El 18 de
abril, antes de entrar al Costco a comprar salmón porque mi esposa y yo habíamos
empezado la dieta de los corredores, me llamaron por teléfono para decirme que
acababa de ganar el premio internacional Sor Juan Inés de la Cruz. Lo primero que
respondí fue: “me podría repetir de nuevo la noticia”. Jamás imaginé que lo que
decía era verdad o podría ser verdad. Mandé ese libro en el mes de enero de
2013 influido por los consejos de Flor, quien me convenció de no ver lejano un
premio como ése. Mi negación se debía quizá a un historial de rotundos no que
se habían acumulado en el pasado. “No” por parte de editoriales que rechazaron
mi El amor nos dio cocodrilos. “No”
por parte de concursos en los que había mandado trabajos anteriores. “No” por
parte de la vida en negarme cosas por las que había peleado. ¿Por qué intentarlo
de nuevo?, solía preguntarle a Flor cada que hablábamos de esos temas. ¿Y por
qué no?, añadía ella.
“Claro que te lo vuelvo a repetir,
Joel”, respondió quien me llamaba desde muy lejos. “Tú participaste con el
libro cuentos Rojo semidesierto,
escrito bajo el seudónimo Julio Páramo Revueltas”. Y fue entonces cuando por
fin creí lo que estaba pasando. En la entrada del Cosco de Paseo de los Héroes
había varias personas comiendo, carros que entraban, se estacionaba y otros que
salían. Ruido, mucho ruido. Y la voz que aún no tenía nombre volvió: “Los tres
jurados votaron a favor de tu libro, luego de haber dictaminado cierto número
de trabajos”.
En
lugar de responder, me imaginé a esos jurados sin rostro, encorvados, con la
cabeza hundida entre cuentos y más cuentos, decidiendo que mi libro era el
indicado, que algo –que yo siempre quise comunicar para que creara complicidad
con alguien- les había hablado, tocado, los había hecho participes de mi forma
de leer cierta realidad del mundo. Y no sé por qué, pero recordé las noches que
pasé en la biblioteca de la Fundación Antonio Gala escribiendo parte de esos
cuentos, cuando caminaba al amanecer por el pasillo diciendo: “no sé a dónde
voy, ni cuándo llegaré, sólo tengo la certeza de que estoy caminando a un lugar
que sin duda alguna me sabrá decir qué estoy buscando. Y también me vi en el
Distrito Federal, las tardes que pasaba en el departamento de la calle
Anaxágoras de Eugenia platicando con Juan Gómez Bárcena y nuestras tercas y
enormes ganas de terminar nuestros libros de entonces. Esas brutales ganas de
ser escritores. Esas ganas de decir algo a través de las historias escritas.
Esas tercas ganas de erigir nuestra inconformidad con palabras ante un mundo
desvencijado, como si las palabras mismas fueran a enderezarlo.
“Lo
felicito”, regresó la voz. “Veo que es muy joven. Estamos contentos de que se
lleve el premio hasta Zacatecas. ¡Ah, no!, leo en su semblanza que vive en
Tijuana. Por cierto, ¿a qué se dedica allá?”. Le conté los pormenores de mi
vida a quien se identificó como Agustín Gasca Pliego; por qué llegué a la
esquina de México y sobre las clases que imparto en Cetys Universidad. Hicimos
bromas, de seguro yo a él, porque cuando me pongo nervioso empiezo a reír y a
bromear, muchas veces de más, que suelo desconcertar. Luego me dijo que apuntara
un correo electrónico, un par de teléfonos y me pidió que cuando llegara a casa
llamara Toluca para que me dieran indicaciones.
En
cuanto colgamos, le llamé a Flor y le conté todo. Ella me respondió que era
mentira, que la estaba bromeando y que si no era verdad me dejaría de hablar
toda una semana o más. El historial de mis bromas y tergiversaciones con la
realidad, mi realidad, ha abollado en cierta medida mi relación con mi esposa.
Pues a veces, cuando no puede dormir, le relato historias de mi vida que pasaron,
pero las aderezo con cosas increíbles, con detalles extraordinarios que me
hacen ver como el mejor héroe o antihéroe de mi propia historia, una especie de
fabulador que ha recorrido varias épocas que arman nuestro mundo y así, con el
sonido de mi voz arrullándola, logra quedarse dormida. Le volví a contar las
cosas detenidamente, que yo tampoco lo creía, que me había llamado Agustín
Gasca, que por fin ese libro le había gustado a alguien, que ya teníamos para pagar
la renta unos tres años más, y se soltó a llorar, se rió, gritó y me pidió que
regresara al departamento.
En
el departamento bebí una cerveza Samuel Adams para quitarme el calor. Llamé a
Agustín y me dijo que el 23 de abril publicarían los resultados.
Aunque
los cursos que impartía entonces en la universidad y en Cecut, las tareas que
tenía que revisar detenidamente de mis alumnos, bajo la idea de que el lenguaje
es lo que hace al ser humano, y los planes para la presentación de mi El amor nos dio cocodrilos ese 25 de abril
me tenían ocupado, del 18 al 23 los días se convirtieron en un lento caracol
que luchaba por llegar a su destino. Supongo que eso pasa cuando esperas algo
con tanto deseo o tienes tantas ganas de contárselo a quien estimas. Porque tus
logros, o lo que consigues con el sudor de tus manos y mente, terminan
convirtiéndose también en los de ellos.
Cuando
uno escribe, jamás lo hace pensando en que podrá ser premiado. Lo hace a solas,
bajo la pregunta: ¿cómo trasladar a un relato o capítulo de novela nuestra
interpretación sobre ciertos temas del mundo? Lo hace para satisfacer ese
impulso que brama desde que decidimos emprender el duro camino del escritor.
Pues sino tecleamos, sino llenamos aunque sea de palabras y más palabras la
hoja en blanco, nos sentimos culpables por no registrar nuestros días, nuestro
camino y, por ende, nuestra inconformidad ante lo que no sucede.
Y
aunque muchas veces los premios jamás llegan o llegan materializados con otro
rostro, como el de la amistad o los buenos libros, esta vez ganamos el Certamen
Internacional Sor Juan Inés de la Cruz con Rojo
semidesierto. Eso significa que siempre hay alguien esperando escuchar tu
voz al otro lado del pasillo oscuro, para decir que vas bien, que no te has
perdido del todo.