Hoy por la noche, mientras actualizaba mis cuentas de
redes sociales y el bUNKER, Flor Cervantes se puso a crear una página de mi trayectoria como escritor en Wikipedia. Luego de un par de minutos de trabajo quedó esto: http://es.wikipedia.org/wiki/Joel_Flores.
miércoles, 29 de octubre de 2014
martes, 28 de octubre de 2014
En escritores.org
Esta semana ha sido de grandes sorpresas: primero el
número especial que La gualdra dedicó
a mi texto “Lugares para escribir”. Luego la invitación por parte del Instituto
de Cultura de Tlaxcala para ir a recoger el 1 de noviembre mi premio Juan Rulfo
de Primera Novela a su ciudad y de paso presentar el 2 de noviembre mi Rojo semidesierto en el marco de la
Feria Nacional del Libro de Tlaxcala. Después la mención de mi perfil en
escritores.org. Y finalmente la creación, por parte de Flor Cervantes, mi
esposa y representante literaria, de mi trayectoria, en Wikipedia. Qué hermosa es la vida y trabajar junto a alguien tan
creativa y comprometida.
Lugares para escribir
El número 171 de La gualdra me dedica la portada y publica mi texto “Lugares para
escribir”, un repaso a algunos de los espacios y ciudades donde he tratado de
hacer literatura y vivir. Si quieren leer el texto en versión ISSUU, junto a
otras colaboraciones, den clik AQUÍ.
Tras los 10
años que llevo escribiendo, he llegado a la conclusión que no influye del todo
el lugar para escribir un libro. Al principio pensaba distinto, sobre todo
cuando comencé con cuentos. Entonces vivía en Zacatecas, estudiaba el
bachillerato y quería escribir del género fantástico. Recuerdo que la casa de
mi madre era muy pequeña: dos plantas con dos recámaras, debajo había una sala
muy pegada al comedor y a la cocina y un pequeño cuarto en donde era mi
recámara. Allí escribía cada que podía concentrarme. Cierta noche la
incomodidad para escribir me sacó del cuarto y me obligó a sentarme frente a la
estufa: fue un momento mágico, por decirlo de algún modo, porque las 8 páginas
salieron de un tirón, como si me hubieran dictado una receta. Las noches
siguientes quise hacer lo mismo y no funcionó: fue como si se me hubiera
quemado la comida.
Siempre había mucha gente en
casa de mi madre y pronto me acostumbré a escribir en los OXXOS al salir de la
escuela. Un amigo de entonces me había dicho que Guillermo Fadanelli escribió Lodo en un 7-Eleven del Distrito Federal. Y como la obra de Fadanelli me
gustaba, quise hacer lo mismo. Pero en los OXXOS entra y sale mucha gente, como
entran y salen más historias de las que uno pueda imaginar. En ese entonces
solía culpar la poca fluidez de la escritura a los espacios. Aunque el cuento
es un género que exige mucha concentración y a la vez un grado de planeación y
espontaneidad que la novela no, la verdad se encontraba en que al principio me
costaba llevar la trama hasta su nudo y jugar con las distintas posibilidades
climáticas o anticlimáticas que el mismo cuento pide. Me gusta pensar que en el
OXXO leí y corregí más de lo que escribí. También comí más sopas instantáneas y
café de lo que he comido en mi vida.
Casi al cumplir la mayoría de
edad, me salí de la casa de mi madre porque quería ser escritor, y aunque uno
de mis maestros me aconsejaba que estudiar la licenciatura en Letras no hace a
los escritores, yo le respondía “de acuerdo”, pero en mi fuero interno algo me
decía debes estudiar eso, porque no hay
otra carrera que te dé la oportunidad de estar cerca de la literatura.
Ahora entiendo que estaba muy equivocado. Pero estudiar Letras me llevó a
elegir caminos en mi vida que posiblemente otras carreras no me hubieran
obligado a elegir.
La primera casa en la que viví
solo era una de dos pisos, tenía una reducida sala, comedor, medio baño y
cocina en la primera planta y una especie de ático de piso de madera en la
segunda. Estaba llena de polvo y se impregnaba a diario, aunque la limpiáramos.
