martes, 28 de febrero de 2006
.ladrón de ejemplares: crónica de cómo un prematuro sufrió para encontrarse con la literatura y su extraña manía a destrozar su vida.
Como no me gustaba el mundo en el que vivía me convertí en un mago que hace verosímil la mentira. Sabía hacer llorar a mi progenitora cuando le informaba del maltrato al que me sometía mi padre y a mi padre lo hacía sentir la persona más infrahumana del mundo hasta que exigió el divorcio. Se fue de casa y dejó de implantarme sus sanciones que en lugar de enderezar mis mañas las hacían inalterables. Otro castigo: me ayudaba a estudiar matemáticas y mi ineptitud lo orillaba a torturarme mientras resolvía multiplicaciones frente a una pizarra. Él tenía el televisor trasmitiendo el canal de las caricaturas, daba diez risotadas por minuto y yo no podía poner en orden mi cerebro. Decía que era el mejor método para aprender a trabajar bajo presión. Si descubría que veía el televisor unos segundos jalaba de mis patillas hasta hacerme caer en llanto. Otro más: le encantaba hacer crecer mis orejas. Cuando firmaba mis calificaciones bajas frente a todos los padres de familia y mis condiscípulos le decía a la madre para verse como un progenitor ejemplar: Debo ponerlo a estudiar y enseñarle disciplina. La disciplina se aprende a golpes, se rascaba los testículos, se olía la mano y estiraba y estiraba mis orejas hasta que me hacía alejar mis píes unos centímetros del suelo. Caía en llanto y toda la semana mis compañeros me veían como el que es golpeado por su padre porque no sabe multiplicar.
También sabía hacer sentir bien a la gente como cualquier cómico, los hacía reír, compadecerse de mí como si fuera un animalito indefenso o una marioneta como Pinocho. Era desgarbado, simple, un chico de paso histriónico, sin ninguna cualidad física, sólo la nariz algo grande y las cejas tupidas de bello. Me recuerdo a los diez años: festival del día de muertos en la primaria. Mamá no tiene dinero. Sentada en la mesa esculca con nervios entre sus ahorros para ver si ajusta rentar un disfraz. Nada. A falta de dinero me pone un traje de mi padre, de tela raída, negra mate. Me pinta un bigotito, me consigue un bastón. Todo arreglado, salí de Chaplin. En la escuela varios alumnos no dejaron de preguntarme dónde saqué mi disfraz. Mentí. De niño uno es tan ingenuo que las mentiras que crea termina por sentirlas ciertas. Me invitaron a trabajar, les respondí, en un programa de comedia en la televisión y me dieron este traje. Y los chicos se me acercaron a pedirme autógrafos. Quizá por eso también quería ser cómico y que todo el mundo pronunciara mi nombre, que se estamparan playeras con mi nombre, que se anunciara el la televisión mi nombre y que mi show también llevara mi nombre. Y ¿por qué no?, que se hiciera una película sobre mi vida, aunque fuera totalmente intrascendental y mentirosa, infantil e inatractiva. Todo el mundo debería verme y escuchar mis falsedades. Yo sería el próximo cómico que todo México esperaba.
Quince años y nadie sabía de mí. Un completo desconocido. Como pinocho, vivía dentro de mi mundo, dentro de la ballena. Quince años y los cambios de adolescencia me pesaban como si fueran yunques sobre mi espalda. Cambiaba cada quince minutos de humor y sentía que todo el mundo debía escuchar lo que pensaba, hasta la más fina estupidez. Virgen, aún virgen y totalmente fiel al monólogo solitario, a los cariños propios y sinceros, a pensar en tantas mujeres y tantas actrices y tantos sueños. Dieciséis años. Siempre golpeando los muros de la ballena para ver si podía derribarlos y salir a la luz. Otro recuerdo: mi vida nocturna dentro del graffiti. Hice vomitar a la fuerza a la ballena y salí a la luz junto con su basca. Válvulas Fat cat punto 5. Daim y el crew FX alemán. Válvulas Fat Cat para flamear firmas. Válvulas Fat cat para hacer bordes gruesos y quemarles el rostro a los policías cuando intentaban apresarnos (los quemábamos poniendo el fuego de un encendedor en la punta del aerosol). Reprobé el primer semestre de preparatoria. No se lo dije a mamá. Le mentí y me creció la nariz. El dinero que me daba a diario para ir a la escuela lo invertía en latas. Era todo un hallazgo rayarparedes, burlar a la policía durante la madrugada y hacerse popular en la ciudad.
