martes, 27 de septiembre de 2016

Sobre la serie de televisión Easy, un repaso a los cuentos sin centro





Corría el año 2007 y yo estaba muy apurado por escribir cuentos que no se parecieran a los que escribían los maestros del boom latinoamericano. A mis manos llegó Short cuts de Raymond Carver, un autor del que había escuchado mucho y leído poco, y del que muchos cuentistas presumían haber aprendido todo lo que saben sobre cómo escribir cuento. Recuerdo que leí en pocos días Short cuts y lo que más me interesó entonces eran las interconexiones o los vínculos que los protagonistas y coprotagonistas de esas historias tenían entre sí, de modo que si un cuento trataba sobre un matrimonio disfuncional, el otro, el que estaba en la siguiente página, trataba sobre algún conflicto del hijo de los vecinos de aquel matrimonio en problemas, y ese elemento de unión o serie se hallaba en otros cuentos más, al punto de que el libro o las historias del libro eran una suerte de estructura explosiva interconectada por líneas muy sutiles, y el lector lo que hallaba en su lectura eran las historias de personas que habitan un suburbio.

De Carver aprendí la idea de los cuentos sin centro, es decir, esa estructura aparentemente circular en la que tres personajes viven y conviven alrededor de un conflicto silencioso, sugerido, latente, que algunas veces se asoma y otras se entierra entre las capas de la trama, pero al final termina por desunir de la forma más cruel o sorpresiva a los personajes; o unirlos bajo una culpa compartida que los acompañará hasta el final de su existencia. Maestro de la elipsis y del narrar en realidad es el arte de la sugerencia, muchos podrán decir que Raymond Carver es el heredero escritor ruso Chejov, y yo me atrevería casi asegurar que es el abuelo de la mayoría de los escritores jóvenes que hacen cuento en nuestros días. Pues todas esas habilidades del género que hace unas líneas esbozaba, fueron aprendidas por el mismo Carver en Iowa, gracias a la enseñanza que John Gardner llegó a ofrecer a sus alumnos de escritura creativa, donde por accidentes del tiempo o el destino el autor de Catedral estuvo. Dentro de aquella amistad Gardner-Carver (se puede leer más en Para ser un novelista, libro que el mismo Raymond prologa con un texto confesional sobre su formación con Gardner), hay un rumor que quiero destacar y es uno con el cual crecimos los seguidores del autor Hazme el favor de callarte, por favor: se dice que Carver, al terminar un cuento, se lo mostraba a Gardner para conocer su opinión, pues con el tiempo no sólo se fue convirtiendo en su lector modelo, sino en su editor. Y que el truco que en realidad le enseñó el maestro al alumno fue la de quitarle el centro a los cuentos, es decir, la explicación directa del conflicto, al punto de dejarlo como supresión, que en palabras de la narratología es elipsis. Esa falta de centro la agradece el lector entendido, pues no es más que la eliminación de la “explicativitis” de la trama misma, es decir, la explicación de lo que hizo que los personajes se desunieran o vivieran juntos pero con culpa.


Una de las mejores muestras de la herencia Gardner-Carver se encuentra en la serie Easy, recién lanzada sin mucha promoción por Netflix hace un par de días. Se trata de 8 episodios o historias autónomas e individuales de ciudadanos de Chicago, todos en la línea fronteriza entre la juventud tardía y la etapa adulta, que temen o se niegan a dar el paso hacia adelante por temor a perder su individualidad y lo que han logrado hasta el momento, o bien, por temor a convertirse en adultos que viven bajo la inercia de las responsabilidades y la aparente presión de la paternidad y la familia. La mayoría de las historias están unidas sutilmente, de manera que un personaje aparece de pronto como protagonista en una historia y más tarde no es más que el amigo del principal o el vecino fugaz.

En esta serie hay también una intromisión de las nuevas tecnologías y los dispositivos tecnológicos como elementos de desunión de las parejas o la materia prima de las paradojas de la creación artística. Vemos, por ejemplo, la historia de una pareja que tienen años sin tener buen sexo, ya fuera por el estrés que provoca la ciudad, los hijos, el trabajo. Y, al planear y encontrarse el momento adecuado, los timbres de los celulares sonando cada tres minutos se los impiden y vuelven a caer en la rutina. Otra historia es la de un novelista gráfico que utiliza sus relaciones interpersonales como la materia prima de los libros que publica, al punto de ridiculizar a las mujeres y él quedar como la víctima de una relación desequilibrada y desigual. Pero una seguidora, que al principio se nos maneja como groupie, pero más tarde la reconocemos como una cazadora de historias mostradas en sus fotografías, le da una cucharada de su propia fórmula de creación artística al tener sexo con él y fotografiarlo para después montar esa fotografía en una exposición donde acuden un buen número de jóvenes armados con sus cámaras de celular. El novelista se encoleriza y pide que retiren esa foto porque está siendo ridiculizado y fue montada allí sin su consentimiento. Existe otra historia también (y quizá sea mi favorita) donde una pareja de latinos, tras conseguir una vida próspera y cómoda en Chicago, decide formar una familia comprando un sillón para la sala de su departamento, donde se esforzarán para embarazarse. Sin embargo esa búsqueda de felicidad se ve truncada tras la aparición de un tercero en discordia, que no es más que la visita del mejor amigo y ex novio de la chica. Al mezclarse esa triada novio, novia y ex, los sentimientos que otrora se creían desaparecidos, renacen entre los ex, y el sillón cumple su función pero no con los personajes que esperábamos en un principio de la historia. Hay más episodios, como la de unos hermanos que montan, mientras una de las esposas está por alumbrar, una fábrica de cerveza artesanal como una válvula de escape hacia su época dorada con su hermano. Hay otra, y quizá esta interese a los consumidores de Hollywood, protagonizada por Orlando Bloom, donde el mismo Elfo del Señor de los anillos aparece semidesnudo y cargando un bebé.