Le faltaban algunos vidrios a sus ventanas y el patio no tenía puerta. Hacía años
que la habían construido, y un conocido nos la había prestado a otros dos y a mí que queríamos ser escritores. Recuerdo
que para hacer de la casa nuestro centro de operaciones, pintamos su fachada de
un fondo azul cielo y con unas manchas blancas que parecían más ovejas que
nubes. La inauguramos con una comida en la que acudieron un par de amigos y el
maestro que me aconsejaba en la preparatoria. Recuerdo que nos llevaron algo
para ponerlo en nuestro primer hogar y la bautizaron como La Casa de las Nubes.
Lo único que saqué de con mi
madre para La Casa de las Nubes fue la pequeña biblioteca que había hecho con trabajos
esporádicos. Otro de mis amigos también llevó la suya. Los libros los pusimos
dentro de un refrigerador que una vecina nos regaló cuando nos vio mudándonos;
como cada que lo conectábamos a la luz hacía un ruido que no dejaba dormir,
preferimos usar sus interiores de estantes y lo acomodamos en el centro de la
sala como trinchador. Una madrugada secuestramos un rollo de cableado enorme
que los del servicio de telefonía había olvidado. Era una especie de tubo de
madera comprimida con una base circular en cada extremo, que pronto supimos
convertir en escritorio y comedor forrándolo con un mapa amarillento de México
que hallamos en la casa. El tercer amigo no se llevó nada consigo y sólo asistía
a la casa los fines de semana. Hacía fiestas en las que entraban y salían
desconocidos. Otras veces llegaba en el carro de sus padres, entraba a la casa
con su novia y utilizaban el colchón que nos regaló una vecina.
Me
gustaría decir que en esa casa escribí mucho, incluso cerré algún libro. Pero
no fue así. Los ahorros menguaron tan rápido que la preocupación por pagar los
servicios y la comida tomó el primer plano de nuestras preocupaciones: crecer
duele, más cuando desde muy joven descubres que vivir tiene un precio. Durante
esa época desempeñé muchos trabajos: corrector de estilo en una revista que
jamás se publicó; redactor en una notaría, pero en realidad sólo me ponían a
ordenar la bodega; ayudante en un centro de cómputo, entre otros más. Lo que
logró que renunciáramos a La Casa de las Nubes tampoco fueron las lluvias, las
goteras, ni que nuestro único patrimonio, los libros, se llenara de hongos,
sino el susto que pasé. Aún recuerdo la madrugada en la que tomé la decisión:
la noche anterior había hecho mucho frío, había llovido y el aíre se colaba
fuerte por el patio y las ventanas sin vidrio. Acostado en el colchón, me cubrí
completamente con la cobija y me obligué a dormir. En la madrugada me despertó
la alergia y un pequeño bulto al lado de mi almohada. Al moverla temeroso para
saber de qué se trataba, salió disparado un gato negro al cuarto de baño. Yo
también salí disparado, pero afuera de la casa.
Mi
hermano mayor también estaba por salirse de con mi madre y me propuso que lo
hiciéramos juntos. Un tío nos prestó una casita que estaba a las salidas de
Guadalupe, en una colonia que se llama Conventos. El predio lo había comprado
para su hija mayor que estaba por casarse. Pero salió embarazada antes del
matrimonio y prefirió prestárnosla a nosotros. Al principio pensé que por fin
tendría un espacio digno para escribir y que todos los cuentos que había
iniciado se podrían unir en un solo libro. Sin embargo, a mi hermano le cayó de
perlas la libertad: cada que salía del trabajo, que eran las horas en las que
yo podía escribir, se compraba unas cervezas, invitaba a sus compañeros de la
escuela de derecho y me pedía la laptop para poner canciones rancheras hasta el
anochecer. Fueron tantas las noches, que un día quise regresarle la copa junto
a mis amigos y ocurrió algo de lo que no me siento orgulloso. Pues mi hermano y
yo terminamos tirados en el suelo, uno encima del otro, demostrando a golpes
quién tenía la razón.
