengo que nombrar a tantos escritores que nos han repetido la idea hasta el hartazgo de que un escritor se hace en solitario? Se escribe para encontrar una mejor vida. No para perder el tiempo desgastando las neuronas exigiéndoles a otros escritores que se comprometan políticamente cada vez que escriben, o que dejen de escribir para que estén al tanto de si se vende o no PEMEX. Suficiente se tiene con el compromiso de la literatura por sí misma, con ese esfuerzo y martirio de levantarse a diario y lo primero que se hace es encender la computadora y leer lo que se escribió el día anterior. Un oficio enfermizo. Aún así, creo en la literatura como un devoto cree en su religión. En su momento esta actividad fungió para mí como tablón que me protegió del mundo. Ahora mi deuda con ella es hacerle sentir a otros lo que la literatura me hizo sentir a mí.
En cambio, como ciudadano tengo otras preocupaciones. Que los corruptos de arriba no se traguen el poco México que les puede quedar a mis hijos o a los hijos de mis hermanos y amigos. Que los medios de comunicación no nos sigan engañando con su retórica retorcida. Pero si queremos cambiar las cosas, la salida no está en despotricar contra el otro, no está en escribir cartas sin un asomo de inteligencia, donde se destile un pésimo duelo individual: la porfía barata por ser reconocido. La solución está fuera de la literatura. Está en la calle, en las escuelas, en la gente que no recibe educación por su bajo presupuesto. Dar clases en una preparatoria me ha servido de mucho. He aprendido junto a mis alumnos que la mejor manera de cambiar un mundo no es sólo arguyendo ideas contra la corrupción en México. El preguntarnos por qué están así de mal las cosas, desde cuándo comenzaron a estar, por qué no nos aceptamos como mexicanos, por qué tenemos el vicio de negar nuestra cultura y aceptar la ajena y por qué somos unos traidores son unas de las tantas preguntas que debemos resolvernos como ciudadanos, pero aquí está de sobra la literatura.
En este país tenemos muy arraigada la idea de desmadrar al prójimo porque comienza a sobresalir o porque comienza a irle mejor que a uno. El mexicano se caracteriza por hundir al vecino y porque siempre se está quejando. El mexicano se caracteriza por trepador, por querer ganar fama con la ayuda de terceros, cuando terceros no se desbaratan por ellos. “Que si fulano ganó un premio fue porque tiene amigos con el Estado”. “Que si zutano ganó una beca fue porque se acostó con los jurados”. “Que si en tal encuentro no se habló de tal cosa es porque son unos idiotas”. ¡Ya basta! No me interesa la gente que usa la literatura y al oficio de escribir para convertirla en chisme. Ni tampoco las cosas sospechosas que rodean al escritor. Me interesa la literatura por sí misma. Me interesa el diálogo, la discusión de ideas, no los foros de baja estofa que manejan todo como chisme. Hagamos una lucha por eliminar los diretes de la literatura. No cabe duda que por defender esa postura me he ganado muchos enemigos, pero también he estado junto a gente que he querido y sigo queriendo. No entiendo aquellas personas que, enojadas porque no han podido terminar una novela o un libro de cuentos, le exigen al otro hacer lo que según ellos es bueno. Y lo peor, lo agredan porque no tiene o no quiere mostrar un compromiso político. ¿Acaso es obligatorio? No, perdón. ¿Acaso es un deber obligatorio el que el escritor tenga un compromiso con la política? La historia no me va a desmentir. La mayoría de los personajes que se han sentido inclinados por ese tema y que se jactan de humanistas han terminado corrompidos por el poder y el dinero.
El deber del intelectual es proponer salidas, no causar escándalos de lavadero, ni encerdar temas que pueden discutirse y tener solución con la pertinencia y los argumentos adecuados. Muchos de los problemas sociales que tiene México se pueden arreglar si comenzamos aceptar a ese otro como un nosotros, si dialogamos con él sin quitarle o exigirle que cambie su ideología de vida. ¿Quién dice que enseñar es imponer ideas de manera neurotica? Nuestro oficio como escritores lo demanda: escribir es ponerse en el lugar del otro, conocerlo, saber qué desea, qué lo mueve. Mas no censurarlo o negarlo, mucho menos discriminarlo por sus ideas.