 Easy está escrita y producida por Joe Swanberg, un guionista y actor de Detroit que ya alguna vez colaboró para la serie Love, también proyectada por Netflix, que se ha hecho de una buena reputación a sus escasos treinta y algo años, explorando como tema en su trabajo las relaciones interpersonales jóvenes, los sentimientos que los unen y desunen y también esa línea fronteriza que existe entre la adolescencia tardía y la etapa adulta, sin dejar de lado, por supuesto, la injerencia que tiene en el comportamiento humano las nuevas tecnologías de la comunicación, como las redes sociales.  

lunes, 19 de septiembre de 2016

Entre los hechos reales y la ficción, una reseña sobre Vientos de Santa Ana, de Daniel Salinas Basave






Es casi un asunto modal que un número considerable de escritores se inclinen por el género detectivesco como una de las maneras más adecuadas de hacer literatura y así capturar las disfuncionalidades políticas, sociales y culturales de México, pero también para destacar que dentro del drama nacional provocado por la mafia, el crimen o la corrupción, la comedia a cuenta gotas o a borbotones también tiene cabida. Pareciera, tal y como dicen los escritores de la teoría sobre la construcción de la novela, que las tramas más consumibles son aquellas que pretenden responder poco a poco, mientras se construye la tensión, la intriga y el suspenso de la novela, una pregunta valiosa clavada como corazón en medio de las costillas de la historia. Una pregunta dramática que late persuadiendo al lector y que es el pivote de acción tanto de los personajes como del escritor mismo a la hora de narrar.
Padres de lo detectivesco en México, o de este modelo de intriga, son Jorge Ibargüengoitia y el mismísimo Rafael Bernal. Creadores ambos de detectives o investigadores por accidente, o de detectives de segunda mano, que son arrastrados por el destino para resolver un crimen hasta las últimas consecuencias. De ellos han nacido, muchas veces ayudados en gran medida por el imaginario negro norteamericano o el reciente Noir escandinavo, una especie de vástagos que van desde boxeadores o amigos de pugilistas que se bajan del ring para librar una lucha contra un grupo sanguinario, exmilitares o exagentes de la judicial que desean hacer justicia bajo su propia mano, o exsicarios arrepentidos y alterados por la venganza, así como agentes de mayor rango que pelean contra una verdadera maquinaria norteña del miedo. Todos ellos héroes o antihéroes de una historia donde de antemano se sabe que no habrá un día más para vivir y lo que importa, si no es revelar la pregunta que los motiva a seguir, al menos es rozar una parte de esa verdad que los ayudará a morir un poco satisfechos.
Dentro de este marco de referencias del género, es novedad leer en Vientos de Santa Ana, de Daniel Salinas Basave, una historia de detectives, en momentos dedicada a la reflexión ensayística, en la que dos periodistas anillados por una pregunta compartida desean la fama o el renombre en un país donde su oficio es sinónimo de suicidio y la impunidad se erige con todos los esfuerzos de la ley. La pregunta dramática que motiva la novela de Daniel es la misma que un medio de comunicación local de Tijuana llamado “La X” se ha hecho desde 25 hace años semana tras semana en el interior de sus páginas: ¿Por qué me mataste, Alfio Wolf?
Pieza narrativa a dos voces, algunos capítulos de Vientos de Santa Ana están narrados en segunda persona y desarrollan la historia de Guillermo Damián Lozano, un reportero de un diario tijuanense que pretende incidir en la verdad histórica o legal del imaginario colectivo de la frontera, si es que puede arrancarle una confesión a Salomón Saja, el exjefe de escoltas del mafioso Alfio Wolf, el futuro gobernador de Baja California, sobre quién le ordenó asesinar hace 25 años a Hilario “El Gato” Barba, el ácido columnista del semanario “La X”. Sin embargo, los obstáculos que truncan el camino de Lozano no son sólo salariales y de seguridad personal; Saja es un enfermo de cáncer terminal dentro de un penal de máxima seguridad y, aunque su único deseo es confesar sus crímenes, los mafiosos y sus subalternos se las arreglan muy bien para que los secretos del jefe jamás sean conocidos.
La otra voz en Vientos de Santa Ana es el diario personal de Amber Aravena, una chilena corresponsal de una popular revista latinoamericana que llega a Tijuana persuadida por la mítica historia del zar de las apuestas y también propietario de uno de los zoológicos más impresionantes de Norteamérica, sitio donde se ha dado el nacimiento de una cruza entre tigre y león, especie llamada Ligre, cuyo amo es  Alfio Wolf. Los objetivos de Aravena son, al igual que su colega de oficio Damián Lozano, obtener una entrevista con Wolf, averiguar cómo opera su sique y descubrir si es lo que los rumores apuntan: un mafioso narco junior que ha hecho y deshecho a su antojo en la frontera más importante de México y, sobre todo, si es el actor intelectual del asesinato del columnista “El Gato” Barba.