Las fechas que viví en Córdoba,
España, posiblemente fueron las más limpias y bien iluminadas. Durante esos
meses los otros becarios se sorprendían porque casi nunca salía de la
biblioteca y porque me tomaba en serio el papel de becario. Y supongo que era
porque el lugar te invitaba a hacerlo: una habitación de más de 10 metros
cuadrados tapizada de libreros de madera, en la que encontrabas buenas joyas
que jamás había podido comprar, ya fuera por mi poder adquisitivo o porque no
llegaban a México. Mi escritorio, una plancha enorme de madera de más de dos
metros de largo, estaba hasta el final de la biblioteca y tenía a mis espaldas
una ventana muy cerca, por la que veía a una vecina regar las plantas. Recuerdo
que allí escribí mucho: la planeación de dos novelas: Nunca más su nombre y otra más que termino en la basura; dos
cuentos nuevos para El amor nos dio
cocodrilos y mi Rojo semidesierto.
Lo que más recuerdo de las noches y madrugadas de escritura en la fundación, es
que solía levantarme del escritorio casi al amanecer y subía muy despacio
caminando las escaleras que conducían a la sala de los pintores, al pasillo
oscuro del segundo piso que lleva a las habitaciones y justo allí solía
preguntarme ¿a dónde voy con todo esto?, ¿éste será el camino correcto? Y sólo
respondía, algunas veces con temor, otras con más energía que nunca aunque
estuviera cansado, tú sigue caminando, que ya casi encuentras la luz.
Tras mi regreso a México intenté vivir unos meses en Distrito Federal para publicar uno de mis libros y
terminar el segundo. Ese tiempo lo compartí con Juan Gómez Bárcena. Escribíamos
por las noches, luego de haber cenado y fumado en uno de los balcones del
edificio donde él se hospedaba en la calle Anaxágoras, en Eugenia. Trabajamos
mucho entonces. Podría decir que allí cerramos cada quien nuestro ciclo como
cuentistas, aunque nuestros libros salieran publicados un par de años después. Durante
ese tiempo escribí durante los viajes que hacía en metro de Bosques Aragón a
Eugenia. Muchos de esos apuntes se trasminaron a Nunca más su nombre y a otra de las novelas. Recuerdo que, mientras
los pasajeros se quedaban dormidos tras su jornada laboral, yo escribía como si
trazara sus sueños.
Tras mi
regreso a Zacatecas, conseguí empleo como editor en la sala de redacción de un
periódico que está en el centro histórico. Mi horario de trabajo era de 3 a 8.
Después se fue convirtiendo de 3 al cierre de edición. Jamás pude escribir allí,
por más que lo intentara: la cantidad de boletines y notas que debía editar
superaba las 40 páginas diarias. Pero en la casa que había sido de mis padres y
luego quedó abandonada, me obligaba a hacerlo hasta que mi cuerpo soportara. ¿A
veces me pregunto dónde habrán quedado todas aquellas páginas que quise
escribir a esas horas y me quedé dormido?, ¿dónde habrán quedado, incluso,
aquellas ideas que dejé inconclusas y al día siguiente no pude retomar?
A los pocos
meses conocí a Flor y la seguí hasta Mexicali. En esa ciudad de más de 45°C de
calor en agosto, me acostumbré a escribir en el suelo, con una toalla congelada
en el cuello. Luego nos mudamos a Tijuana, que su clima es más bondadoso, y
rentamos un departamento en la zona restaurantera, donde cerré, por fin, mi
segundo libro de cuentos en la mesa del comedor. Recuerdo que lo hice por la
mañana, porque de un tiempo a esa fecha me fui quitando la costumbre de
escribir sólo por las noches, y me obligué a disfrutar la luz del día mientras
tecleo.
Como suelo
ser maestro algunos días a la semana y más los fines, a veces escribo entre
clases. Aprovecho los minutos que tardan mis alumnos en llegar al salón.
