domingo, 31 de mayo de 2009

.204.

Crónica de la noche que nos robó el sueño









Son las 5:12 am y llevo más de tres horas en la cama obligándome a dormir. Pienso muchas cosas. Trato de poner mi cabeza en orden y decirme las netas. No se puede andar por el mundo engañando a la gente. Peor: engañándose uno mismo. ¿Qué me quita el sueño? Como son muchas las respuestas, decido bajarme a la biblioteca, lugar donde tengo la portátil, y me pongo a escribir lo que están leyendo. La respuesta más simple y la más acertada es que estoy enganchado. Sí, estoy bastante enganchado a mi trabajo. Ayer, domingo, fue un día productivo, muy productivo. 10 páginas escritas, bien, bravo, aunque lo más seguro es que la elimines mañana o pasado mañana. Hay que tener bien atento el detector de mierda, decía Hemingway. Pero el punto no es ése sino otro. Es, más bien, que me llevo los personajes a la cama. Son como fantasmas. Peor aún, son como bestias hambrientas que no dejan pedirte de comer. Uno grita: Mañana revisas la parte de la casa, no describes nada de ella, va a parecer que no conoces una casa. Otro pide: El final, yo no quiero que me dejen abandonado en el desierto. Échate mano del cine. Revisa Fargo. O Flores rotas, ¿te acuerdas de ellas? Otro implora: Estás seguro que me quieres deportar. Ponte en mi lugar, yo quiero ser feliz, pero no en mi ciudad de origen, sino en el lugar donde habito, allí quiero conocer a una mujer, enamorarme, pero no me deportes. Y así continuamente escucho sus voces retumbar en mi cabeza. Como sé que no voy a dejarme llevar por lo que me piden esos personajes, ni tampoco debo tomar decisiones tan a la ligera, decido desconectarme. Pienso: ¿qué hubiera sucedido si no me hubiera dedicado a esto? Seguro, seguro, como soy un torpe con mi vida financiera, no hubiera puesto un negocio o hubiera invertido junto a otro en negocio. Tampoco hubiera sido médico. Si a la cama me llevo a los que todavía no nacen, ¿qué sería de mi vida si a la cama me llevara a los que no les salve la vida? No, médico no. ¿Ingeniero? Soy idiota con las matemáticas. ¿Pintor? Quizá de brocha gorda, porque de pincel no creo; mi pulso es tan tembloroso que cuando pretendo tenerlo firme, más tiemblo. Entonces es cuando las preguntas llegan con más ganas: ¿por qué decidiste esto? ¿No te da pena saber que esto te ha llevado a abandonar muchas cosas? Entonces recuerdo los noviazgos rotos, la licenciatura truncada, que dejé mi ciudad de origen porque allí las cosas no es que funcionen al revés, simplemente no funcionan. Entonces recuerdo que yo no elegí esto, sino que esto me eligió a mí, y que yo, en realidad, no sé hacer otra cosa más que estar más de 6 horas frente a esta portátil, golpeando el teclado, devanándome la cabeza pensando cómo enderezar la vida de un personaje, cómo enfrentarlo con sus miedos, cómo jugar con lo que está a su alrededor. Y me doy algo de pena, sí, pero no porque este oficio sea ingrato, no. Desde un primer momento, así como el novillero intuye qué será su vida cuando por fin se tiré al ruedo, alguien que pretende entrar a este oficio se las huele que lo hará no por tener dinero, ni por ser famoso, ni por tener un harén de mujeres al lado de su casa en Manhatan. Bien lo escribió Pacheco: En la poesía no hay final feliz. / Los poetas acaban viviendo su locura. / Y son descuartizados como reses. ¿Por qué, entonces, si sabes de antemano que la desgracia se avecina, si sabes de antemano que hay que tener un riñón bien aguantador, para soportar corajes, desencantos y hasta frustraciones? ¿Por qué? La respuesta la he esgrimido muchas veces, pero siempre llegó a lo mismo: porque tengo algo qué decir, tengo algo que quiero compartir con otros, quiero hacer sentir lo que la literatura me hizo sentir a mí la primera vez que tuve contacto con ella. Y como las respuestas me parecen insuficientes, me importa un bledo que sean casi las 6 de la mañana y cojo el celular y le llamo a Juan Gómez Bárcena, alguien que sí tiene las respuestas claras y creo que va a sacarme de dudas.


