viernes, 22 de septiembre de 2006

.cambio de hogar.


Hace unos cuantos minutos se acabó de ir la señora que limpió el departamento en el que viviré y escribiré de hoy en adelante. Son las 12:30 p.m., no encontré una hora mejor para mudarme puesto que mi agenda es un caos: escuela, servicio social en sicología, revisión de papeleo y trámites para la beca del FONCA y cambio de residencia. ¿Tengo que agregar que no he escrito nada en forma y que he descuidado el Bunker 84? No me justificaré.
Mejor hablemos del piso.
El departamento es de tres habitaciones, un baño, sala comedor y un patio pequeño. Pagaré poca renta; es de mi madre. En él viví mi infancia, sólo siete años, junto a mis dos hermanos y mamá, después del divorcio de mis padres, cuando aún era muy niño. Ahora que lo habito no puedo creer que hayamos pasado aquel tiempo sin apuros y problemas. ¿Cómo de niños nunca llegamos ha estorbamos como ahora? Mi hermano mayor se ha casado y vive con su esposa y mi mamá y mi carnala y el Chatanuga, los menores, viven en otra casa, lejos, muy lejos de aquí. Este lugar me trae muchos recuerdos, demasiados: amigos, mujeres, primaria, secundaria y más amigos y muy cerca se encuentra esa mítica calle donde me rompieron la nariz.
El condominio es el mismo: de tres plantas y de escaleras angostas y de 13 pisos. Ya no viven las mismas personas de antes. Todos mis vecinos son estudiantes. (Banda, si están leyendo esto les aviso que tengo vecinas, muchas, ahora sí podemos hacer party, se ven accesibles). El lugar se encuentra en la Avenida México y mecánicos. Bueno, debo aclarar: en la mera línea divisoria entre Guadalupe y Zacatecas, frente a McDonlad's y Wal-Mart. No debo de negar que sea cómodo, pero tampoco que por estos lares la gente es algo violenta. No me siento muy seguro dejando mi auto afuera. No es que sea delicado. Pero esta colonía tiene un alto índice de delicuencia. ¿Qué decir? Vivo entre dos barrios malandros. No sé que me vaya a suceder estos días. No sé cómo me vaya a sentir mañana que despierte. Por ahora estoy demasiado fatigado; subir algunos de mis muebles hasta el tercer piso es una joda. Esperemos y mañana resulte todo bien. Por lo pronto, con la ayuda del carro de la oriunda de Sad Songs (mi morra), la camioneta del Titis y mi Chevy hemos trasladado la mitad de mis cosas de la otra casa donde vivía hasta aquí. No es mucho, sólo libros, sillones, mi reproductor de dvd y mi ropa y unas cuantas cosas significativas. Ah!... y los dos hermosos grabados que me regaló mi prima Gaby, de su manufactura, para decorar mi sala. Gacias Gaby. Creo que no hay más que decir. Sólo que me deseen suerte. Yo les deseo buenas noches y nos vemos en el próximo post.


domingo, 17 de septiembre de 2006

.problemas de la Revolución científica.
.o problemas conmigo mismo.