Pleitos con otros crews. Firmar en el lugar donde se juntaban otros rayadores era como defecar en su territorio y yo solía desafiarlos continuamente. Aún me veo ahí, en medio de una calle, nervioso, viendo la barda de un banco donde hacíamos un mural 3.D, como si fuera el vacío, o un paraíso dentro de ese vacío. Una banda de orcos se acerca para ajustar cuentas, para limpiar su nombre, enojados (música de Western de fondo). Los píes me tiemblan, relajo mis brazos y espero el primer contacto. Un chico, cuyo cuerpo puede ser comparado al de un minotauro con un tatuaje de un Bull dog en el hombro, me tumba al suelo de un puñetazo, me da de patadas en el rostro hasta romperme un diente, me enchueca la nariz. Grito. Grito tanto y mis gritos hacen que mi agresor deje de vapulearme. Pienso que es por lástima. Con dificultad vuelvo a estar de píe. Empuño mis manos. Todos pelean. Todos mis amigos derribados. Somos minoría. Hay sangre donde piso. Mis Vans llenos de sangre. Mi playera roja. No siento la nariz. Respiro con dificultad. Mi agresor no me dejó de golpear por lástima. Un amigo fue a mi rescate, poco faltaba para que me noquearan. Un envase de cerveza en el aire. Dos decisiones a la vez: busco a dónde correr o mejor la hermandad, la ley de la manada. Busco un arma para defenderme y esquivo cuerpos. El envase de cerveza se embarra en la cara de uno de mis compañeros de crew, del que evitó que el minotauro siguiera arrastrándome. Explota. Liquido. Un efluvio a cebada con sangre pende entre nosotros. Todo se congela. Vidrios. Un sin fin de vidrios salen disparados a todas direcciones. Ahora no siento mi rostro. En él habrá dos cicatrices que me recordarán los aerosoles y los murales y esa golpiza de por vida.
Policías. Llegan derrapando cuatro camionetas de uniformados. Soy el más enclenque, me suben de un aventón a la caja de la patrulla. Los de la otra banda junto con algunos de mi crew corren hasta salvarse. Nos llevan a mi amigo ensangrentado y a mí a la estación de policía. En el viaje los uniformados nos hacen un sin fin de bromas, se burlan de mi nariz y a mi compañero lo vuelven a golpear porque no deja de sangrar. Pienso en mamá, en decir una mentira que me libere de ese dislate. Pienso en mamá y la tibieza de sus cariños. Llegamos a la estación de policía. Nos encierran junto a otros tres delincuentes. Uno estaba ahí porque lo descubrieron vendiendo cocaína, otro porque había golpeado a la esposa de su hermano, otro porque estaba implicado en la violación de una niña de cinco años. Ahí estaba yo, en un cuarto de 3 metros x 3 metros. El delincuente joven. Ahora por lo menos figuraría mi nombre en el registro de daños públicos. La juez tomó nota de nuestro testimonio. Dentro del cuartillo nadie habla. El golpeador de cuñadas se me acerca, aunque he perdido algo de mi sentido del olfato, ligeramente percibo que olía a humedad o a calabazas cocidas o a cebolla. Le saludo. No responde. Acaricia mis cabellos con ternura, los acaricia como si estuviera acicalando a un ejemplar extraño. Suelta una risotada. Me hago a un lado. Mi compañero sólo nos ve, se encuentra deteniendo la hemorragia con su playera. El botellazo le partió la frente. Estoy solo. Ni mis mentiras, ni mi don de robar me sacaran de ahí. El golpeador desabrocha su cinturón y baja el cierre del pantalón, comienza a entrevérsele el pubis. Quiero regresar a la ballena y no volver a salir nunca. Quiero la oscuridad, los Thundercats, llorar con Remi y no volver a la luz. El golpeador me toma de mi brazo y me resisto, lucho, grito como si quisiera que mi voz rompiera los muros de la celda. Sólo hay miradas, forcejeo, risas. Por último una caída y golpes y más sangre y lágrimas. Mi amigo tomó al golpeador por la espalda, porfían. En el uno a uno nadie ha caído, en el uno a uno hay desventaja: a uno de ellos lo ciega la sangre que baja de su frente. El otro entrenó su puño golpeando mujeres. Rezo, aunque no creo en Dios por culpa del colegio y de las monjas sigo rezando. Ahora creo en él, le ofrezco mi vida, mi nariz con tal de que baje y ponga orden en esa estación de policía, con tal de que le dé más fuerzas a mi compañero para defenderse. Pero no, es derribado y su contrincante se sube encima de él como un gusano. Sigo rezando, ofrezco no volver a robar y decirle a mi padre que regrese a casa, toleraré sus castigos, volveré a la escuela, seré un niño sincero, seré bien portado, limpiaré todas las paredes de la ciudad. Los quejidos de mi amigo son agudos como los de un gato, estos tampoco derriban los muros de la celda, pero retumban dentro de mi pecho, rompen mis costillas. Ese día Dios pensó que todo, absolutamente todo lo que decía Pinocho, eran mentiras.