Se tramita la llamada y del otro lado de la línea escucho a Juan, con su acento cántabro, adormilado porque de seguro, como es noctámbulo igual que yo, no podía dormir. Y le preguntó:


Juan, ¿tienes unos momentos?


¿Qué pasa, macho?, ¿ya viste la hora qué es?


Sí, ya vi, te pido una disculpa, estoy embriagado, pero embriagado de preguntas, no puedo dormir y no sé cuáles son las respuestas correctas para quitarme esta borrachera de encima.


Juan, como siempre, se ríe, piensa que lo estoy haciendo participe en alguno de mis juegos. Piensa que de seguro le estoy tomando el pedo y simplemente le llamé para molestarlo. Pero esto es serio, y se lo digo. Él me responde:


Joder, macho, te hace falta descansar, no es un maratón, tienes 24 años y quieres tener las respuestas ya, así, en tus manos. No, duerme, te vendrá bien.


Y yo, terco porque las preguntas no se van, no me dejan, sino que me invaden, hacen este cuerpo suyo, le digo:


Pero ¿por qué, Juan, por qué sacrificar tanto, por qué esa decisión, por qué esa terca idea de verter las palabras en un ordenador, por qué esa…?


Me interrumpe, ya más despierto, ya más entrado en mis preguntas:

Escribir es lo que cada uno quiera en un momento concreto del tiempo siempre y cuando sea absolutamente cierto en ese momento; para esa persona.

Pero esa no es la respuesta, Juan, por eso uno no elige este oficio, pienso, y se lo digo. Y él, como siempre, tiene respuesta para todo:


¿Será porque toda escritura es un epitafio? ¿Será porque escribimos para enterrar algo que ya éramos? ¿Para exorcizar algo que estaba y ha dejado de estar, y poder así otra vez decirnos: Hoy empieza todo, de nuevo?


Y como no respondo nada, Juan sigue, y me gusta escucharlo:


No sé, macho, quizá sea que el mundo carece de sentido para seguir siendo mundo, y lo que nosotros tratamos de hacer es darle sentido mirándolo de determinada forma. Pero siempre caemos en la cuenta de que el mundo no está hecho para ser mirado.


¿Entonces qué hacemos, Juan, dejamos de mirar de una vez por todas a eso que llamas mundo y nos dedicamos de una vez por todas a algo que no nos quite el sueño, que no nos dañe tanto?


Juan sigue, más despierto:


A ver, macho, ya voy a caer en mis análisis de siempre y tú me vas a decir que sea más vísceras, pero podría contestarte que se hace literatura para darle al mundo la estructura de una narración, es decir, dotarlo de sentido. Entonces escribir no significa en realidad escribir, sino mirar; se puede hacer literatura sin escribir una sola palabra. Eso lo sabemos de sobra tú y yo. Por eso nos pertenecen tanto los libros que escribimos como los muchos que sólo queremos o quisimos haber escrito cuando seamos viejos y devastados por los años; no hay en ello diferencia alguna. Es como si nuestra obra se prolongara indistintamente por encima y por debajo de la superficie de ese océano que hemos llamado realidad. Aunque sólo nosotros lo sepamos, tú y yo en esta madrugada; esa certeza debería bastarnos.


Pero a mí no me basta esa certeza. Juan sabe que soy terco, que no lo dejaré dormir hasta que llegue a algo que me convenza, hasta que llegue a algo que me haga recobrar el sueño y pueda irme a la cama. Así que aferro más mi mano al teléfono y espero a que Juan siga.


No sé qué buscas escuchar, Yoel, quizá yo estoy diciendo respuestas que no van con tus preguntas. O tú estás pensando otra cosa y a mí me pasa lo mismo. Y son casi las 7 de la mañana y tú sigues. Ayer por la tarde quise llamarte, pero se me olvido, no, la verdad es que no te quise molestar porque sabía que ibas a estar trabajando, a veces siento que no tienes vida social. Te quería decir, tú sabes cómo soy, cualquier cosas rara que se me ocurre te la cuento, que toda la tarde me estuve diciendo, sin saber por qué, que he escrito April March cien veces. He escrito tantos April March distintos y perfectos que la gente no se da cuenta; yo mismo, a veces, no me doy cuenta.


