jueves, 3 de noviembre de 2016

Ochenteros, nuevas voces de América Latina en la FIL de Guadalajara


Estimados amigos, nos vamos a la FIL como una voz narrativa de América Latina.



Todo inicio en julio de 2016 con un correo de Laura Niembro, la directora de contenidos de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Laura me explicaba que la feria cumpliría en noviembre 30 años, que se tendría como invitado especial a América Latina y que estaban preparando un programa de narradores jóvenes nacidos en la década de los ochenta, cuyo trabajo no sólo mostrara calidad literaria, sino desde la ficción estuvieran al pendiente de su entorno, de su país de origen. En ese mismo correo, Laura también me especificaba que, tras consultar a un grupo de especialistas y escritores, mi nombre y mi trabajo había salido a la luz y por ello me pedía que le anexara como respuesta mi trabajo publicado o que estuviera por publicarse, para someterlo a un filtro de curadores conformado por libreros, editores, escritores, lectores de pie y los mismos organizadores de la FIL. 

Luego de responderle emocionado a Laura, y anexarle lo que me solicitaba, no esperé, para ser honesto, que pasara mucho; es decir, no esperaba la respuesta positiva que vendría después. Quien ha seguido mis pasos en esta página seguro se ha dado cuenta de que, aparte de escribir, tengo la afición de leer a mis contemporáneos, a los escritores jóvenes mexicanos nacidos durante la década del 80, que han publicado uno a más libros, que están ganado premios o becas o se habla de ellos en algún diario nacional (la prueba está en la sección de Entrevistas de mi página, y en un dossier de narrativa que me encargó la revista Punto de partida de la UNAM que saldrá este mes también durante la FIL y del que les daré noticias pronto), esa tarea siempre me hace deducir que entre más narradores jóvenes hay en México, más grande se hace el abanico de posibilidades para que un lector elija la obra de uno, y más complicada todavía se hace la elección de especialistas o escritores al momento de hacer una lista o una curación, siempre y cuando esa tarea esté exenta del amiguismo, compadrazgo o el dedo imperativo que premia la meritocracia, ejercicio común en los representantes de la cultura nacional.

Como materiales literarios envié mi libro de cuentos "Rojo semidesierto" y la novela "Nunca más su nombre" que está por publicarse, mi idea fue ofrecer una muestra de la Trilogía del semidesierto que trabajo actualmente para que tuvieran un panorama general. Sin embargo, debo confesar que "El amor nos dio cocodrilos", mi primer libro de cuentos, fue quien en realidad abogó por mi obra desde un inicio. Una prueba más de que las bondades de los ebooks obran de manera misteriosa en la promoción del trabajo de un escritor. 

La respuesta de Laura llegó en agosto, tal como llega el calorcito a Tijuana, los primeros vientos de Santa Ana y las ganas de salir a correr. Sus palabras fueron: 

Estimado Joel:
Como sabes la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que celebra este año su 30 aniversario de la mano de América Latina como región Invitada de Honor, está preparando un programa literario con autores nacidos en la década de los 80’s, para lo cual llevamos a cabo una exploración literaria en el continente y seleccionar a los autores que serán las voces de este programa.
El comité curatorial literario encabezado por la Feria después de leer tu obra ha coincidido en que debes representar a México en este programa; de tal forma que queremos invitarte a que nos acompañes en Guadalajara y seas parte de esta celebración literaria ochentera.
Si esta propuesta es de tu interés, te enviaremos más información al respecto.   
Y lo que siguió fue preparar el Cuaderno azul, antología que reúne los cuentos de mis alumnos del Seminario de Creación Literaria en la universidad donde doy clases. Y finiquitar el dossier de narrativa de los ochenta que me encargó Punto de partida desde febrero de este año y la escritura de un libro de cuentos que tengo reposando.

El día de hoy se publicó la revista electrónica e impresa que ofrece una muestra del trabajo de los 20 narradores seleccionados de 13 países: Argentina, Brasil, Chile, Perú, Nicaragua, Bolivia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, Guatemala, Uruguay, Venezuela y México. Este trabajo, titulado con el nombre "Ochenteros: nuevas voces de la narrativa latinoamericana", en gran medida se debe a Melina Flores, la encargada del programa de América Latina e invitados especiales. Melina, no sobra decirlo, estuvo al tanto del material gráfico y literario de los autores aquí seleccionados y con ella tuve correspondencia, a la fecha, más que con mi madre, pues está al pendiente de cada detalle para la participación de cada uno de los ochenteros en la FIL. 

En la lista pueden encontrar nombres conocidos y muchos desconocidos, pero también buenas sorpresas. La lista está conformada, algo que se agradece, por 10 mujeres y 10 hombres. La integramos 4 mexicanos y al parecer soy el único norteño. El lector puede consultar la revista dando clic a la imagen. Y puede consultar también el programa literario de las participaciones de cada uno, así como su semblanza de manera virtual dando clic al título siguiente:






Los días que participaré en la FIL son el 26, 27, 28 y 29, pero estaré en Guadalajara hasta el 30. Quise hacer un esfuerzo extraordinario para escuchar fechas siguientes a George RR Martin, el creador de Game of Thrones, pero me fue imposible. Aún así, estoy programado en la mesas de diálogo Viva América Latina, Cuando escribir duele y Los que están y los que vienen. Para ver más información sobre estas participaciones y sobre los autores que acompañaré y me acompañarán, den clic a la siguiente imagen. 