Esto no es una historia ni una lista de mis defectos. No. Sólo es el registro de una de mis tantas distracciones y pruebas de que me gusta presumir las cosas que me suceden. Hace un año mi amigo Juan Roky me dijo a quemarropa, después de tener una ligera discusión sobre qué era mejor, leer literatura o filosofía de la ciencia (Roky, como todo maestro de Filosofía, defendía la segunda actividad), que yo nunca podría escribir un ensayo sobre algún tema científico. Por esas fechas mis preferencias como escritor en ciernes sólo se concentraban en leer las novelas de Paul Auster y Michell Houellebecq y los cuentos de Ricardo Piglia y Roberto Bolaño. No estaba nada familiarizado con el género ensayo ni con el concepto de cambio de Paradigma. Pero, con algo de inseguridad y sin controlar mis impulsos de púber vanidoso, le respondí enojado que sí podía hacer un ensayo sobre Filosofía de la Ciencia y hasta con límite de tiempo y con los ojos cerrados y con una sola mano.
Hubo un relativo silencio. Nos encontrábamos en el cubículo de Roky, en la Unidad Académica de Filosofía y, por el gesto que expresó el rostro de mi amigo, entendí que le había disgustado mi actitud. Luego sacó de un cajón de su escritorio un altero de libros, entre ellos El descubrimiento del universo de Shahen Hacyan y la convocatoria del “IX Concurso Nacional y I Iberoamericano ‘Leamos la Ciencia para Todos 2005-2006’”. Dijo: Bien mi Joel, aquí están los libros y la convocatoria. Lo reto a que no puede hacer una reseña crítica sobre el libro de Shahen Hacyan como acaba de decir que puede. Es más, se detuvo para tomar aíre, lo reto a que gané el primer lugar en este concurso, para que borre la idea de su cabecita de que es una pérdida de tiempo leer Filosofía de la Ciencia.
El trato no sé si haya sido justo. O en verdad no sé si haya sido trato. Primero leí las bases de la convocatoria. Por mi edad entraría a la categoría “C”. El premio por el primer lugar eran seis mil pesos. Después vi el tiempo que tenía para hacerlo y leí el libro de Hacyan (trataba sobre astronomía). El día siguiente acepté lo que propuso Roky. Aunque debo adelantar que yo sabía de Astronomía lo que Galileo Galilei sabía de Ricardo Piglia y Roberto Bolaño. Nada. Y eso era una enorme desventaja.
Como aún era empleado sin paga del periódico que violó mis derechos como ciudadano y articulista censurando uno de mis textos y seguía estudiando el quinto semestre de Letras, pensé que tendría que concentrarme al cien en el reto y en no dar rienda suelta a mis otras actividades. Quizá por esa razón Roky se portó amable: me prestó su departamento y su cubículo para que trabajara con tranquilidad el ensayo, a puerta cerrada, mientras él se iba a dar unas conferencias a la Universidad de Jalapa, me prestó, también, los libros que necesitaría para decidir qué tema trabajaría y, al verme confundido en su mesa de trabajo, me sugirió que abordara la pregunta si hubo o no una Revolución científica, qué personajes la iniciaron, en qué tiempo y lugares. Luego me dejó más libros sobre la mesa para que resolviera esas preguntas y se marchó a Jalapa.
Comencé a leer los materiales y a planear la estructura del ensayo quince días antes del cierre de la convocatoria. Lo redacté cuatro días antes del límite de envío. Lo hice con fruición, con soltura, pero por una u otra razón volvía a empezar un nuevo ensayo cuando terminaba el primero. Aunque fueron desconocidos para mí autores como Steven Shapin, Alexander Koyré, Alistar Crombie, Thomas S. Khun y Lindberg, con el paso de los días que trabajé de cuatro de la tarde hasta las tres de la madrugada en el cubículo de Roky, los libros de estos investigadores se convirtieron en parte de mi inane vida. Sus artículos, además de que en principio fueron ajenos, algunas veces me fueron incomprensibles: tuve que leer hasta cuatro veces cada texto para trazar el mapa que me ayudaría a construir el ensayo. Hablo de Galileo, de Boyle, de Descartes y Newton. Hablo de discusiones sobre continuidad y discontinuidad en un periodo histórico en cuanto a transición del pensamiento científico entre el Medioevo y la Época Moderna en Europa. Hablo del concepto de Paradigma trabajado por Thomas S. Khun. Hablo del libro sobre astronomía El descubrimiento del universo de Shahen Hacyan.