.convocatoria para toda la banda que quiera ir a un taller en Guanajuato
altaller
que se realizará en la Universidad de Guanajuato
los días 29, 30 y 31 de marzo, (2006)
ponemos a su disposición nuestras direcciones electrónicas
para información e inscripciones.
Atentamente:
Juan José de Giovannini
editorial@quijote.ugto.mx
y/o
A. J. Aragón
eloficiodeesperar@hotmail.com
miércoles, 22 de febrero de 2006
.dos coincidencias con Javier Marín.
.nuestros narradores jóvenes y el costo de hablar de ellos.
Literatura inconsecuente
¿En la licenciatura de Letras existen guías para los escritores jóvenes? Es un error. No existen talleres optativos de creación literaria, de guión cinematográfico, de ensayo o corrección de estilo. Mucho menos gruías para crear escritores jóvenes. Sólo es una carrera. Crea críticos que escriben iluminaciones sobre las formas narrativas, estudios de obras literarias de manera repensada. Y con esa formación nacen libros de cuentos como Quién escribe (paisajista), de Sergio Aguillón-Mata.
Sergio es un escritor de la escritura misma. De la indagación a base de rudimentos ensayisticos sobre la realidad. Es un especulador del sentido de la ficción. Usa artificios metatextuales, repite ideas de Elizondo y Bioy Casares. Es novedoso, si se le quiere llamar así. Sin embargo, un incómodo síntoma se nos presenta al leerlo: los monólogos de sus personajes, o su excesiva dimensión “culta”, “inteligente”, “renombrada, y snob”, termina por hacerlos pretenciosos, acartonados. Los monólogos inmovilizan el hilo narrativo de la historias, y retardan, de manera innecesaria, la contingencia de la acción. El peligro de estos síntomas lo convierten en un escritor menor. Dejan entrever el ego que atosiga a muchos escritores y ensayistas universitarios: presumir un conocimiento escolar a la primera oportunidad. Javier Cercas ya lo dijo, y muchos aún no lo han escuchado: “Quiero decir que los silencios son más elocuentes que las palabras y que todo el arte del narrador consiste en saber callarse a tiempo”.
Otro egresado de la escuela de Letras es Iván R. Montes. En su El inconcluso decaedro y otros relatos el titulo puede molestarnos, pero en él se rescata la intención de fraguar historias sin recurrir a indagaciones y largos monólogos como Sergio. No cabe duda que encontró pericia mientras urdió los conflictos de sus personajes guiándose, en uno de sus cuentos, en un mito azteca, y en otro, en un acróstico impredecible. Los finales de ambos relatos son sorpresivos. Pero por ciertos tics ornamentales vuelve su discurso lento y abrumador. Obligan al lector leer con diccionario en mano si quiere entender lo que se dice en la historia. Alguien alguna vez dijo: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. Algunos pasajes de El inconcluso decaedro... no están muertos, sino grises.
Estos dos libros pueden ser atractivos, si hablamos de experimentos con la estructura narrativa, de sus reflexiones teóricas, de sus adornos en el lenguaje. Pero no trasmiten sensibilidad. Son estériles. No conmueven. Son sobrios. No trastocan la visión del lector ante el mundo. Pueden discutirse en un aula universitaria. Analizarse y ver como un museo donde se encuentran ideas de otros escritores. Pero no descubrimos en ellos emotividad. Imaginación. Contagio. No enuncian una realidad. La desgastan.