   

Nos vemos en la FIL. Nos vemos en los libros.

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Una novela sobre Héctor G. Oesterheld, el guionista desaparecido



Continuum, una novela sobre Héctor G. Oesterheld, de Edgar Adrián Mora Bautista (Puebla, 1976) trata sobre la vida, legado y desaparición de uno de los más emblemáticos guionistas del cómic e historieta en Latinoamérica. Pero también es una novela corta sobre los desaparecidos durante el periodo de reorganización nacional en la Argentina de 1976 a 1983, fechas en que los nombres de Videla, Massera y Agosti eran famosos y temibles por la cruel dictadura que perpetraron para cercenar, manipulados por los hilos trasparentes de la Guerra Fría norteamericana, la insurrección social contrapuesta al capitalismo. 


Mora Bautista, luego de indagar en los documentos que recuperó, como las historietas creadas por el guionista, documentales, biografías especializadas, series de televisión argentinas, su tesis misma de maestría y las conversaciones que otros investigadores han tenido con la familia sobreviviente de Oesterheld (una viuda y dos nietos), cuenta en 83 páginas parte de la existencia de uno de sus escritores favoritos y urde, sin dejar de lado la intuición narrativa —esas suposiciones que algunas veces son más creíbles que la verdad misma—, un perfil que nos acerca y ayuda a entender la militancia política de Oesterheld, la cual originó la desaparición y muerte de sus cuatro hijas; y su visión creativa, es decir su poética como fabulador de historias al crear personajes y anécdotas que se oponían desde una orientación pedagógica y literaria a la dictadura de la época, bajo el argumento de que el escritor debe educar y avispar el sentido crítico de sus lectores, aun ante la amenaza de la muerte, disfrazada como reorganización social, ese eufemismo que encubrió durante mucho tiempo la palabra exterminio en Argentina. 

Continuum significa, en el lenguaje de El Eternauta, una de las historietas de Oesterheld, posible espacio paralelo al mundo que vivimos. En esta obra Mora Bautista parece decirnos que continuum significa la vida de Oesterheld que deberíamos, mejor dicho, estamos obligados a conocer, o también, ese espacio metafísico a donde se van los que han desaparecido en este otro espacio que llamamos vida. 

La novela esta escrita por un lenguaje calibrado, contenido y sugerente. Sus silencios entre un episodio y otro abren al lector las puertas de las interpretaciones y conjeturas, y hay, también, uno que otro destello de luminosidad como en esas series de televisión donde es fundamental lo que comparte un personaje con otro a través de los diálogos y los posibles presagios que se esconden entre líneas. Estas viñetas circunstanciales no tienen una estructura lineal en la historia misma, se presentan como episodios encadenados por un hilo narrativo en espiral trazado, en apariencia, por un escritor entre la sombras que jamás es nombrado, ni tiene una vida propia, pero que narra influido por la empresa de dar a conocer quién fue Oesterheld y cuál es su legado. El entramado de la novela va de adelante hacia atrás y viceversa, como si Edgar Adrián Mora nos insinuara que cada uno de esos episodios son los recuerdos de un hombre que está esperando, cautivo en un campo de tortura y exterminio, que se le acaben los días en este mundo y lo único que puede hacer es contar sus últimos minutos con vida. 

Estas viñetas, o postales episódicas, muestran a Oesterheld en su casa, una noche, como todas las noches, escribiendo a lápiz y libreta como si dictara al mismo Juan Salvo, uno de sus personajes; lo muestran aceptando escribir la biografía del Che, sin temor a que su nombre se escriba en un futuro en la negra y temible lista de personas indeseables para el gobierno, esa misma lista que luego se habría de convertir en la de los desaparecidos; muestran a un guionista recordándonos, con un dejo de humildad y seguridad al mismo tiempo, que tuvo más lectores que Borges, porque el código literario de la historieta, que para muchos es basura o material para analfabetas, fue reconfigurado por Oesterheld bajo el objetivo de que las historietas también pueden poner retos intelectuales a los lectores jóvenes y llegar a donde ningún texto escolar lo ha hecho. Estas viñetas episódicas nos hablan también de un guionista que se le perdona, gracias a la empatía que ha generado ya con el lector, la presunción cuando revela las verdaderas razones del apodo de Ringo Star, el baterista de The Beetles: “Ringo se llama así porque quiso ser uno de mis personajes”. Siempre le gustaron los vaqueros y vestía como si fuera uno. En Inglaterra se lanzó uno de los cómics de Oesterheld, llamado Randall, con el nombre de Ringo. Y de ahí vino su nombre. 

