[pequeño apunte antes de la entrevista]
Mayo y junio han
sido dos meses de mucho trabajo. Justo hace cuatro días acabé la novela que me
propuse escribir este año, tras haberla iniciado en enero. Salieron casi 120
páginas. Un primer ejercicio de fondista para un velocista. Mejor dicho, para
un escritor de cuentos. El resultado no creo leerlo ni tocarlo hasta que
finalice el año. Pero prometo la siguiente semana subir un post sobre el proceso de
escritura. Apenas ayer me di cuenta que la novela la cerré poco antes del Día
del Padre. Y el tema central de la novela está en recaudar parte de lo que viví
junto al mío para convertirlo en ficción. Una autobiografía figurada, que busca
configurarse dentro de esa gran gama de novelas sobre la imagen paterna de los
escritores.
Vuelvo a impartir
clases un semestre más y dejó en pausa, por un pequeño tiempo, mi vida de
escritor al 100%. También retomo los manuscritos que mis
amigos han tenido la amabilidad de compartirme. La novela corta del narrador
Edgar Adrián Mora, autor de la página Fábrica del Polvo, que rescata parte de los últimos
días y el grandioso trabajo del escritor Héctor German Oesterheld, una joya que
debería publicarse pronto; y un poemario sobre los indocumentados y la frontera
entre México y Guatemala de Balam Rodrigo, otra joya que seguro dentro de poco
verá la luz.
Retomo también el
proyecto de entrevistas a narradores nacidos durante la década del ochenta. En la lista de espera están Isadora Montelongo, con Las chicas sólo quieren
plástico (Plaza y Janés, 2012), Anatomía de la memoria (Candaya, 2014), de
Eduardo Ruiz Sosa, Falsa liebre (Almadía, 2013), de Fernanda Melchor, y No es
material para pistas de baile (CECUT, 2013), de Víctor Santana, entre otros más
que han mandado su libro a la oficina del bUNKER y que he leído en pausas y emocionado.
En esta entrega les
dejo la entrevista a Hermann Gil Robles, espero la disfruten.
Cada que suelo
preguntarle a uno de los escritores nacidos durante la década del ochenta, si
suelen leer a sus contemporáneos, tres discursos se abren: que sí pero
prefieren aprender de los clásicos; que no se leen sino se vigilan como si
fuera una competencia; que sí porque es un deber fundamental para saber qué se
está creando y cómo se están formando los imaginarios y estilos de cada
escritor joven. Hermann Gil (Culiacán Sinaloa, 1983) se une a la tercera
respuesta y es uno de los jóvenes bondadosos que creen en la amistad entre
escritores como se cree en la literatura.
Lo conocí en Monterrey
hace años. Entonces era un fiel lector de ciencia ficción y novela policíaca;
géneros que más tarde se imbricarían en su narrativa para crear tres libros de
cuento: Fuera de la memoria (IMCC,
2011), Sueños de los últimos días
(Andraval Ediciones 2013) y No hay buen
puerto (VozEd Editorial, 2013), que buscan una literatura que perturba, que
trata los asuntos humanos tan acertadamente que convierte al lector en el
huésped constante… que no se quiere ir porque ha comprendido que no hay mejor
lugar sobre la tierra o sobre el universo que estás páginas… porque nadie puede
atracar en un buen puerto por sí mismo”, escribe Élmer Mendoza en el prólogo de
No hay buen puerto.
Hermann es narrador,
periodista y ha sido becario del Centro de Escritores de Nuevo León durante el
2006 y del Programa de Residencias Artísticas Fondo Nacional para la Cultura y
las Artes (FONCA) en 2013, Barcelona, España. Actualmente trabaja como
arquitecto de la información para Periódicos Online y Diario Cultura.mx. En esta
entrevista, nos habla de su e-book No
hay buen puerto, de sus inicios en la literatura, cómo define el género cuento,
las historias que deben escribir los nacidos durante el ochenta y las amistades
literarias, como una red fundamental donde debe predominar la crítica.
Joel Flores.- Empecemos
hablando de tu formación, Hermann, ¿por qué y cómo iniciaste en la escritura?,
¿qué escritores y amigos influyen en tu trabajo?, ¿y en qué lugares te has
formado, universidad, residencia artística o talleres literarios?
Hermann Gil.- Comencé hace mucho tiempo, tenía 14,15 años. Me inicié porque
quería contar historias. Eso ya estaba decidido. Sin embargo no sabía por qué
medio las quería contar. Así que Edgar Allan Poe, Lovecraft y Quiroga cayeron
en mis manos. “De aquí soy”, me dije. Y una noche, en la Olivetti portátil que
usaba para la clase de mecanografía, me agarré escribiendo.
Un día mi padre una vez me preguntó
“te gusta escribir” (ya se había dado cuenta del tecleo nocturno y de los libros
extraviados en su estante) y le respondí “sí, es lo mío y no hay vuelta atrás”.