No sé qué contestarle a Juan. Miro atrás de mí, a la ventana que está justo al lado del librero de las obras de escritores latinoamericanos, y descubro que ya está amaneciendo, que por última vez en este día, el cielo naranja en Córdoba no volverá a ser naranja, sino que se convertirá en uno azul claro, y que saldrá el sol, y que será de día y tocarán la campana cerca de las nueve de la mañana para avisarnos a los residentes de esta casa que es hora de desayunar. Pero yo, aún sin las respuestas que tanto buscaba, estaré dormido. Estaré quizá soñando con México, o con Colombia, o con Estambul, o quizá no estaré soñando nada. Y abajo, en el comedor, mis compañeros estarán desayunando como si fuera un día normal, y así lo estará haciendo mucha gente que no conozco, que no sé que existe. Y todo será un día normal.


Del otro lado de la línea, Juan me dice:


Creo que aún podemos dormir tres horas, ¿no crees, Yoel?


Y yo le contesto:


Sí, amigo, creo que sí.







.203.


Hoy hablemos de Los boys







Hace más de tres semanas leí (creo que fue en el Babelia que salió el domingo 10 de mayo) que Mondadori reeditó el primer libro de relatos de Junto Díaz, llamado Drown. El crítico del suplemento decía que la obra ahora entraba con nuevo nombre a la fiesta: Los boys. Y como muchos saben que sufro por una extraña manía de leer más libros de relatos que de novelas, el mismo lunes me fui a la biblioteca pública de Córdoba y pedí el préstamo.

El libro es compacto: está compuesto por diez piezas narrativas de un calibre potente. Se configuran mucho en la poética de Carver: los personajes se mueven en espacios domésticos como la cocina, las habitaciones, frente al televisor, y cada elemento que está a su alrededor cobra un significado importante en la historia y tiene una injerencia en los personajes. Pero la obra también se configura en esa literatura intimista que se centra en hablar de los conflictos familiares, los cambios que sufrimos los seres humanos cuando abandonamos nuestro país de origen, los cambios que pasamos conforme la vida nos pide madurar, y los desencantos irreversibles. Los boys tiene mucho de la nueva corriente estética de los USA representada por Lethem, Safran Foer, Nicole Krause, Homes, y hasta por el genio Foster Wallace (un minuto de silencio). Las buenas historias reflejan la condición humana.

Podría decirse que Los boys es una bitácora de viaje o un cuaderno de diario: el libro abre con un relato ambientado en una ciudad de República dominicana y los relatos que le siguen se sitúan en varias partes de los USA, Nueva Jersey una de ella. La voz que los urde casi siempre es la misma: un niño u adolescente que está inconforme con el trato que le da su padre y que ama a su madre y odia a su hermano. También encontramos dílers, niñas adictas, gente del Bronx, mujeres abandonadas por sus maridos y otros. A este libro lo habitan personajes que brincan de un relato a otro, como si cada historia se contara en la habitación de un único vecindario, y el vecindario no fuera más que el lugar donde están ensambladas las historias.

Los boys están cargados de tristeza, diversión, desventuras, humor y algunas veces hay vientos felices. No voy a negar que me gustara más La maravillosa vida de Óscar Wong, del mismo Junot. Pero para aquellos amantes del relato corto bien construido y ameno, Los boys proponen. Es un buen libro; un buen ejemplo para demostrar que mucha de la literatura de los USA la están haciendo los migrantes o extranjeros que han tomado ese país como su segunda casa.







viernes, 29 de mayo de 2009

.202.