En contraposición a esos sucesos, Continuum aborda también la oscuridad de los días de Oesterheld frente a sus verdugos, adultos alineados a las órdenes del dictador (antes niños, antes lectores de sus historietas), en el campo de exterminio y el cómo resistió hasta que esos mismos verdugos, antes sus lectores, dejaron de verlo como el preso etiquetado por un número.

Aunque esta novela maneja un conflicto sucedido cuatro o cinco décadas atrás, hay en ella una vigencia paralela a los sucesos de las personas desaparecidas, o personas no localizadas, otro eufemismo gubernamental, pero éste del México actual, cuya cifra ha superado la de la época de Héctor G. Oesterheld. Edgar Adrián parece decirnos entre líneas que Latinoamérica y Sudamerica está hermanada por la tragedia y que las desapariciones de los hijos de ambas regiones se deben a que nadie se hace responsable de sus propios actos, y se culpa siempre a los tentáculos de la guerra, como si la guerra misma tuviera facultades autónomas para destruir a los seres humanos sin nadie quien la dirija. 

“Me gusta pensar como Pike”, nos dice Mora a través de Oesterheld, “que la guerra es la culpable de todo. Pero la guerra no siente, no habla, no mea. Los hombres somos culpables de todo lo que pasa. Nadie es inocente. Pero todos se asumen víctimas de las circunstancias. Una raza de víctimas, eso es el hombre…”. 

Somos una raza de víctimas, decimos los lectores al terminar de leer esta novela.


Para conseguir esta novela da clic aquí, la editorial Paraíso Perdido.
Para conocer más del autor, acá, el blog de Édgar Adrián Mora.

lunes, 10 de octubre de 2016

Cuadernos de colores, antología del Seminario de Creación Literaria





Daba el año 2014 y Cetys Universidad, donde hacía años había impartido clases como maestro de asignatura, me pidió trabajar con ellos pero ahora como titular de un taller de creación literaria. ¿Taller?, pregunté yo. ¿Por qué mejor no un seminario?, sí, un seminario donde no sólo se hable de literatura, sino de series de televisión, de música, de cine y, sobre todo, de los libros que nos faltan por leer y de los cuentos que nos gustaría escribir.

La maestra Yvonne Arballo no dudó en aceptar la propuesta, como tampoco dudó, luego de un par de meses, trabajar ella misma sus propios textos a mi lado y al lado también de otros alumnos que poco a poco se fueron uniendo al seminario, como se fueron uniendo también uno que otro profesor y egresado. La idea original era que los estudiantes de una universidad técnica y superior, con estudios en ingeniería, psicología, derecho y negocios se fueran relacionando con el quehacer literario y el proceso creativo de un texto, sus formas de empezarlo y estructurarlo, para después conocer las herramientas importantes que nos ayudan a pulirle, como diría el viejo Quiroga, los ripios, o bien, como lo aconsejaría Hemingway, a escribir con la goma.

Luego de un semestre nacieron, gracias al empeño y vocación de las estudiantes, en su mayoría mujeres, una serie de cuentos, luego vinieron más y más cuentos y, al contrario de “Casa tomada”, nosotros decidimos no salir del aula y meter todos esos cuentos en el Cuaderno amarillo, un trabajo editorial que reúne alrededor de 10 piezas narrativas escritas por preparatorianos, universitarios, egresados, profesores y maestrantes.

La idea era que ese ejemplar debiera tuviera las cualidades suficientes para que un experto en literatura se le antojara leerlo por gusto, pero también para que un estudiante de derecho o psicología o mercadotecnia se acercara a él atraído por su concepto editorial, sus ilustraciones y contenido narrativo. Para ello recurrimos al formato de cuaderno de viaje  y el resultado fue el siguiente:




Y bueno, el trabajo no termina. El día de hoy, en medio de un montonal de pendientes (como la invitación de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara para que participe dentro del marco #ochenteros, proyecto del que hablaré posts más adelante, y la invitación de la revista Punto de Partida, que me encargó un dossier de narrativa, también del que hablaré posts más adelante, y la organización de la siguiente Feria del Libro de Tijuana y el futuro medio maratón que correré el 30 de octubre en Los Ángeles, proyecto también del que hablaré en otro post), estamos trabajando en el Cuaderno azul, es decir, el segundo tomo de una colección editorial que nos aventuramos a llamar Cuadernos de colores, cuyo objetivo es publicar cerca de unos cinco cuadernos.   
En esta nueva antología se incluirá el cuento que ganó el concurso Francisco Cabrera Tapia convocado por dicha universidad, otro proyecto que iniciamos este año, y las tres menciones honoríficas; así como, sobra decir, los cuentos de mis alumnos escritos en el seminario. El libro contará con las ilustraciones de la tapatía Ana Jiménez, quien en su haber ha ilustrado el pabellón infantil de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, alrededor de 10 cuentos largos y mi prólogo.
Como es una publicación universitaria, el ejemplar sólo se consigue en Tijuana, Ensenada y Mexicali. Sin embargo, al salir el siguiente, tengo la ocurrencia de rifar 10 ejemplares en mi página de autor: @escritorjoelflores. Las especificaciones saldrán en enero y también las compartiré por aquí. Por mientras, les mando un abrazo.      
             