Aprovecho el ruido o el silencio de los pasillos y el aula. Y tecleo lo que
dejé inconcluso la noche anterior o lo que se me ocurrió mientras manejaba. La
vida, supongo, me ha enseñado a escribir entre aulas, cafeterías, aeropuertos,
casas de amigos, los asientos del metro, los camiones y hasta en el celular, si
no cargo con libreta. Pienso que las historias, las historias de verdad, jamás
se olvidan. Y si no las escribo yo, alguien más lo hará, pues están en todas
partes y no importa mucho el lugar donde se escriban: lo importante es
escribir.
viernes, 17 de octubre de 2014
Poéticas de los 80
A inicios de
octubre decidí cerrar el primer bloque de entrevistas a escritores nacidos
durante el 80, que empecé en enero publicando en La gualdra y en esta página. Quien me motivó fue Fernando Trejo, al
invitarme a convertir este trabajo en conferencia y a ofrecer el resultado en
la Feria Internacional del libro de Chiapas Centroamérica, más precisamente en Tuxtla, que es
su tierra natal. Para Fernando, como poeta y promotor cultural que siempre se
ha preocupado por el diálogo entre escritores, era bueno hablar en el Sur sobre
¿quiénes son y qué están escribiendo los narradores de nuestra generación?
Fue así como
en una semana Flor y yo empezamos a trabajar en lo que primero fueron las
diapositivas de la conferencia, para después, tras un par de bocetos e ideas
que se fueron desechando, terminar haciendo este catálogo compuesto por 12
escritores que están publicando en fondos editoriales estatales y nacionales,
así como en editoriales del país y españolas. Esto apenas es un inicio de un
proyecto que está en continúa construcción y crecerá. Pues su objetivo es, como
se lee en el texto introductorio que acompaña el catálogo, ofrecer un mapa
completo de los narradores jóvenes de México e invitar no sólo al lector, sino
también a otros escritores, a conocerlos.
Les dejo AQUÍ el catálogo para su consulta. Vale la pena revisarlo, sobre todo la
creatividad que le puso Flor en el diseño.
martes, 14 de octubre de 2014
El país que nos entierra
El número 169 de La gualdra está dedicado a los muertos y desaparecidos de Ayotzinapa. Su portada es negra porque todos sus colaboradores estamos de luto. Les dejo mi texto y los invito a leer el número completo aquí.
Durante los años que estuve
escribiendo mi Rojo semidesierto en
España, pensé que la corrupción y la violencia en México sería un evento
pasajero. Que al salir Felipe Calderón de Los Pinos las cosas volverían a la
normalidad. Que Zacatecas volvería ser seguro y que aunque nuestros amigos
desaparecidos no volvieran a estar con nosotros, muy pronto diríamos: “Hemos
vuelto a estar tranquilos”. Aún recuerdo que entonces la violencia y la sangre
y la pólvora me dolían como duele una herida, un brazo dislocado, una muela. Y
todo ese dolor intenté meterlo en las costillas de aquellos cuentos que
escribía como si trazara un puente hacia un lugar más tranquilo, donde ahora
nos esperan los que se nos fueron, los que nos arrebataron. ¿Qué más nos queda
a los escritores?, si no es honrar a los nuestros con la memoria, con la palabra.
¿Qué debemos decir, si nuestro país se está pudriendo y no tenemos los medios
para combatir?
Aún
recuerdo las notas que salían en los periódicos y lo que me contaban mis amigos
en las redes sociales o el Messenger: balas percutidas, secuestrados,
desaparecidos, pueblos tomados por los polizetas,
constantes plagiarios intimidando familias, negocios cerrados porque mataron a
quien los atendía, e historias de padres que salían de viaje y no regresaban,
de campesinos que no entregaban sus tierras y terminaban sepultados. Y me
negaba a regresar a México, como quien se niega a volver con aquel amor que le
destrozó el corazón, por más que extrañara a mi familia. ¿A qué regresa uno al
lugar donde nació?, si ese lugar se está convirtiendo en cementerio. ¿A qué
regresar al cementerio?, si muchos de los que me vieron crecer y vi crecer ya
se han ido.