Como tema principal del ensayo planteé estas preguntas, gracias a las sugerencias de Roky, debo aclarar: ¿hubo una Revolución científica en el siglo XVII, quién la inició, en qué año y cómo comienza?
Tanta fue mi urgencia en contestarlas, que pocas veces salí a tomar un descanso o a pasear. Cuando lo hacía, por órdenes que me había dejado Roky antes de irse a Jalapa, visitaba el observatorio de Ingeniería para distraerme y comprender qué son los cuerpos celestes. Aún en estos días, cuando estoy en la casa de la oriunda de Sad Songs, le explico dónde se encuentra Venus y Andrómeda y qué pasaba por mi cabeza cuando duraba las horas pegado al telescopio del observatorio. No puedo pasar por alto que para alejarme un poco de la investigación, revisé y leí un par de libros de cuentos de escritores jóvenes zacatecanos; pensaba escribir algo sobre la tradición literaria en Zacatecas y analizar, estéticamente, esos libros y escribir el artículo que titularía “Literatura inconsecuente”, mismo que me hizo perder mi empleo en el periódico y algunos amigos. Pero eso ahora no importa.
Sigamos hablando del ensayo.
Cuatro días antes de que se cerrara la convocatoria, las noches las pasé sin dormir en el cubículo, con algo de miedo porque los estudiantes de Letras decían que rondaba el espíritu de un alumno que se suicidó en el baño al descubrir que había reprobado la materia de Hermenéutica. Así que tecleaba en la computadora y estaba a la expectativa de que el fantasma no interrumpiera mis planes sobre resolver las respuestas de si hubo o no una Revolución científica. Cuando la cafeína dejó de hacerme efecto tuve que recurrí al Hiperbólico y por la resaca causada por esa sustancia y la presión de terminar el ensayo a tiempo, el estrés se manifestó como un hostigoso dolor en la nuca y terminó en migraña.
La noche que logré dormir tuve un sueño extremadamente extraño. No sé si fue por los efectos de la droga o por el setrés. Aún no tenía las respuestas a las preguntas que esbocé en el ensayo, aún no comprendía que era un maldito cambio de Paradigma como lo explica Khun y estaba completamente tripiado con tantas lecturas sobre historia científica. Soñé que Lindberg, autor del libro: Los inicios de la ciencia Occidental…, me sugería cómo hacer el ensayo y que propusiera que no hubo una Revolución centífica. Lindberg quería que mi ensayo fuera retador, polémico y derruyera muchas de las teorías dominantes dentro de este estudio, teorías que sostenían con pruebas potables que sí había existido una Revolución del pensamiento científico. Pero también quería que retomara las ideas continuistas, me enfocara en las propuestas de Grosseteste y Bacon, surgidas en la época medieval y que no discriminara a los medievales por ser medievales y alabara a los modernos por ser modernos.
Transcribo, según mi mala memoria, lo que me dijo en mi sueño:
Morro, aliviánate, ponte trucha y escucha: Para comprender los distintos periodos de la ciencia, de manera histórica, se deben estudiar con base en su contexto y desarrollo. Entiende lo que te voy a decir que no lo voy a repetir: El concepto de ciencia ha sufrido un duro proceso de incesantes cambios desde Grecia hasta nuestros días. Los distintos lapsos de la historia muestran que el conocimiento de los griegos, medievales y modernos ha permanecido comunicado de forma constante, un continuo diálogo, el primero configura al último, el último al primero, me explico, compita bombita y no me veas con ese rostro de monstruo. Por esa razón deben ser valorados por tiempos determinados o de forma específica, no en estructuras, sino en periodos, no seas wey, mi rey. Siendo así se puede afirmar que las aportaciones científicas en el medioevo ayudaron a los modernos no en su manera de anticipación, sino de configuración de estudio. Sirol, de rato.