Se nos fue el sensei, apuntes sobre mi amistad con David Ojeda



Durante la madrugada de hoy me enteré de la muerte de David Ojeda. No podía dormir y me estaba dando vueltas en la cama. Se me ocurrió ver las notificaciones de mi celular y Édgar Adrián Mora me avisó: el maestro acaba de fallecer. Se me fue la madrugada y salió el sol otoñal con sus vientos por el oriente.
A David Ojeda lo conocí gracias a Gonzalo Lizardo, quien le dio referencias sobre mi trabajo cuando yo apenas tenía 22 años y quería escribir mi libro de cuentos El amor nos dio cocodrilos con una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. David fungió como mi asesor durante 2006-2007. Convivimos en San Luis Potosí-Guanajuato-San Luis Potosí durante 12 días, y rápido me agarró cariño porque le recordaba a Zacatecas, lugar donde vivió muchos años, y también porque uno de los cuentos que yo había escrito entonces le movía mucho el sentimiento. De Ojeda recuerdo sus lecciones sobre las cantinas del Bajío, el mezcal y su amor encarecido por San Luis, pero si me preguntan qué recuerdo más, diría que dos cosas: una es la lección sobre el arte de contar mentiras que me enseñó aquellos años y otra la contaré párrafos más adelante, quizás en el final de este apunte.

De derecha a izquierda: David Ojeda, 

Alfredo Carrasco, Carlos Dzul, Édgar Adrián Mora, 
yo, Gabriel Vazquez y Glafira Rocha. 
Noviembre de 2007.
Una tarde, antes de la reunión de trabajo en el Teatro de la Paz, nos encontramos accidentalmente en Plaza del Carmen luego de comer. Cuando lo saludé, David me dijo: “Ese Joel, no te reconocí, ¿les hacemos una broma a los otros?”, se refería a Édgar Adrián Mora, Alfredo Carrasco, Carlos Dzul y Glafira Rocha. Yo asentí sin saber a qué se refería. Luego me pidió que me tardara unos 10 o 15 minutos en llegar al teatro y que me fuera a paso lento para que él fraguara todo. “Si logro convencer a los 4 cuentistas de que te acaban de madrear, ¿me invitas un mezcal?”, me propuso Ojeda y de volada entró al teatro y, pasados los minutos, vi cómo Gabriel y Adrián salían corriendo del recinto con el rostro pálido, buscando en la calle una ambulancia y a los paramédicos subiéndome en una camilla a ella. David los había convencido con los artilugios de la ficción, que manejaba muy bien, de que había visto a alguien muy parecido a mí peleándose con otros malandros y acabar tendido en la banqueta con los dientes quebrados. Al verme caminar sonriente y tranquilo hacia el teatro, los cuentistas me dijeron: “no mames, David nos cuenteó”. 
Pasaron los años y, paternalista como era, mi relación con David no acabó con la beca del Fonca y es una de las amistades que más le agradezco a Conaculta. Ojeda me escribía correos cuando me dieron una residencia para escribir en España, cuando volví a México; pero también, receloso, cuando me expresaba bien de escritores que no le caían en gracia o cuando me expresaba mal de los que admiraba o eran sus amigos. “Ése es mala influencia y seguro es… ya sabes”; “deberías de leer tal libro de aquel para que dejes de pensar así”.
El paso de los años siguió y alguna vez lo vi en Ciudad de México, cuando presentó su libro de cuentos Perros de casa y tiempo después, de manera muy rápida, en Zacatecas durante la celebración de las jornadas literarias que recuerdan a Velarde. David bailaba con la ayuda de un bastón y de Laura, su pareja, junto a su grupo de escritores y el burro mezcalero en una callejoneada, yo pasé presuroso hacia el periódico donde trabajaba como editor. Por eso nada más nos abrazamos y nos dijimos: “al rato nos vemos”. Pero ese al rato se prolongó.
En esta vida todo pasa muy rápido y de pronto el 2007 se me convirtió en 2011. Me vine a vivir a Tijuana y David no perdió la costumbre de escribirme: “Ese Joel, a ese ritmo que vas, seguro acabas en Alaska”. Y en parte tenía razón, pues siempre supo de mi amor a Zacatecas (cosa que le gustaba), pero también de mis ganas de irme de Zacatecas (cosa que no le agradaba tanto). Hubo un distanciamiento, como en todas las amistades, pero siguieron sus mensajes privados por Facebook o los comentarios debajo del post en momentos importantes. Me escribió cuando me casé en la Iglesia de Fátima; me escribió cuando gané el premio Sor Juana Inés de la Cruz y me felicitó, a su manera, por ser de los más jóvenes en obtenerlo; me escribió cuando leyó el Rojo semidesierto; y me escribió también cuando el premio Juan Rulfo cayó en mis manos: “vas bien, vas bien”, eran sus palabras. Y yo sentía que seguía siendo ese maestro que se esmeraba en dejar herencia en los jóvenes en sus talleres afincados en el Bajío y en la frontera de Juárez con El Paso. En alguna ocasión también nos regaló a Flor y a mí la estadía de cuatro noches en un hotel en Puerto Peñasco, pues Laura tenía mucho trabajo y no podían viajar. “Ándale”, me escribió por inbox, “se me hace que no han tenido luna de miel”. Sin embargo, por labores mías y de Flor no pudimos aceptar el regalo. Y la respuesta de Ojeda fue: “Nimódulo lunar, mi Joel”.