Entonces me entregó un volante: en el Centro de Integración Juvenil Diez Mil
Amigos, donde él trabajaba, se daría un taller de literatura, poesía, ensayo y
narrativa. “Bien”, me dije, “escribiré con exconvictos y amantes de
alucinógenos”.
No podía estar más errado: en el
salón refrigerado por la calefacción del centro nos encontrábamos unos doce
jóvenes, todos asustados y con la idea clara de que no sabíamos qué carajos
hacíamos allí. Entonces llegó el poeta Jesús Ramón Ibarra y dijo “veamos, ¿por
dónde empezar?”. Seguramente le inquietaba ver tantos rostros jóvenes e
inexpertos. De ese taller salió Antes de
los veinte, una antología de nuevas voces. No sé si era el más chico de
todos, pero al menos me sentía el más principiante.
Terminado el curso, decidí atacar con
la Olivetti por mi cuenta y me sentí perdido. No encontraba a nadie que contara
historias. Busqué en mi escuela y nada; en el trabajo de mis padres y tampoco;
en las universidades y menos. Entonces fui a dar al Instituto de Cultura de
Sinaloa, antes llamado Difocur. Allí me dieron unas palmadas en la espalda, me
sonrieron, me dijeron que me faltaba mucho, que el camino era largo, espinoso,
sangriento, lúgubre: justo lo que necesitaba para mis historias de terror. Y
entré al taller de narrativa con el Élmer Mendoza.
Del primer periodo fueron Anselmo
León, Elizabeth Rodríguez y Sergio Ramos. Todos con cuento y con un terror real
en la novela. En la segunda generación fueron Aless Gatti y otra veintena que
desaparecieron a los quince días de iniciado el taller. Aún no encontraba nadie
de mi edad. Migré a Monterrey, comencé la universidad y, en un retorno a casa,
Élmer había juntado más alumnos, ahora de la camada: Eduardo Ruiz y Susana Espinoza,
no éramos muchos, pero hacíamos ruido, o por lo menos lo intentábamos. Susana
dejó de escribir al año de iniciar ese taller, a Eduardo lo sigo viendo, fue
uno de los pilares en mi estancia en Barcelona.
JF.- En tu libro se
explora el cuento como un mecanismo donde se unen elementos de la realidad
social con elementos extraños o sobrenaturales, al estilo del género fantástico
y apocalíptico para crear un hecho cotidiano que se ve trastocado o alterado
por algo extraordinario. Dime, ¿cómo definirías las piezas que conforman No hay buen puerto?
HG.- No hay buen puerto se
refiere a que no existe un lugar donde los personajes encallen y salgan bien
librados, porque cada uno lleva la tormenta hasta las últimas consecuencias. Todas
las historias son de un engranaje parecido a la ciencia ficción que raya en el
terror, en la locura, en el olvido de una utopía. Las fechas de creación de los
textos son muy diferentes. Sin embargo, intenté decir que la distopía es el
engranaje que mueve a la sociedad, a la anti utopía en que vimos. Vista, claro,
desde los hechos más comunes, de aquellos que podemos encontrar al despertar,
al partir al trabajo, al regresar a casa. Todo converge. Y las piezas más
pequeñas son las que trazamos día a día.
JF.- Detrás de todo libro hay una historia, ¿cómo se gestó el
tuyo y cuánto tiempo te llevó escribirlo?, ¿hubo momentos en que pensaste en
abandonarlo o por el contrario, se escribió de manera natural?
HG.- No hay buen puerto es
un libro urdido por dos libros. Los primeros cuentos formaron parte de un plaquette que auto publicamos un grupo
denominado Harakiri. Los dos últimos, los escribí en el 2012 como parte de Fuera de la Memoria. Sin embargo, por
cuestiones de tiempo, no alcanzaron a entrar. Los pulí y allí tenemos el
resultado.
La historia de ese texto es larga. En
aquel entonces, digamos 2005, ya estaba en Monterrey y me había integrado a un
nuevo crew de narradores liderados
por Patricia Laurent Kullick. Estaba Gabriela Torres, Oscar David López, Obed Cancino,
entre otros. No sabíamos qué hacer con lo que escribíamos. Entrar a una
editorial era tan intangible como la felicidad y usamos el recurso de la
auto-publicación. El mecanismo era fácil: seleccionamos a diez, con las
ganancias de cada plaquette se financiaría
el otro. La impresión, el empastado, el corte, todo era casero. Habíamos
aprendido las técnicas de Gabriela, quien entonces trabajaba en una imprenta. Y
los lanzamos. Les fue bien a los libros. Veo con alegría que aún muchos del
grupo los colocan en su trayectoria. Harakiri no se olvida. Permanecerá en el
colectivo de ese crew.