Me despertó el frío que se filtraba por la ventana y el sonido de la lluvia desplomándose en el techo del cubículo. Me desamodorré y tracé a las tres de la madrugada del treinta de abril del 2005 el ensayo que se titularía: “Problemas de la Revolución científica”. Y lo terminé el día que se cerró la convocatoria. No debo pasar por alto un libro que me ayudó a sustentar la idea de que no hubo una Revolución científica en cuanto a la aplicación de la palabra “revolución” y cuestionar: “¿qué estructura del conocimiento se utilizaba durante ese periodo de la historia? (Época Moderna en Europa), y ¿qué posesión tiene esa estructura en los procesos sociales? El libro se titula: La revolución Científica, Una interpretación alternativa y es de Steven Chapin.
Propone lo siguiente:
Esta concepción de Revolución científica se ha hecho ya tradicional (...) Tal revolución no fue comprendida por su densidad, alcance y significado por la cultura humana en el siglo que sucedió (...) Incluso ahora, a menudo no se entiende ni se valora adecuadamente.
Se han de preguntar a dónde voy con esta historia tan aburrida y tantas citas. Tranquilos, voy para allá.
Esperé varios meses a que salieran publicados los resultados para enseñarle en su carota al Roky que mi ensayo había ganado el primer lugar y que yo había ganado el reto (no se crea mi Roky, si esta leyendo esto debe entender que sólo es un artificio para ensalzar ese ego que tanto me reprocha). Fueron tres meses de espera, o más. En lapsos llegué a olvidar el asunto. En Mayo escribí mi proyecto para solicitar una beca al FONCA, terminé de revisar la primera parte de Simulador. También comencé a salir con la oriunda de Sad Songs. La primera plática que tuvimos fue sobre mi ensayo y el sueño con Lindberg y el miedo que le tenía al fantasma del estudiante que se suicido en la Unidad Académica de Letras.
El siguiente mes conseguí ser novio de la oriunda de Sad Songs y le comenté que si ganaba el primer lugar me darían como premio un verano de investigación con el investigador que yo eligiera y en la ciudad que yo eligiera. Cuando ella me preguntaba, si ganaba, claro está, sobre qué lo haría, le contestaba que sobre la extraña extinción de los ornitorrincos en Australia o sobre las razones de por qué el Koala dura tanto tiempo abrazado a un árbol.
Se publicaron los resultados en Julio. Revisé las actas de resolución del concurso tan deprisa que no vi mi nombre y me enojé. Cerré la página de CONACULTA y decidí olvidarme de todo. Seguí leyendo ficción y escribiendo cuentos chaqueteros y dejé de frecuentar a Roky varios meses porque me sentí vencido y desilusionado. No podía enseñarle mi cara de perdedor al mundo, menos a Roky. Pero esta historia no termina aquí, bueno, eso creo.
El lunes de la semana pasada Roky me invitó a comer. Después de las tortas de adobada y chorizo preparadas por la señora Carmelita, fuimos al cubículo de mi amigo a bajar unos materiales de Internet. Entre la charla le pregunté que si me podía prestar los libros que usé en el ensayo para reescribirlo y mandarlo de nuevo al concurso. Roky me dio una noticia inesperada. Dijo que había ganado un tercer lugar y pidió que mejor me fuera concentrando en un nuevo ensayo para conseguir ahora el primero. Roky es uno de los hermanos mayores que nunca tuve (debo aclarar que si tengo hermanos mayores, saludos mi Mario). Mejor dicho: Roky es mi hermano mayor en cuanto a aportaciones académicas. Le contesté que no era cierto lo que decía puesto que yo había revisado los resultados y dijo: ¿Cuánto, wey, cuánto a que te llevaste un tercer lugar? No sé, Roky, ¿qué te parece el disco de Boby Pulido? Abrimos la página de CONACULTA y ahí estaba mi nombrezote y el de mi escuela. Ahora, después de varios meses de que se publicaron los resultados, no queda más que reclamar mi humilde tercer lugar y cobrar los tres mil pesos de premio. Ah!, y comprarle su disco a Roky.