La última vez que nos vimos fue en Chiapas. Inocente como soy, por la amistad me involucré sin pago ni beneficio en la organización de un festival de literatura, con el fin de que se uniera la poesía con la narrativa y se conectara la frontera chiapaneca con la bajacaliforniana. Todo fue un fracaso, si me lo preguntan ahora, y la razón por la cual ya no acepto ese tipo de encomiendas o pedidos, ni confío en la gente que te llama hermano o hermanito. Durante la selección presurosa y desproporcionada, recuerdo que en una llamada el organizador me dijo, quizá porque sabía de mi admiración hacia David: “llamé al SNCA y Ojeda está disponible, lo vamos a traer”. “Está disponible porque está enfermo”, llegué a decirle, “tu festival no cuenta con el soporte para tratarlo como se merece y sabes que viajáremos mucho”. El organizador no me hizo caso y a la fecha es una de las cosas que le agradezco y le reprocho.
En San Cristóbal se me pidió que presentara al maestro en una mesa. Lo recuerdo más flaco, más moroso para caminar y ayudado por un bastón que ya no era el que le ayudaba a bailar en las callejoneadas zacatecanas, sino uno de aluminio recomendado por algún médico, y también la señal de que la diabetes no se iba a detener. Pero David seguía teniendo ese encanto: hablaba y hablaba como la primera vez que nos conocimos: lúcido y con la memoria a flor de piel. En Comitán, luego de que se acabaron las presentaciones, me llamó para decirme que me estaba en un bar al lado del hotel. “Deja a esa bola de escritores, vamos a platicar lo que tenemos años sin platicar”, me dijo. Llegué al bar iluminado por dentro por luces neón y él era el único en una mesa llena de botanas y cerveza. Entre la salsa y la cebada me dijo su último consejo: “se ve que tu vieja te quiere un chingo; de las que te he conocido, se me hace que es la única que te quiere de verdad, cuídala, que tú huyes hasta de tu sombra”. Ése era el gran David, no perdía la oportunidad para demostrar afecto a través de sus consejos. Y aunque desde pequeño la falta de imagen paterna en mi casa me hizo renuente ante cualquier consejo o sugerencia de algún amigo mayor que buscaba verme como hijo, a David se las pasaba, porque era así con todos, al menos con los que lo acompañaron.

El festival se cerró con una mesa dedicada a Óscar Oliva y otra a David Ojeda. En la mesa le pidieron al cuentista que leyera uno de sus relatos del libro Perros de casa. Él se negó, pero se lo volvimos a pedir y, sólo cuando empezamos a ver que arrastraba la lengua y le temblaban las manos, entendí que no sólo estaba enfermo de diabetes y que ese bastón no sólo le servía para orientarse en el camino. Aguerrido como era, Ojeda leyó el cuento completo mientras yo les sostenía el libro o el micrófono. Al me hizo sentir que había sido mi culpa el que lo obligaran a leer o igual me culpé por no haberle preguntado antes a solas si podía leer. Se disculpó por las formas tras la lectura de la última línea de su cuento. Luego platicó con Oliva sobre el recién fallecido Miguel Donoso Pareja, la creación de los talleres literarios en México y el nacimiento de los premios de Bellas Artes.
Ya entrada la noche, Carlos Martín Briceño, David y yo terminamos cenando tacos de arrachera y cochinita en un restaurante de San Cristóbal de las Casas. Hablamos de libros, perros y de Ramírez Heredia. Casi al rozar la madrugada llegamos al hotel y, mientras me despedía de David, le recordé el segundo episodio que me hace rememorarlo con alegría. Me refiero a la tarde que invitó a los del Fonca a su casa a comer carne asada y a beber whisky para cerrar la beca, esa misma tarde que descubrí a un ser humano que amaba a los animales casi como amaba a los seres humanos, esa misma tarde que lo vimos alimentar con croquetas a sus dos perras y a una rata rechoncha y de pelo sedoso que se escondía en una esquina de su jardín.
David, le dije, sólo un buen hombre adora a las ratas.
Nos dimos un abrazo y el maestro me respondió: “es que todos somos animales, Joel. Todos somos ratas de alcantarilla”.         