No sé las razones, pero acá en Córdoba volví a un placer que tenía algo olvidado. Me refiero a que nuevamente me he entregado a la lectura de la poesía. Por un tiempo llegué a pensar que era un arte menor (no lo tomen a mal ni me vayan a reprochar este comentario, nobles conocedores del género), y que los narradores podíamos estar de espaldas a su existencia. Pero estando acá, lejos de casa, y quizá porque a las francesas les gustan los versos, la poesía me vuelve a erizar los bellos y a poner más en contacto con la musicalidad del lenguaje. Me he ido haciendo de algunos libros colmados de buenos versos y he ido conociendo a poetas que te educan el oído. Les dejo un poema de José Emilio Pacheco. Los invito, como decimos en México, a que hagan de cuenta que estamos bebiendo en la calle, como amigos de barrio, amigos de tarde, sol y cerveza, y de repente sale el vecino y saca del bolsillo de su pantalón un libro compacto. Se aclara la voz con un trago de Pacifico y recita los siguientes versos:





Alta traición



No amo mi patria.

Su fulgor abstracto

es inasible.

Pero (aunque suene mal)

daría la vida

por diez lugares suyos,

cierta gente,

puertos, bosques, desiertos, fortalezas,

una ciudad deshecha, gris, monstruosa,

varias figuras de su historia,

montañas

--y tres o cuatro ríos.





.201.





El tablón de salvación



Por primera vez en este blog, creo, se va a escribir esta frase: estoy feliz. Sí, sí, así como lo leyeron, e-s-t-o-y- f-e-l-i-z-. No tengo ni un quinto en el bolsillo pero lo estoy. ¿Por qué? Pues porque ya di el primer paso. ¿Cómo? Sí, ya estoy más allá que para acá. Me refiero a que ya terminé el borrador del proyecto. Escribí nueve relatos. Sí, relatos. Escritos bajo la máxima que dicta Javier Cercas: “todo relato parte de lo real, pero establece una relación distinta entre lo real y lo inventado”. Es decir: todas las piezas que propongo tiene el soporte de partir de una realidad "real" y latente como es el narcotráfico en México (sobre todo en mi ciudad de origen, donde nací) para nutrir otra que las refleje con las características de la ficción pero sin traicionar los hechos reales. Muchos dirán después de leer esto. Hay, otro narco realista, hay otro fronterizo. Y yo les responderé, no, estos relatos nacieron en España, lejos de casa, y los escribió alguien del bajío, alguien del centro. Aún así la globalización y la literatura desde hace mucho tiempo que le rompieron la boca a los localismos y a las fronteras: norteños, defeños o sureños somos lo mismo. Lo que nos une es la condición humana, lo que pasa en el país.

Las razones que me motivaron a escribir este proyecto es que México se está viniendo al carajo, y de que Zacatecas es uno de los estados que más lo está resintiendo. No soy chovinista. Tampoco alarmista. Me duele lo que está pasando en país. Hay pruebas de sobra para argumentar lo que digo. Por ejemplo: los más de 50 presos que se fugaron del Cereso semanas atrás con la ayuda del cuerpo policíaco; el mandato obtuso y hasta ignorante por parte de la gobernadora que lleva las riendas en Zacatecas; la terquedad mediocre de Calderón al seguir con su guerra contra el narco. ¿Aún no se entera que al cantarle la guerra al crimen organizado es como si se la estuviera cantando a los civiles? No porque estemos del lado de los que delinquen, sino porque los dañados, lo que reciben los golpes, somos nosotros, los alejados, los que no tenemos absolutamente nada que ver con ellos.

Los nueve relatos se escribieron bajo el influjo de dar a conocer algunos daños colaterales que causan el narcotráfico, la inseguridad y la violencia en México. Ninguno relato busca el victimismo ni está bañado por la fórmula de lo moralizante, sino más bien pretende evidenciar los soportes, muelles o goznes sociales y políticos que están provocando esto. Cada relato se escribió bajo la incertidumbre de querer mostrar el meollo de todo conflicto bélico: en todas las luchas, sean o no armadas, verdugo y víctima están igualados por la catástrofe.

El primer borrador ya está terminado.

Ahora me ocuparán las correcciones y el orden estructural o acomodo de los relatos. Pero estoy feliz; mi país se está desgañitando por los uppercuts del narco y sus obtusos gobernantes. Muchos lo resentimos, pero hay que sacar aplomo, salir con los puños bien cerrados y enfrentar lo que hay y lo que viene con lo que uno está aprendiendo a hacer o ya sabe hacer: escribir. Escribir.






domingo, 24 de mayo de 2009

.200.