Al
finiquitar mi residencia en Córdoba, las circunstancias me hicieron volver a
México. No provengo de una familia a la que se le escape el dinero de las manos
y en mi país no suele remunerarse el trabajo intelectual como debería. Entonces
aún tenía la mitad del libro bajo el brazo y muchas ganas de ser yo con las
palabras. Pero mi Estado no cambió y la situación en otros tantos lugares fue
empeorando: muertos y más muertos, la intromisión de la marina, del ejército;
el continuo conteo de los desaparecidos, el nivel alto del muertolímetro en los
periódicos; y una suma copiosa de madres reclamando el cuerpo de sus hijos e
hijos reclamando el paradero de sus hermanos y sus padres. Luego nos venimos a
vivir a Baja California, para dislocar aquel discurso trillado y centralista de
que Tijuana es el rastro más grande del país, “allá matas y desaparecen”, “allá
los convierten en pozole”. Y sin temor a lo que viniera comenzamos a hacer una
familia desde una esquina, como si todo se viera mejor desde aquí, como si
fuéramos, de determinada forma, intocables, y acá no sólo comenzara la patria,
sino también las segundas oportunidades.
Pero con
la entrada del Partido Revolución Institucional (PRI) nada cambió. Si el
discurso de Felipe Calderón fue declararle la guerra al narcotrafico. Y en su
sexenio los verdugos y las víctimas estaban bañados por la tragedia: todos
terminaban muertos y nadie sabía por qué se peleaba ni cómo finiquitar esa
lucha. Ahora con el partido tricolor en Los Pinos pareciera que la guerra no es
contra el narcotráfico y quienes lo representan. Sino contra los mismos
ciudadanos, contra aquellos que buscan los caminos para progresar como seres
humanos críticos y razonables, como seres conscientes de que el país está en
crisis y necesita un cambio urgente.
La muerte
y desaparición de los 43 estudiantes –y la muerte de los 6 normalistas en
Tlatlaya-, que en su tarea de recaudar fondos en la ciudad para el bien de su
escuela, es un mensaje claro de que quien nos gobierna ya no es la justicia, la
democracia y la equidad. Quien nos gobierna tiene miedo al pueblo mismo; por eso
es mejor enterrar precariamente el futuro de un país en fosas, que encontrar
los puntos de encuentro y progreso con la juventud. Veo con desagrado y
tristeza a un estudiante diciendo: “los
militares nos detuvieron, los militares nos dijeron “cállense, cállense.
Ustedes se lo buscaron, querían ponerse con hombrecitos, pues ahora éntrenle y
aguántense”. A veces las palabras son insuficientes para mostrar todo este
dolor. ¿En qué te has convertido, México?, ¿por qué debemos actuar como
hombrecitos?
Sigue leyendo aquí.
14 de octubre de 2014
Queridos amigos y lectores de mis redes sociales y de mi página web: estoy
muy agradecido con ustedes por sus palabras y por todos esos detalles que han
tenido desde que se destaparon los resultados de los Premios Bellas Artes. Haber ganado el Juan Rulfo de Primera Novela
es como haber terminado mi etapa de adolescente, para convertirme en adulto,
o dicho de otro modo, mi etapa de cuentista, para escribir novelas. Qué bonito
es crecer escribiendo.
Estoy agradecido con la prensa de Tijuana y
Zacatecas por su bondad y solidaridad, al haberle hecho difusión a mi trabajo
tras el resultado del INBA, pero sobre todo con los jurados que deliberaron a
favor de Nunca más su nombre, y con
Flor Cervantes, que desde enero de 2014 me escuchó a la hora de escribir esta
novela y los otros proyectos que inicié. No sólo le debo las tantas veces que
me hizo entrar en razón, cuando más terco me ponía, le debo la novela entera y
otras más que vienen.
También estoy agradecido con Édgar Adrián Mora,
que siempre se da el tiempo de leerme y aconsejarme, y con Hermann Gil, que me
acompañó durante la revisión de esta novela, así como con Jánea Estrada, que
siempre ha visto por mi trabajo, no sólo publicándolo en La gualdra, sino compartiéndolo con sus amigos cercanos.
Aunque las palabras a veces son insuficientes
para expresar lo que siente un corazón, no quería que pasara un día más sin
haber escrito esto para ustedes.
JOEL FLORES
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