El plaquette se empolvó. Vinieron otras cosas: premios, becas y
residencias. Terminé una temporada en Barcelona donde Eduardo Ruíz planeaba
sacar La Junta de Carter, una revista
literaria en línea, ahora van en el segundo número y al parecer todo marcha
sobre ruedas. Me comentó que Joel Flores había lanzado un e-book y que le interesaba hacer una reseña, Me la aviento, le dije
sin pensar dos veces. A Joel lo había conocido en un encuentro de Escritores
Jóvenes que habíamos organizado hace años en Monterrey. Desde entonces, formó
parte de este crew internacional que
se van del país, para escribir desde afuera del país, y luego regresan. Redacté
la reseña, se publicó y al poco tiempo me contactó Humberto Bedolla, editor de
Vozed. Me dijo que le había gustado el comentario a la obra y que si estaba
escribiendo algo. Allí se fraguó todo: los engranes, la maquinaria, los hechos
y las palabras se engrasaron. No podía permitir que esos cuentos cayeran en el
olvido, que dejaran de existir, tenía que tener al menos alguna referencia. Fue
un rescate. Un buque de guerra le estiró la mano a la panga mal viajada que era
el libro. Bedolla llegó con bríos y todo funcionó. En menos de dos meses ya
teníamos el e-book listo y lo presentamos
oficialmente en la FIL de Monterrey en 2013.
JF.-Cambiemos
de dinámica, diré un par de palabras y tú me respondes lo primero que se te
venga a la mente.
México:
un país tan inverosímil que la mejor pluma lo podría retratar.
Cuento: magia en pocas páginas. Historias de impacto, que nos
hacen reír, llorar, nos genera nostalgia, tristeza, alegría, angustia, terror,
miedo, enamoramiento, belleza, todo en un sólo disparo.
Monterrey: ciudad a la que he vuelto miles de veces.
Literatura: lo que nos hace diferentes de los animales.
Norte: un lugar árido pero lleno de vida.
Escritura: con el tiempo nos damos cuenta que será imposible vivir
sin ella, porque allí radican las vidas, los personajes, las mujeres y hombres
que habitan en las páginas son seres tan tangibles como los colegas con quienes
platicamos a diario, como la familia, los amigos.
Sinaloa: un cliché que siempre
acierta. Un lugar de ríos, donde, por alguna extraña razón, acechan las mujeres
más hermosas del planeta.
JF.- Uno
de los objetivos de estas entrevistas es saber si se están leyendo entre sí los
escritores nacidos durante la década del ochenta, ¿tú lees a tus
contemporáneos, conoces sus obras y mantienes algún diálogo al menos con los de
tu ciudad de origen o prefieres la enseñanza de los clásicos o a escritores más
consolidados?
HG.- Es fundamental leer a nuestros
contemporáneos. Se trata de hacer cadena. Es como un deber. Tienes que estar
enterado de lo que está sucediendo alrededor. Tenemos a Eduardo Ruiz, que acaba
de sacar Anatomía de la Memoria en Candaya
editorial; a Joel Flores, con Rojo
Semidesierto en el Fondo Editorial del Estado de México; a Isadora
Montelongo con Las Chicas solo quieren plástico
en Plaza & Janés; a Nazul Aramayo con Eros
Diler, publicada en Jus; a Criseida Santos, que acaba de lanzar La reinita pop no ha muerto; a Luis
Valdez con Mascotas muertas; a Óscar David López, Josué Barrera, Mariel Iribe,
JJ Aboytia, Karla Uribe, Luis Zamora, entre muchos otros. Con todos se han hecho enlaces, con todos existe amistad,
camaradería, profesionalismo en el trabajo. Creo que todos tenemos un acuerdo
silencioso, porque escribir, lo aconseja Paula San Juan, “es un acto de llevar
las intenciones hasta las últimas consecuencias”.
JF.- ¿Qué temas, qué historias crees que debamos escribir los
escritores jóvenes?
HG.- Las que nos contamos nosotros
mismos. En las que deseemos participar. Las que explotan en la memoria. La que
quieren salir. La que siempre estuvieron allí y desean ver la luz. Las que
salen del tintero. Las que no queremos. Las que deben ser contadas. Las que
dejamos atrás. Las que no deseamos olvidar. Pero sobre todo, las que nos plazcan.
JF.- ¿En qué
proyecto te encuentras trabajando?
HG.- En
La ciudad del olvido, que es el resultado de la estancia en Barcelona por
parte de la residencia que me otorgó el Fondo Nacional para la Cultura y las
Artes (FONCA). Trata sobre Dreamhost, una empresa que comienzo a dibujar en el
libro Fuera de la Memoria. Aquí la
empresa se mantiene y su último producto es una droga que emula las obras de
artistas como Poe, Quiroga, Wolf, entre otros. La droga está a punto de salir al
mercado, pero tiene una falla excepcional: todo aquel que la usa, termina
suicidándose.