Ya dejemos a un lado la pobreza. El poeta ha muerto, dijeron los diarios de todo el mundo esta semana. Y yo no me enteré, o no me quise enterar, porque vivo encerrado, porque vivo de espaldas al mundo. El poeta ha muerto, y lo supe gracias a la bibliotecaria. Pero primero, antes de esto, lo intuí, y no es porque tenga un muy elevado quíntuple sentido que me hace saber horas antes que un ser humano morirá. Quizá ni siquiera lo tenga, y tampoco me importa tenerlo, ni saberlo; no soportaría la carga y el dolor de estar enterado de tantas muertes y de tantos abandonos. Pero esto no es lo que me ocupa.

Supe de la muerte del poeta cuando miré sus libros en las vitrinas de la biblioteca pública de Córdoba. Yo iba a entregar y me detuve a revisarlas. En ellas estaban la mayoría de la obra del poeta, y a pesar de que el calor dentro y fuera de donde me encontraba era insoportable, el sudor se me convirtió en frío, el frío en pena, y me temblaron los pies. El poeta ha muerto, me dije, y no hay marcha atrás. Después caminé lentamente, como pidiendo perdón, al estante donde atiende la bibliotecaria, y me dije una y otra vez que no, no podía ser; el poeta sigue aquí, pisando el terreno de los vivos. Entonces le pregunté a la bibliotecaria, y sus palabras fueron la segunda vuelta que reventó el nervio y revolvió las tripas. Incliné mi cabeza y entregué los libros que llevaba bajo el brazo. No dije más.

Yo leí al poeta de niño y de adolescente. Yo leí al poeta al lado de una mujer dormida; enfrente de las olas del mar; y a veces, muy de vez en cuando, sentado en la azotea de mi departamento, con el rostro en alto y mirando hacia la luna. El poeta y sus versos fueron mi día, y la pared que me protegía del aire que entraba por la ventana. Sus palabras fueron mis palabras, malamente. Y sus tácticas y estrategias mis aspiraciones. Lo olvidé, como he olvidado a otros poetas, pero siempre, fuera por una cosa o por otra, su nombre salía a mi paso como una sombra o una estrella que parece que se muere entre los astros, pero lo que en verdad hace es fundirse en la misma noche.

Muchos han dicho que los versos del poeta eran para la gente, para público cualquiera, para el vulgo, vamos, y no para escritores. Y eso lo hacía menor. Con los puños cerrados y las venas de mi cuello hinchadas me niego a creerlo. Y si fuera así y yo estuviera equivocado, me pregunto: ¿es una obligación lapidar el lenguaje en la tumba de los de nuestra misma especie? Entre el camino de la noche y del amanecer los súbditos escogen qué camino recorrer, unos se rinden a la diosa de la luz. Y otros a la del capote oscurecido. El poeta escribía para todos y lo hacía por las mañanas. Yo lo leí como leí a Kadaré, o a Borges o a Pavíc, escritores para escritores, y me di cuenta de que a cada uno se le debe admirar con distintos ojos, tocar con distintas manos, catar con distinta lengua. El don de convertirnos en otros para habitar los mundos que proponemos con el lenguaje no sólo es un ejercicio de creación novelística. Leer también es sinónimo de otredad, de abandonarse para ser otro. Quizá las palabras de los súbditos de la noche son más elevadas porque nos obligan a romper el especulo o a cruzarlo. Pero el poeta escribía para que el otro se admirara en el espejo, se diera cuenta de su condición. Y si el poeta escribía para el público general, no me queda más que decir que vaya que lo sabía hacer.

Mencionarlo quizá pueda confirmar las antípodas. Si yo hoy lo estoy nombrando, en oriente puede haber una mujer de ojos rasgados deslizando sus finos dedos por la página de uno de los libros del poeta. Si yo hoy leo un verso suyo, en la frontera entre Marruecos y Andalucía un viajero los lleva en mochila. El poeta ha muerto, me digo cuando regreso a casa para escribir esto, y nosotros, los vivos, así estamos, consternados, rabiosos, da vergüenza tener frio, escribir las letras de su nombre.





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