martes, 27 de septiembre de 2016

Sobre la serie de televisión Easy, un repaso a los cuentos sin centro





Corría el año 2007 y yo estaba muy apurado por escribir cuentos que no se parecieran a los que escribían los maestros del boom latinoamericano. A mis manos llegó Short cuts de Raymond Carver, un autor del que había escuchado mucho y leído poco, y del que muchos cuentistas presumían haber aprendido todo lo que saben sobre cómo escribir cuento. Recuerdo que leí en pocos días Short cuts y lo que más me interesó entonces eran las interconexiones o los vínculos que los protagonistas y coprotagonistas de esas historias tenían entre sí, de modo que si un cuento trataba sobre un matrimonio disfuncional, el otro, el que estaba en la siguiente página, trataba sobre algún conflicto del hijo de los vecinos de aquel matrimonio en problemas, y ese elemento de unión o serie se hallaba en otros cuentos más, al punto de que el libro o las historias del libro eran una suerte de estructura explosiva interconectada por líneas muy sutiles, y el lector lo que hallaba en su lectura eran las historias de personas que habitan un suburbio.

De Carver aprendí la idea de los cuentos sin centro, es decir, esa estructura aparentemente circular en la que tres personajes viven y conviven alrededor de un conflicto silencioso, sugerido, latente, que algunas veces se asoma y otras se entierra entre las capas de la trama, pero al final termina por desunir de la forma más cruel o sorpresiva a los personajes; o unirlos bajo una culpa compartida que los acompañará hasta el final de su existencia. Maestro de la elipsis y del narrar en realidad es el arte de la sugerencia, muchos podrán decir que Raymond Carver es el heredero escritor ruso Chejov, y yo me atrevería casi asegurar que es el abuelo de la mayoría de los escritores jóvenes que hacen cuento en nuestros días. Pues todas esas habilidades del género que hace unas líneas esbozaba, fueron aprendidas por el mismo Carver en Iowa, gracias a la enseñanza que John Gardner llegó a ofrecer a sus alumnos de escritura creativa, donde por accidentes del tiempo o el destino el autor de Catedral estuvo. Dentro de aquella amistad Gardner-Carver (se puede leer más en Para ser un novelista, libro que el mismo Raymond prologa con un texto confesional sobre su formación con Gardner), hay un rumor que quiero destacar y es uno con el cual crecimos los seguidores del autor Hazme el favor de callarte, por favor: se dice que Carver, al terminar un cuento, se lo mostraba a Gardner para conocer su opinión, pues con el tiempo no sólo se fue convirtiendo en su lector modelo, sino en su editor. Y que el truco que en realidad le enseñó el maestro al alumno fue la de quitarle el centro a los cuentos, es decir, la explicación directa del conflicto, al punto de dejarlo como supresión, que en palabras de la narratología es elipsis. Esa falta de centro la agradece el lector entendido, pues no es más que la eliminación de la “explicativitis” de la trama misma, es decir, la explicación de lo que hizo que los personajes se desunieran o vivieran juntos pero con culpa.


Una de las mejores muestras de la herencia Gardner-Carver se encuentra en la serie Easy, recién lanzada sin mucha promoción por Netflix hace un par de días. Se trata de 8 episodios o historias autónomas e individuales de ciudadanos de Chicago, todos en la línea fronteriza entre la juventud tardía y la etapa adulta, que temen o se niegan a dar el paso hacia adelante por temor a perder su individualidad y lo que han logrado hasta el momento, o bien, por temor a convertirse en adultos que viven bajo la inercia de las responsabilidades y la aparente presión de la paternidad y la familia. La mayoría de las historias están unidas sutilmente, de manera que un personaje aparece de pronto como protagonista en una historia y más tarde no es más que el amigo del principal o el vecino fugaz.

En esta serie hay también una intromisión de las nuevas tecnologías y los dispositivos tecnológicos como elementos de desunión de las parejas o la materia prima de las paradojas de la creación artística. Vemos, por ejemplo, la historia de una pareja que tienen años sin tener buen sexo, ya fuera por el estrés que provoca la ciudad, los hijos, el trabajo. Y, al planear y encontrarse el momento adecuado, los timbres de los celulares sonando cada tres minutos se los impiden y vuelven a caer en la rutina. Otra historia es la de un novelista gráfico que utiliza sus relaciones interpersonales como la materia prima de los libros que publica, al punto de ridiculizar a las mujeres y él quedar como la víctima de una relación desequilibrada y desigual. Pero una seguidora, que al principio se nos maneja como groupie, pero más tarde la reconocemos como una cazadora de historias mostradas en sus fotografías, le da una cucharada de su propia fórmula de creación artística al tener sexo con él y fotografiarlo para después montar esa fotografía en una exposición donde acuden un buen número de jóvenes armados con sus cámaras de celular. El novelista se encoleriza y pide que retiren esa foto porque está siendo ridiculizado y fue montada allí sin su consentimiento. Existe otra historia también (y quizá sea mi favorita) donde una pareja de latinos, tras conseguir una vida próspera y cómoda en Chicago, decide formar una familia comprando un sillón para la sala de su departamento, donde se esforzarán para embarazarse. Sin embargo esa búsqueda de felicidad se ve truncada tras la aparición de un tercero en discordia, que no es más que la visita del mejor amigo y ex novio de la chica. Al mezclarse esa triada novio, novia y ex, los sentimientos que otrora se creían desaparecidos, renacen entre los ex, y el sillón cumple su función pero no con los personajes que esperábamos en un principio de la historia. Hay más episodios, como la de unos hermanos que montan, mientras una de las esposas está por alumbrar, una fábrica de cerveza artesanal como una válvula de escape hacia su época dorada con su hermano. Hay otra, y quizá esta interese a los consumidores de Hollywood, protagonizada por Orlando Bloom, donde el mismo Elfo del Señor de los anillos aparece semidesnudo y cargando un bebé.


