viernes, 2 de abril de 2010

El amor nos dio cocodrilos*


para Fernando Motilla Zarur, que tanto ama a los animales

Zam y yo queríamos una casa con amplios ventanales, con vista a un jardín grande, en el que se pudieran sembrar tulipanes, colgar un columpio de un árbol y poner juegos infantiles. Lo que conseguí fue una casa pequeña con cochera, un jardín, muebles y una cocina con estufa de encendido electrónico. Compré un televisor, un estéreo que tocara las composiciones de Vivaldi para nuestro primer hijo. Compré lámparas de luz blanca para iluminar las habitaciones y el estudio.
Ella quería una niña y que se llamara Naora. Pintó una recámara de color rosa, con muñecas rusas por todas partes. Adornó la cuna con encajes y lino. La alfombró de ranas de caricatura. Puso en el techo estrellas de plástico que brillan en la oscuridad y compró vestidos con listones a la cintura, diademas y moños para el cabello.
Yo quería que fuera niño y se llamara Yoili. Compré una mochila, una gorrita para el sol, un guante de béisbol, un triciclo rojo, camisas de los muppets y decoré otra recámara con súper héroes. Le pinté un globo aerostático, un sol y una luna en el techo. Decoré el piso con una alfombra de Superman y a la cuna le mandé bordar el dragón blanco de Historia sin fin. Cuando creciera le regalaría libros de ciencia ficción para que dibujara a los personajes que habitan en esas historias.



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*Este cuento se publicó en la Antología Jóvenes Creadores, FONCA 2006-2007, y forma parte del e-book El amor nos dios cocodrilos, Vozed Editorial, 2013.

.220.

: (3 de abril de 2010)

Rumbo a la sierra de Nochis.

jueves, 14 de enero de 2010

.219.


Primer día

: (13/1/2010)




Algunas veces he creído que todas las historias de esta ciudad arman una sola historia, y uno sólo vive un fragmento de esa gran historia construida por muchas otras. Hoy viví una que más que ofuscarme, me dio la prueba de que uno sólo forma parte de una fracción mínima del mundo, y aunque ignora las demás fracciones que existen a su alrededor, llega un momento crucial donde hay un punto de encuentro. Quiero ser preciso, y quizá para hacerlo primero me tengo que aclarar escribiendo lo que me sucedió hoy. Cerca de las dos de la tarde salí a comprar café. En el boulevard, cuando manejaba y escuchaba esa canción de Cat Power que siempre he dicho, Ella reduce mi vida, tuve que frenar de golpe porque una persona se había atravesado en mi camino. Se trataba de un hombre entrado en carnes, que aparentaba tener cerca de cincuenta años y estar desequilibrado. ¿Por qué supongo esto? ¿Quién en su sano juicio se tira al pavimento de una carretera cuando el tráfico está en todo lo que puede estar? Me refiero a la hora pico. Luego de haber frenado el vehículo, apagué el motor y bajé para cerciorarme de no haberle hecho daño al hombre. El hombre, más que mostrar algún rasguño o golpe, se encontraba hecho un ovillo en el piso y se regodeaba por la estupidez que acababa de cometer. Pensé en patearlo para que reaccionara. Qué sé yo, para que entrara en razón y se pusiera en pie. Pero antes de agredirlo me pidió que no lo dañara, se puso en pie por sí mismo y me dijo que si lo llevaba al lugar indicado, al lugar que él tanto buscaba, me daría de recompensa algo que nunca antes le habían regalado a alguien. Todo pasó tan rápido, que posiblemente el hombre no usó esas palabras, pero estoy más que seguro que se refirió a eso, a darme algo a cambio de llevarlo a donde él lo pidiera. No sé bien si medité en el ofrecimiento, lo que sé es que los eventos que sucedieron después fueron que se subió a mi vehículo en menos de cinco minutos, que me dijo que no le gustaba Cat Power, luego de haber escuchado y apagado la música que sonaba en mi estéreo, que había una razón en concreto --quizá un capricho del azar de esos que mejor vendría no reflexionarlo-- la que hizo que nos encontráramos, y que presentía que yo estaba confundido. No tenía por qué confesarle las razones que me tenían, como él decía, confundido. Para ser honestos no era confusión lo que yo llegué a sentir la mañana del día de hoy, sino más bien una especie de impotencia, quizá. Pero lo que quiero contar aquí no es sobre mí, sino más bien lo que me sucedió junto a ese hombre.

Para terminar de una vez por todas con la obra de caridad que me encontraba haciendo, le pregunté al hombre que a dónde quería que lo llevara. Y él, yendo al grano, me dijo que al lugar donde yo creía se encontraba la felicidad. ¡Vaya mierda con las drogas que tomó este tipo!, pensé, y hasta estuve a punto de bajarlo del Chevy antes de arrancar. Detrás de mí estaban otros carros, y yo estaba obstruyendo el camino de otras personas. Sin embargo, el hombre bajó el cierre de su chamarra y la abrió para que yo mirara los fajos de billetes que llevaba escondidos. Me sorprendí. Mejor dicho, me asusté. Pensé –mi suerte nunca ha sido muy buena que digamos—que me había metido con un ladrón peligroso que se encontraba huyendo de algo, posiblemente de alguna corporación de sicarios de esas que están muy en boga en esta ciudad, o de la policía. Yo qué sé, tanta basura que le pasa a uno por la cabeza en situaciones difíciles. Pero pronto me calmó diciendo que manejara sin temor alguno, que venía del banco de cobrar un cheque, que necesitaba pensar en otras cosas, y que lo llevara a donde yo creía estaba la tranquilidad.