En la narrativa joven zacatecana hay cosas distintas, también. Cosas que se hacen fuera de una escuela y fuera de las instituciones. El cuadernillo Ella ama lo puerco que soy, de Óscar E. López, es una escritura extrovertida. Disímil a la de los libros antes mencionados. Es una anomalía. Explota temas comerciales, nuevos en cierta medida: la figura raída del escritor sin compromiso literario, el alcoholismo, el onanismo, la tristeza juvenil. Sus cuentos son desenfadados, absurdos. Reflejan una realidad inmediata con nuestra realidad amedrentada. Nos conectan con ella gracias a una viva imaginación. Pero todo esto se disloca al descubrir, con dolor, un vicio muy de moda: la escritura influida por el Realismo sucio. No por Carver o Fante. Sino por el abúlico Bukowski. No es que el Realismo sucio sean un error. No. El error es que dejemos que las influencias escriban por nosotros. Y eso ya tiene fecha de caducidad. El valemadrismo Bukowskiano es contagioso, pero ha caducado y muchos se niegan a verlo, como se niegan a ver que hay más allá de la literatura universitaria, analista y repensada.
He aquí una parte de nuestra escritura joven. Es entristecedor verla como cuerpos sin vida que yacen en las camas metálicas de la morgue. Y despotricar en contra de ella (si se nos acomoda la palabra) por su nimiedad. Son pocos los aquí nombrados. No son todos. Son apenas unos libros, no el total. Son un guiño, no un rostro definido. ¿Tendrá un futuro? ¿Una autonomía? Aún no se sabe. Yo espero sea enorme, productiva. Y con ella poder formar una tradición literaria consecuente.
.Joel Flores. 2005.
.crónica de la crítica convertida en chisme y un silencio obligado.
La comunión de los enfermos
La crítica, como cualquier otro género literario, declara una ideología cuando se pone en práctica: una postura: juicios personales. Y yo, al sugerir ver la literatura de nuestra región con otra ideología, relegaron mi postura. (Me llamaron arrogante). Como principio me hizo soltar una risotada. Luego no dejó de rondar por mi cabeza la pregunta: ¿cómo un artículo tan sereno provocó tanto odio? ¿Tan sensibles son las personas de esta ciudad? Ante tal demanda no me queda más que defender mi caso.
Escritores y escritoras, público en general, el debate, como Roland Barthes lo demanda, es una manera de abrir un dialogo. Cada sujeto implicado en él debe situarse, marcar una postura intelectual y proponer conciliaciones u objeciones sólidas en la discusión. El debate, por excelencia, es una confrontación de ideas. Sin embargo, la crítica de López es tan sorda que en lugar de derruir la conversación que propongo la evade para desprestigiar mi persona. Una espesa flojera escurre en todo su texto. Su crítica es pobre: somete al ensayo a un perezoso diseño histriónico: le provoca tedio levantar argumentos propios: se esconde tras los argumentos de Carlos pereda: deja que hablen por él para ganar elocuencia. Sería bueno, para marcar posturas ideológicas, enfrentar sus ideas y desplomarlas. Pero en este caso no sé si enfrentar a Pereda por incitar a sus lectores a discriminar a terceros por ser extrovertidos. O desplomar a López por esconderse tras los juicios de Pereda.
Ante sus sentencias pobres sólo se puede escribir (en realidad no se puede escribir nada, escribo para reafirmar mi postura) cosas quisquillosas: no tengo estos defectos, tengo estos otros, mi crítica sobre la narrativa joven zacatecana no es por estos vicios, sino es por estos otros, mis juicios no se prestan, por ejemplo, para obtener favores económicos de la escuela en la que estudio, como se empecina en asegurarlo López. (Si le rindiera honor a la escuela de Letras, aclaro, escribiría poemas de amor, me emborracharía en presentaciones de libros, organizaría lecturas en espacios públicos para obtener fama y enamoraría alumnas con mis versos). ¿Y el dinero? Me da pena informarle a Oliver que en esta ciudad no nos pagan por escribir. Mis juicios van encaminados a subrayar ausencias e interrogativas.