 Easy está escrita y producida por Joe Swanberg, un guionista y actor de Detroit que ya alguna vez colaboró para la serie Love, también proyectada por Netflix, que se ha hecho de una buena reputación a sus escasos treinta y algo años, explorando como tema en su trabajo las relaciones interpersonales jóvenes, los sentimientos que los unen y desunen y también esa línea fronteriza que existe entre la adolescencia tardía y la etapa adulta, sin dejar de lado, por supuesto, la injerencia que tiene en el comportamiento humano las nuevas tecnologías de la comunicación, como las redes sociales.  

lunes, 19 de septiembre de 2016

Entre los hechos reales y la ficción, una reseña sobre Vientos de Santa Ana, de Daniel Salinas Basave






Es casi un asunto modal que un número considerable de escritores se inclinen por el género detectivesco como una de las maneras más adecuadas de hacer literatura y así capturar las disfuncionalidades políticas, sociales y culturales de México, pero también para destacar que dentro del drama nacional provocado por la mafia, el crimen o la corrupción, la comedia a cuenta gotas o a borbotones también tiene cabida. Pareciera, tal y como dicen los escritores de la teoría sobre la construcción de la novela, que las tramas más consumibles son aquellas que pretenden responder poco a poco, mientras se construye la tensión, la intriga y el suspenso de la novela, una pregunta valiosa clavada como corazón en medio de las costillas de la historia. Una pregunta dramática que late persuadiendo al lector y que es el pivote de acción tanto de los personajes como del escritor mismo a la hora de narrar.
Padres de lo detectivesco en México, o de este modelo de intriga, son Jorge Ibargüengoitia y el mismísimo Rafael Bernal. Creadores ambos de detectives o investigadores por accidente, o de detectives de segunda mano, que son arrastrados por el destino para resolver un crimen hasta las últimas consecuencias. De ellos han nacido, muchas veces ayudados en gran medida por el imaginario negro norteamericano o el reciente Noir escandinavo, una especie de vástagos que van desde boxeadores o amigos de pugilistas que se bajan del ring para librar una lucha contra un grupo sanguinario, exmilitares o exagentes de la judicial que desean hacer justicia bajo su propia mano, o exsicarios arrepentidos y alterados por la venganza, así como agentes de mayor rango que pelean contra una verdadera maquinaria norteña del miedo. Todos ellos héroes o antihéroes de una historia donde de antemano se sabe que no habrá un día más para vivir y lo que importa, si no es revelar la pregunta que los motiva a seguir, al menos es rozar una parte de esa verdad que los ayudará a morir un poco satisfechos.
Dentro de este marco de referencias del género, es novedad leer en Vientos de Santa Ana, de Daniel Salinas Basave, una historia de detectives, en momentos dedicada a la reflexión ensayística, en la que dos periodistas anillados por una pregunta compartida desean la fama o el renombre en un país donde su oficio es sinónimo de suicidio y la impunidad se erige con todos los esfuerzos de la ley. La pregunta dramática que motiva la novela de Daniel es la misma que un medio de comunicación local de Tijuana llamado “La X” se ha hecho desde 25 hace años semana tras semana en el interior de sus páginas: ¿Por qué me mataste, Alfio Wolf?
Pieza narrativa a dos voces, algunos capítulos de Vientos de Santa Ana están narrados en segunda persona y desarrollan la historia de Guillermo Damián Lozano, un reportero de un diario tijuanense que pretende incidir en la verdad histórica o legal del imaginario colectivo de la frontera, si es que puede arrancarle una confesión a Salomón Saja, el exjefe de escoltas del mafioso Alfio Wolf, el futuro gobernador de Baja California, sobre quién le ordenó asesinar hace 25 años a Hilario “El Gato” Barba, el ácido columnista del semanario “La X”. Sin embargo, los obstáculos que truncan el camino de Lozano no son sólo salariales y de seguridad personal; Saja es un enfermo de cáncer terminal dentro de un penal de máxima seguridad y, aunque su único deseo es confesar sus crímenes, los mafiosos y sus subalternos se las arreglan muy bien para que los secretos del jefe jamás sean conocidos.
La otra voz en Vientos de Santa Ana es el diario personal de Amber Aravena, una chilena corresponsal de una popular revista latinoamericana que llega a Tijuana persuadida por la mítica historia del zar de las apuestas y también propietario de uno de los zoológicos más impresionantes de Norteamérica, sitio donde se ha dado el nacimiento de una cruza entre tigre y león, especie llamada Ligre, cuyo amo es  Alfio Wolf. Los objetivos de Aravena son, al igual que su colega de oficio Damián Lozano, obtener una entrevista con Wolf, averiguar cómo opera su sique y descubrir si es lo que los rumores apuntan: un mafioso narco junior que ha hecho y deshecho a su antojo en la frontera más importante de México y, sobre todo, si es el actor intelectual del asesinato del columnista “El Gato” Barba.
