Fotografía de Cevart |
El viernes 24 de octubre se presentó en Veracruz mi libro de cuentos Rojo semidesierto en el Centro Veracruzano de las Artes (Cevart). La idea era cerrar las presentaciones en Mérida, Yucatán, para que el Rojo viajara de península a península, es decir, de la de Baja California a la de Yucatán. Sin embargo, el azar, las circunstancias y las personas siempre amables de Veracruz lograron que la última presentación de este año y quizá de esta primera edición del libro fuera en el puerto.
Fotografía de Cevart |
El salón donde se comentó la obra y leí un par de relatos estuvo medianamente lleno. La mayoría de la gente que asistió fueron los participantes del taller de narrativa que impartí en el mismo centro y uno que otro interesado. Debo aceptar que fue una presentación entrañable. Tenía cerca de un año o un poquito más que no leía los relatos que leí y que no hablaba de los motivos que me llevaron a escribir ese libro, así como la trilogía que ahora me hallo escribiendo y vincula al Rojo con dos novelas más. En la presentación rememoré cuando Zacatecas se llenó de inseguridad, cuando, durante el calderonato, México era referencia directa de crimen, impunidad, muerte, narco y gripe porcina; y rememoré también a mis amigos que se unieron al crimen organizado o desaparecieron a causa del desempleo, la inseguridad y las extorsiones.
Cevart |
Aunque la mayoría del auditorio pensaba que el Rojo es un libro sobre Tijuana, la misma lectura de los cuentos aclaró que no, que es un libro que trata de México en general y muchos de los daños que los jóvenes de mi generación hemos vivido o visto. Más tarde, gracias al diálogo que generaron, expliqué que en sus inicios el libro buscaba enunciar al Zacatecas de hoy, un semidesierto teñido de pólvora, nostalgia, nombres que se han quedado en el pasado pero perduran en la memoria, un cielo crepuscular y todo lo que implica la tragedia y la nostalgia. Pero con los viajes y las mudanzas integró lugares de Mexicali y Tijuana.
Una de las asistentes, influenciada por el comentario de la persona que presentó mi libro, me preguntó: ¿cómo hace para no enfermar de angustia por lo que escribe? La verdad, la pregunta me agarró desprevenido. Escribir es un oficio que me hace feliz. El placer que te da el hecho de acabar un capítulo de novela, un relato, una novela entera o libro de cuentos, no te lo da otra actividad. Sientes que has dicho lo que tenías que decir y que no hay nada por lo cual debas arrepentirte. Sino, más bien, mucho que tienes que defender y por lo que debes apostar. Al finiquitar un libro, crees que has traído algo muy tuyo al mundo y no es un hijo.
Cevart |
Si sus biógrafos no mienten, Víctor Hugo jamás enfermó de tristeza al escribir Los miserables, al igual que Revueltas jamás se contagió de lepra por convivir con los leprosos. Y, si llegó a contagiarse, jamás murió de lepra o por la lepra. Cuando uno escribe juega con un sistema de contrapesos constituido por la realidad y la ficción. Mucho de la realidad se queda en el traslado al papel y mucho de la ficción se mete en el modelaje de esa realidad mientras se escribe. Si bien el Rojo parte de la realidad mexicana, en qué se convierten la vida de las personas que se ven tocadas por la violencia, sus cuentos en esencia no sólo hablan de la crueldad, la muerte y la tragedia; rescatan la esperanza y la nostalgia.
Cevart |
Otra de las preguntas de la persona que me presentó y, para ser honesto, me sorprendió, fue: ¿por qué haces narcorrealismo con tu literatura? Ya en Monterrey, no hace más de dos semanas, en una mesa de diálogo propusimos varios escritores de mi generación que a nosotros no nos interesa hacer narcoliteratura o narcorrealismo ni como opción para entrar a una editorial comercial ni para obtener la atención de los lectores. Escribimos sobre la violencia y sus consecuencias porque es lo que prima en nuestra vida: todos tenemos un amigo desaparecido, a todos nos alcanzó el rumor de un secuestro, la luz de la pólvora, muchos hemos visto o escuchado las quejas por extorsiones y, lo que es peor, miramos a diario en las redes sociales, los noticieros y otros medios de comunicación el cinismo con que se manejan algunos mandatarios ante el dolor de los que han sido tocados por la tragedia.
Y esta preocupación, en mi caso, no me la han heredado directamente los escritores mexicanos, mucho menos aquellos que ahora estiman y desestiman el Noir, sino los narradores de Colombia que buscan ficcionalizar las consecuencias psicológicas, sociales y hasta económicas que dejó el conflicto entre el aparato de seguridad del Estado y el crimen organizado, así como los grupos insurrectos. Si ya los periódicos, los narcorridos y otros tantos medios hacen homenaje a esta guerra como si se tratara de aqueos y troyanos, ¿por qué uno debe seguirles el paso?
Fotografía de Javier Casco |
Veracruz es una ciudad que me ha tocado profundamente. Aquí dejo buenos amigos y largas caminatas nocturnas. Y un redescubrimiento: hace apenas unas semanas no había podido escribir ni siquiera un suelto o comentario sobre literatura, los días que he estado aquí me ayudaron a retomar partes de la novela y escribir dos entradas para esta página. No sé si se deba a lo que el doctor Javier Casco me dijo las noches que bebimos en el Diligencias, algo sobre Juan Vicente Melo y José Emilio Pacheco y Veracruz como el buen lugar para escribir. Lo que sé es que volveré pronto y espero sea en las fechas del carnaval. Por ahora, debo hacer mi maleta para viajar a Campeche, donde impartiré una charla sobre escritores nacidos en la década del ochenta.