Subrayo: la falta de talleres optativos de creación literaria y cinematográfica en la Licenciatura en Letras. Cuestionó: ¿qué tipo de formación está brindando esa escuela a los jóvenes creadores de cuento?
La táctica de López es usual: no derruye nada que no haya sido previamente tergiversado. Si bien, dedica la mayor parte de su ensayo a citar mis argumentos, a falsearlos mientras los cita y a empobrecerlos mientras los falsea: que dije esto, que cómo lo dije, que leo, que no sé leer, que discuto, que no discuto. Lo que si discuto (prometo no recurrir a citarme) fue que la literatura zacatecana joven, como todo el arte, debe comunicar, conmover. Mejor aún: evocar sensibilidad. El fin de toda literatura es trastocar la visión del lector ante el mundo. No repensar, ni proyectar ecos y espejismos mal logrados de otros escritores mientras se escribe.
Mi debate habla sobre la ausencia de originalidad en la narrativa joven zacatecana. Y como no lo he olvidado esbozo estas preguntas: ¿dónde termina el experimento de jugar con las influencias y dónde comienza a nacer una voz narradora autónoma? ¿Qué tanto daño le hace a un narrador joven la academia cuando quiere someter el cuento al oficio del ensayo? ¿Cuándo no tenemos un pasado literario en nuestra región a qué recurrimos?
Las producciones literarias (creadas en cierta región o Estado) a través del tiempo van creando una red de antecedentes lingüísticos (me refiero al lenguaje literario). Las tradiciones literarias nacen, se consolidan y se fortalecen con los años. Tienen una consecuencia en los escritores del presente: retomar el pasado para renovarlo con el carácter de lo nuevo (nuevo: contemporáneo). No repetirlo, sino configurarlo a nuestra época. Pero esto a López no sólo le pareció una propuesta arrogante, ni tampoco se cansó de desprestigiar mis argumentos, se dio el lujo de hablar por mí: “lo que reclama Joel es lo nuevo. ¡Hay que estar al día, hay que superarse!”. Es raro: ¿Olvidar el pasado y reclamar lo nuevo? ¿Leer para superarse? Por Dios. Cualquier escrito literario, su lector sobre todo, se debe aventurar a no estancarse en el tiempo. La literatura se ocupa, justamente, de captar episodios sucedidos. El mismo T. S. Eliot en uno de sus ensayos magistrales (“Tradición y talento individual”) propone que no es para nada descabellado que en la creación artística se retomen licencias poéticas del pasado para alterarlas en el presente, en esa apuesta se entreve el talento individual.
Tras la sorpresa de López ante mi postura intenta igualar mi crítica con los estudios académicos: “Cualquiera que se digne de ser crítico tendrá nociones de hermenéutica [...] En Joel Flores no hay tal distinción”. Ante esto quisiera (en realidad no quiero sujetarme a definiciones que serán tergiversadas) explicar que no sólo existe la crítica literaria que se imparte en una escuela. Sino también la que crean los narradores fuera de ellas. La crítica que se sacude tranquilamente las influencias académicas, que pretende (como lo hizo en su tiempo Edgar Allan Poe al escribir sobre Hawthorne y el cuento norteamericano, actualmente Ricardo Piglia al analizar a Borges y a las tradiciones literarias) cuestionar.
La crítica no sólo nace en la academia. Los escritores también abren diálogos y debates que nos involucran en la literatura. Esa es la crítica por la que apuesto. Comulgo más con la crítica que se crea no sólo en nuestro Estado sino fuera de él y de México. Comulgo con la crítica que se preocupa por cómo se veía el cuento en el pasado y en el presente. López me reprocha porque estudio Letras. Le informo (y redundo en mi información): Mi compromiso literario no es escolar, sino individual. Intento abrir un dialogo desde las entrañas del problema.