Los méritos de ambas historias van desde el desarrollo psicológico de los personajes hasta el reflejo y casi mitificación del zar de las apuestas y la ciudad donde habita y anida. Daniel Salinas se sirve de la historia de Lozano para mostrar la rabia de los periodistas, misma que sólo puedo nacer en las entrañas de una sala de redacción, donde a los escritores, al menos a los de piel sensible, se les veta de esa trinchera porque no nacieron para ser buenos soldados o para cazar, como dé lugar, la nota periodística que cubra la portada; y se les pone en riesgo como si fueran caballitos de batalla desechables y se les compensa con un salario raquítico o se les amordaza con la censura una vez que han cruzado la raya. En este recorrido, Salinas Bazave hace un apunte sobre la batalla que libran a diario los periodistas, una mordaz clasificación donde equipara desde los pasquineros o jefes de información y editores con las paraditas de la zona norte de Tijuana o las carísimas scorts contratadas por internet y arremete contra los dueños o directores de los periódicos que sólo vanaglorian a los periodistas cuando están muertos. En ese mundillo corrompido, Lozano no sólo aspira, en una región donde mueren mil mexicanos por año, a revelar desde el reportaje la verdad sobre quién mandó asesinar al Gato Barba, aunque el actor intelectual sea un secreto a voces en una ciudad desmemoriada y todos los caminos conduzcan al Hipódromo; Damián Lozano quiere y cree que él fue elegido por el periodismo para desenredar ese nudo de la historia legal y así redimir su fracaso personal como periodista o al menos hacer valer que la revisión histórica de un hecho puede evitar que un asesino como Alfio Wolf llegue al poder de Baja California como gobernador. 
En el caso de Amber Aravena, cuyo registro lingüístico a ratos suena como tijuanense, luego como chilena, y de vez en cuando como regiomontana, su riqueza como personaje radica en que se convierte en la Virgilio del lector en su recorrido por Tijuana, mostrándole con sus ojos de extranjera una ciudad construida por los mitos más populares o soterrados de México, algunas veces espejismos y otras tantas verdades en apariencia increíbles, casi como los círculos del infierno de Dante, compuestos por canales donde vagan los migrantes e indocumentados como fantasmas arrepentidos, monjas que cuidan a los presos como si fueran sus hijos, zonas rojas donde se serena el sexo y se lava el dinero del narco y, sobre todo, la radiografía profunda de un zar del miedo, su historia y lo que lo rodea. Aravena cristaliza parte de las preocupaciones personales de Salinas Basave, que es la de ser narrador testigo, casi cronista de Tijuana, algo que ya había explorado en su momento Federico Campbell.
Sin embargo, si Amber funge como la pieza clave que clausura la historia de Vientos de Santa y es la protagonista de su momento climático, pues es ella quien consigue estar cara a cara con el gran represor, el gran corrupto Alfio Wolf; el lector podría esperar que debe ser ella quién resuelva la pregunta dramática de la novela y ponga en jaque al aparente enemigo. Pero no sucede así y no es porque no lo haya intentado: la respuesta del presunto asesino es casi una alegoría del cinismo de la cúpula política poderosa del país. Es casi una representación fiel del maquiavélico funcionamiento de la sique de ciertos gobernantes en turno mostrando un doble discurso y el victimismo: no lo maté y en cambio me culpan; yo no lo maté y todos me señalan.    
  La ficción, al contrario de la Historia con mayúsculas, da la oportunidad de remendar o redimir ciertos hechos del pasado que pasaron de tal o cual manera. La ficción, al contrario de la Historia, nos da la oportunidad de hacer ajuste de cuentas con quien creemos que se lo merecen. Si lo atractivo de los acontecimientos narrados en Vientos de Santa Ana es el sistema de contrapesos construido por algunos hechos reales suscitados hace 25 años en Tijuana y el poder evocativo de la ficción en una perspectiva del presente, habría sido un logro más en esta novela que Hilario El Gato Barba, doble del verdadero Héctor Miranda, “El Gato Félix”, se hubiera llamado como tal, al igual que los diarios o semanarios locales que aparecen en la historia. Y habría sido aún más que pertinente que Alfio Wolf no fuera Alfio Wolf, ni el dueño del Hipódromo, sino Jorge Hank, el Pirrurris o el Abominable Monstruo de las Nieves, apodos que alguna vez arañaron a quien se pensaba intocable y alimentaron la acidez de quien motivó a Daniel Salinas Basave a escribir esta novela.



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