Conduje el carro al periférico. Quizás el hombre se relajaría cuando mirara los paisajes que se asoman desde la carretera que lleva al Cerro del Grillo o La Bufa. Permaneció callado largo tiempo, y cuando hablaba sólo me decía que en mí había encontrado a la persona correcta y que yo había asegurado mi futuro. De tanto escuchar el mismo tema, le pregunté a qué se refería. Pero el silencio fue lo único que tuve de respuesta. Calmé mi enojo, porque accidentalmente se trasminó un asunto mío con el del hombre. Es decir, yo había salido de casa no sólo porque necesitaba café, sino porque había tenido una discusión con mi esposa, una discusión que no terminó bien sólo porque no me dio las razones que yo tanto le pedía. Que el hombre aguardara tanto tiempo en silencio y me contestara lo mismo me hizo inquietarme. Preferí manejar a Veta Grande, puesto que ya le había dado tres vueltas al mirador que está en las faldas de La Bufa. Entrando al municipio por fin rompió el hielo y me contó su historia:

El hombre era contratista. Tenía su empresa en Aguascalientes y le habían secuestrado a su hija de 22 años hacía apenas un mes, en un viaje de prácticas que la chica había hecho a Zacatecas. La gente que lo había hecho le estaba pidiendo de rescate más de ochocientos mil pesos en efectivo. Y el hombre los consiguió en una semana. Vendió maquinaria, propiedades y dos autos, y entregó el pago las fechas que había pactado con los secuestradores. Sin embargo, los secuestradores no sólo recibieron el dinero, sino que también subieron la suma y le entregaron al contratista el dedo meñique de su hija, como una prueba de que si no conseguía más dinero en menos de una semana, lo que le entregarían después no sería otro dedo de su hija, sino a la misma muerta y en pedazos. Siendo honesto no tenía argumentos para contradecirlo, para decirle que a mí no me engañaba: hoy en día en esta ciudad todo mundo tiene algo que contar relacionado con el crimen organizado o un secuestro, tantas son las historias que van de boca en boca entre la gente, que las historias se han ido desgastando, convirtiendo en material trillado y hasta en el pan de cada día. En un principio fue el temor, y el temor se convirtió en prestigio para los bárbaros que buscaban el dominio del territorio, luego vino el mito, y con ello todas sus interpretaciones y tergiversaciones que pasaban de boca en boca, de persona a persona. No sé si la historia del hombre me conmovió y por eso dejé de juzgarlo como lo había estado juzgando antes; el hombre se veía descompuesto, sí, mostraba una descompostura ante lo que estaba a su alrededor, y lo que estaba a su alrededor no tenía ninguna injerencia en él. Es decir, no lo motivaba o le daba vida.

Detuve el carro. Deduje que estaba esperando de mí un consejo o un consuelo. Pero ¿qué podía decirle? No sé qué se aduce en esos momentos. Pensé en preguntarle de nuevo a dónde quería que lo llevara. Pero al escuchar “me mataron a la niña de mis ojos”, un sabor a desdicha se concentró en mi boca. ¿Por qué razones me encontraba yo allí, en la entrada de un municipio minero, escuchando la tragedia de un hombre desconocido? ¿Y por qué razones ese hombre decidió contarme a mí su tragedia y no a otra persona? Respuestas, uno siempre anda buscando respuestas creyendo que así solucionara sus conflictos. Pero no, las respuestas son sólo un acercamiento a cualquier solución, y hasta la negación a seguir un camino y la toma de decisiones a caminar por otro que posiblemente será el equivocado. O siempre vivimos equivocados, y con el estar buscando respuestas el único sendero que encontramos es la equivocación tras equivocación, como si ésta fuera un espejo interpuesto en medio de otros más para repetirse infinitamente.

“Sabe”, siguió el contratista con su historia, “junté el dinero que tanto me exigieron, pero el haber perdido bienes materiales y el haber hipotecado la casa no es lo que me…”, guardó silencio. No quise verlo llorar, no me sentí con el derecho. Miré por la ventana. Hay ciudades que tienen colores de gloria, de arrogancia, y otras de nostalgia y hasta de buenaventura. Zacatecas, en cambio, tiene un color a depresión desmesurada, a melancolía disfrazada de hospitalidad y servilismo. Pero hoy por la mañana, a pesar de que en la radio pronosticaron que nevaría, el sol se veía hermoso, sus rayos solares parecían cabellos dorados rompiendo los nubarrones y el viento. Eso hacía pensar que no me encontraba en Zacatecas, sino en otro lugar. No puedo precisar bien dónde, sólo puedo decir que me encontraba lejos. Imaginé un jardín de niños, sí, una guardería donde corrían algunos niños, todos disfrazados de animales de la selva, todos sonriendo y gritando y tratando de alcanzar una porción de felicidad que se encontraba flotando en los aires, como onduladas sábanas transparentes.

¿A dónde quiere que lo lleve?, volví a preguntarle al hombre cuando lo vi más relajado. Y en lugar de contestarme, volvió a encender mi estéreo, abrió la puerta del carro, y antes de bajar, se metió la mano entre su chamara, sacó un fajo de billetes y lo aventó al asiento. “Sólo un favor”, me dijo, “no le diga a nadie de esto, por favor”.




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