Ante las tesis sordas sospecho demasiado: le molestan más a López mis defectos personales que el tema que propongo. Le molesta más lo que leo que lo que busco con mis juicios. Mis juicios una y otra vez le parecen intolerables. No considera mis comentarios falsos sino arrogantes. Prefiere más golpearme a mí que a mi debate. Aunque quiera disfrazar su ingenuidad citando a tantos escritores no logra engañarnos: lo que le enfada, en realidad, es no poder calmar su miedo a enfrentarse con otro tipo de información literaria. López no soporta (como otros muchos) cierto tipo de crítica. La crítica que se preocupa por configurarse a una época. La crítica que camina junto con el tiempo. A López le molesta no estar al tanto de la crítica que se da fuera de su ciudad y los juicios de terceros. (Si el cuento es, como lo presupone Guillermo Samperio, una renovación constante, la crítica debe caminar junto a esa renovación).
Los epítetos peyorativos y los juicios sordos se resbalan. Lo que no se tolera, en cambio, es que la misma crítica se ocupe de cerrar los debates y los lectores mimemos ese vicio. Lo que no se tolera, y eso me incita a levantar argumentos contra los juicios literarios costumbristas de mi ciudad, es que la crítica se desentienda de lo qué está sucediendo en nuestro presente y detrás de nosotros.
Estimados lectores, ¿soy culpable?
Al negar que no existe una tradición literaria en mi ciudad (aclaro nuevamente: tradición narrativa), implica abrir un diálogo y discernir dónde comienza nuestra tradición, quién la inaugura y quiénes la retoman. Al subrayar esa ausencia, personas como López no entendieron a dónde camina mi diálogo. Explico: los escritores, casi por obligación, deben crear su propia autonomía (un estilo propio que alcance una identidad). Deben preocuparse por la literatura que los antecede en su ciudad de origen. Esta preocupación no nació en el presente. Borges y Lugones, en su tiempo, sintieron la necesidad de reconocerse en una tradición y no sólo el reconocimiento, sino también incorporarse a ella para trabajar con los rudimentos que les brindaba. Borges, por su lado, propone la tradición centrífuga: una tradición que se alimenta de tradiciones creadas por escritores ajenos a su país. Una manera de recolectar la memoria ajena. Lugones propone la tradición centrípeta: tradición muy particular. Se fortalece sólo por la literatura de su región creada en el pasado. Una memoria propia.
¿Nuestra narrativa joven puede rescatar una tradición para encontrar una identidad (recalco: un estilo propio en su escritura)? ¿En qué escritores del pasado podemos encontrar una tradición narrativa? ¿Estamos creando una literatura consecuente que puede ser rescatada en un fututo? Nuestra tradición literaria no nace con Mauricio Magdaleno, ni con la más reciente escritora Amparo Dávila. Por más persuasiva que sea la literatura de Dávila sólo se le recuerda en nuestras instituciones por los reconocimientos o premios que se le otorgan. Nadie ha rescatado su imaginario en esta ciudad. Lo mismo pasa con Magdaleno. El nombre del autor ha superado la propuesta de su obra. Decimos: ¿literatura zacatecana? y recordamos la palabra “poetas”. Pero no recordamos a narradores que puedan retomarse en el presente. Para crear una tradición debemos comenzar por atender qué tipo de literatura tenemos frente a nosotros. Debemos de entender, sobre todo, qué busca en la actualidad la nueva narrativa zacatecana. Y ese, precisamente, es el trabajo de la crítica.
Estimados lectores, de ser ustedes un jurado caminaría a su lugar mientras ofrezco mi defensa, parsimonioso, acomodando el cuello de mi camisa y soltando un suspiro como si estuviera fatigado. Harto. Diría: Críticos y no críticos, no abjuro contra la narrativa joven zacatecana por la que López ofrece argumentos justificados, sosegados, protectores. No. Lo poco que he leído de este autor han sido textos monótonos, con poca vitalidad en sus cuestionamientos. Se delata en ellos una crítica fofa, al servicio de los libros. Pero no toda la culpa la carga él: una extraña manía de la crítica en nuestra ciudad lo antecede: la crítica con poco interés en abrir diálogos. Abjuro lectoras, lectores, y me considero culpable, contra la enfermedad de comulgar con los demás.
.Joel Flores. 2006.
.una minita de libros y rodajes para alimentar el monólogo solitario.
.lecturas para matar el tiempo mientras me rebelo contra el sistema escolar.
Afinidades vieneses de Jospe Casals
Paranoia y neurosis obsesiva de Sigmund Freud
Expiación de Ian McEwan
Chicos prodigiosos de Michael Chabon
El libro de las ilusiones de Paul Auster
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Imposturas de John Banville