Los méritos de ambas historias van desde el desarrollo psicológico de los personajes hasta el reflejo y casi mitificación del zar de las apuestas y la ciudad donde habita y anida. Daniel Salinas se sirve de la historia de Lozano para mostrar la rabia de los periodistas, misma que sólo puedo nacer en las entrañas de una sala de redacción, donde a los escritores, al menos a los de piel sensible, se les veta de esa trinchera porque no nacieron para ser buenos soldados o para cazar, como dé lugar, la nota periodística que cubra la portada; y se les pone en riesgo como si fueran caballitos de batalla desechables y se les compensa con un salario raquítico o se les amordaza con la censura una vez que han cruzado la raya. En este recorrido, Salinas Bazave hace un apunte sobre la batalla que libran a diario los periodistas, una mordaz clasificación donde equipara desde los pasquineros o jefes de información y editores con las paraditas de la zona norte de Tijuana o las carísimas scorts contratadas por internet y arremete contra los dueños o directores de los periódicos que sólo vanaglorian a los periodistas cuando están muertos. En ese mundillo corrompido, Lozano no sólo aspira, en una región donde mueren mil mexicanos por año, a revelar desde el reportaje la verdad sobre quién mandó asesinar al Gato Barba, aunque el actor intelectual sea un secreto a voces en una ciudad desmemoriada y todos los caminos conduzcan al Hipódromo; Damián Lozano quiere y cree que él fue elegido por el periodismo para desenredar ese nudo de la historia legal y así redimir su fracaso personal como periodista o al menos hacer valer que la revisión histórica de un hecho puede evitar que un asesino como Alfio Wolf llegue al poder de Baja California como gobernador. 
En el caso de Amber Aravena, cuyo registro lingüístico a ratos suena como tijuanense, luego como chilena, y de vez en cuando como regiomontana, su riqueza como personaje radica en que se convierte en la Virgilio del lector en su recorrido por Tijuana, mostrándole con sus ojos de extranjera una ciudad construida por los mitos más populares o soterrados de México, algunas veces espejismos y otras tantas verdades en apariencia increíbles, casi como los círculos del infierno de Dante, compuestos por canales donde vagan los migrantes e indocumentados como fantasmas arrepentidos, monjas que cuidan a los presos como si fueran sus hijos, zonas rojas donde se serena el sexo y se lava el dinero del narco y, sobre todo, la radiografía profunda de un zar del miedo, su historia y lo que lo rodea. Aravena cristaliza parte de las preocupaciones personales de Salinas Basave, que es la de ser narrador testigo, casi cronista de Tijuana, algo que ya había explorado en su momento Federico Campbell.
Sin embargo, si Amber funge como la pieza clave que clausura la historia de Vientos de Santa y es la protagonista de su momento climático, pues es ella quien consigue estar cara a cara con el gran represor, el gran corrupto Alfio Wolf; el lector podría esperar que debe ser ella quién resuelva la pregunta dramática de la novela y ponga en jaque al aparente enemigo. Pero no sucede así y no es porque no lo haya intentado: la respuesta del presunto asesino es casi una alegoría del cinismo de la cúpula política poderosa del país. Es casi una representación fiel del maquiavélico funcionamiento de la sique de ciertos gobernantes en turno mostrando un doble discurso y el victimismo: no lo maté y en cambio me culpan; yo no lo maté y todos me señalan.    
  La ficción, al contrario de la Historia con mayúsculas, da la oportunidad de remendar o redimir ciertos hechos del pasado que pasaron de tal o cual manera. La ficción, al contrario de la Historia, nos da la oportunidad de hacer ajuste de cuentas con quien creemos que se lo merecen. Si lo atractivo de los acontecimientos narrados en Vientos de Santa Ana es el sistema de contrapesos construido por algunos hechos reales suscitados hace 25 años en Tijuana y el poder evocativo de la ficción en una perspectiva del presente, habría sido un logro más en esta novela que Hilario El Gato Barba, doble del verdadero Héctor Miranda, “El Gato Félix”, se hubiera llamado como tal, al igual que los diarios o semanarios locales que aparecen en la historia. Y habría sido aún más que pertinente que Alfio Wolf no fuera Alfio Wolf, ni el dueño del Hipódromo, sino Jorge Hank, el Pirrurris o el Abominable Monstruo de las Nieves, apodos que alguna vez arañaron a quien se pensaba intocable y alimentaron la acidez de quien motivó a Daniel Salinas Basave a escribir esta novela.



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