P.D. Si alguien está interesado en este tema, les dejo la bibliografía que utilicé para que se den un quemón. Cuídense y no se avionen tanto.

CROMBIE, Alistair, Historia de la ciencia: de San Agustín a Galileo, tomo II, México, Alianza Editorial, 1974, pp. 334.
HACYAN, Shahen, El descubrimiento del universo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, pp.157.
KOYRÉ, Alexander, Estudios de historia del pensamiento científico, México, Siglo veintiuno Editores, 1997, pp. 394.
LINDBERG, C. David, Los inicios de la ciencia Occidental. La tradición científica europea en el contexto filosófico, religioso e institucional (desde el 600 a.C. hasta 1450), España, Paidós Orígenes, 2002, pp. 529.
SHAPIN, Steven, La Revolución científica. Una interpretación alternativa, España, Paidós Studio, 1996, pp. 280.
...

lunes, 4 de septiembre de 2006



.Mrs. Burroughs pida por nosotros desde Interzone que yo pediré por usté desde Zacatecas
y no se haga sordo con ese extracto de carne de ciempiés gigante de Brasil
todo hace falta la Droga hace falta
y usté también hace falta
para ponernos bien cucarachotas.
.Amén.

.Hemingway.






No es vanidad ni pedantería, lo que sigue a continuación sólo es un detalle baladí. Irrelevante. La última semana de Julio me di unas vacaciones literarias: decidí dejar la ficción y crítica literaria para leer El oficio de escritor: libro que reúne un entretenido compendio de entrevistas a escritores norteamericanos; entre los seleccionados están Truman Capote, William Faulkner, Henry Miller, T.S. Elliot y Ezra Pound. En la correspondiente a Hemingway, hecha por George Plimpton, descubrí que el maestro de los diálogos cumplía años la misma fecha que yo: el 21 de Julio. No quiero ensalzar mi vanidad con esto. No. Si entre las líneas se asoma mi arrogancia como el hijo de vecino fisgón, sugiero la ignoren. Algo en mi cabeza, hablo de estos últimos días, me exige explicar un episodio que viví en Puerto Vallarta hace dos años, cuando visité un bar que lleva el nombre de Ernest Hemingway.

Detalles abajo.
Por esos años yo era relativamente feliz como persona. Tenía dinero gracias a mi ex trabajo como gerente de una gasolinera llamada Colón, que se encontraba a la salida de mi ciudad. Tenía una mujer mimosa que gracias a sus arrumacos y atenciones me había motivado a decirle adiós al onanismo. Pero lo fundamental de esta historia es que yo era feliz como escritor. Sí. Un escritor tremendamente orgulloso con su trabajo, que siempre llevaba una sonrisa de oreja a oreja cuando caminaba por las calles. Acaba de terminar mi primer libro de cuentos y como incentivo por esa labor me tomé unas vacaciones en Puerto Vallarta. Solo. Sin ninguna compañía que arruinara mi retiro espiritual y laboral. “El mar es el lugar en el que nos disculpamos por las canicas que se nos escurrieron entre los dedos sin que hayamos entendido por qué”, escribió Enrigue. Y era más que seguro que a mí se me habían escapado demasiadas canicas de los dedos mientras escribí ese libro. Pero eso a nadie le importa.

Me hospedé en un hotel cómodo y de gran turismo, llamado Palladium. Los días que estuve en la playa los pasé ebrio, refundido en el bar Hemingway y por las noches, después de hacer el amor con alguna turista, leía satisfecho el manuscrito y un extremo orgullo brotaba de mis cavidades. En Vallarta me di cuenta que en verdad yo sería escritor. Un escritor de verdad. Se trataba, y me da pena confesarlo, de un estado de egocentrismo en su más plena y poderosa revelación. No es mentira: por aquellos años me creía el nuevo Truman Capote. Pero eso ahora no importa.

Hablemos del bar Hemingway.
Su decorado era sumamente cubano, muy a La bodeguita del medio. Acudía mucha gente. Sobre todo gringas potables y accesibles. En la pared contigua a la barra había infinidad de fotos del escritor y de sus manuscritos y de sus esposas y de él cuando ganó el premio Nobel y de él con Scott Fitzgerald. Visité continuamente ese lugar porque lo sentí como el templo que debe acudir cualquier escritor amateur, un lugar preciado, de iniciación. Recuerdo que a mi viaje, esto es más que una coincidencia, sólo llevé una novela de Javier Cercas: La velocidad de la luz. El libro trata la historia de un soldado gringo que fue parte de las tropas de Tiger Force en la guerra de Vietnam. Y trata también de cómo un escritor tiene que usurpar la vida de ese personaje para poder contar una especie de biografía o reconstruir los episodios que el soldado Rodney vivió en Vietnam.

Terminé la lectura del libro en dos tardes, recostado en un camastro con varios mojitos en mi mesa y camarones asados con salsa de vinagre. En La velocidad de la luz se descubre que Hemingway es el padre del silencio. “Los silencios son más elocuentes que las palabras y todo arte del narrador consiste en saber callarse a tiempo”. Y eso era un argumento más que se sumaba a mi odio contra esos narradores que se la pasan dando consejos dentro de sus cuentos sobre el arte de narrar. Y pensaba, como si en realidad el joven vanidoso que era por aquellos años fuera tan inteligente para dar consejos como todo un escritor: las mejores historias lucen su cometido cuando el autor las somete sólo contar la historia, de la manera más natural y sencilla, sin exhibir el andamiaje que las soporta. Pero esto aquí no viene a cuento. Lo que si viene a cuento es qué me sucedió en el bar Hemingway y cómo mi felicidad como escritor se desplomó en segundos.

Detalles abajo.
Con más de quince mojitos en mi sesera y dos cajetillas de cigarros Cohiba, comencé a flirtearle a una canadiense que se encontraba sola, en una mesa a espaldas de la mía. Sin pedirle permiso tomé asiento a su lado y comencé, para captar su atención, a contarle algunas historias sobre escritores. Y mientras veía la palidez de su rostro y sus pecas debajo de sus ojos verdes, como la piel de una manzana, le narré la triste historia (en verdad la única historia que sabía de Hemingway) de cuando extravió en un aeropuerto uno de sus manuscritos (creo Los asesinos) que más había trabajado en su vida y que ya lo había dejado listo para entrega a su editor. A la chica pálida le deslumbró mi supuesto conocimiento y la verborrea y pastiches que le agregué a la historia. Posteriormente le presumí, guiado por una vanidad alentada por los mojitos y mi inglés garibuleado, que era escritor y muy pronto publicarían mi libro de cuentos y que estaba seguro de que sería un fabuloso éxito. La chica sonrió y se le formaron dos agujeritos en las mejillas. Seguimos bebiendo. Intercambiamos historias y besos un par de veces. Ya para la madrugada, sin preámbulos, la chica me invitó a seguir con las historias sobre escritores en su suite. Acepté y antes de que yo pidiera la cuenta, la chica pálida tomó rumbo al lobby, ahí me esperaría.

Decidí despedirme de Hemingway a solas. Pedí otro mojito. Me acerqué a las fotos como si fuera a agradecerle la motivación que había influido en mi historia sobre el extravío de su manuscrito. Y como un zombi de pupilas encendidas, fijé mis ebrios ojos en aquella foto clásica que muestra al norteamericano con su suetercito de cuello de tortuga. Le dije con fruición antes de encontrarme en el lobby con la mujer pálida: Oiga mi Hemingway, amo del silencio, ¿me escucha? Hemingway, amo del cuento, mi señor. Yo sé que está ahí, ¿me escucha?”. Y Hemingway revivió unos segundos para mirarme como nunca otra persona, o digamos un muerto, lo había hecho. Y Zimzum Zimzum. Mi reacción fue, y aún en estos días es, inexplicable. Comencé a llorar. El chico de la barra me preguntó que si me encontraba bien y no supe qué responderle. Salí del lugar, a traspiés. El aire fresco golpeó mi rostro y se me subieron de más los mojitos. La chica pálida intentó detenerme cuando pasé por el lobby; con mi diestra la hice a un lado. Me dirigí a mi habitación con prisa. Saqué el manuscrito de la maleta. Tomé rumbo al mar sin perder el orden de mis pasos para no irme de bruces a la arena y aventé los papeles a las olas del mar y no volví a escribir hasta hace unos meses.

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