En realidad no he tenido muchos amigos, y los que he tenido han sido pocos pero de buena calidad. Entrañales, digamos. Desde niño he sido, como me han dicho muchas mujeres y hasta mi madre, introvertido. Me guardo muchas cosas para mí y antes de hablar me muerdo los labios, si veo que es bueno lo que voy a decir lo digo, sino, me calló. Prefiero estar solo que entre la gente y el tumulto. No soy antisocial. Tampoco misántropo. Los mejores momentos de mi vida los he pasado junto a personas, en una plática con alguien o con muchos, en un lugar rodeado de gente. Pero el placer me dura poco tiempo. Me gusta retirarme de todo, estar solo. Pensar, quizá en nada, pero pensar. A veces, cuando estoy hablando con alguien, me lo han dicho Gema, Nabor y Pablo cuando pasa con ellos, ese alguien me pregunta: “¿Seguro me estás poniendo atención?”. Y yo digo que sí, volviendo mi mirada a su rostro, tratando de rescatar lo que me había dicho, porque cuando hablaba, yo pensaba en otra cosa, insignificante, quizá. No lo sé.
He tenido la oportunidad de conocer a mucha gente gracias a la literatura y a las escuelas en las que he estudiado y a los lugares en los que he vivido. Gente inolvidable, podría decir, de la que te alejas, no vuelves a ver, pero que por una u otra razón recuerdas gracias a objetos, olores, la música o los libros. Recuerdo, por ejemplo, a mis amigos grafiteros de Zacatecas, cuando nuestro sueño principal era darnos a conocer gracias al tag que pondríamos en las paredes de la ciudad. O a mis maestros que me han enseñado mucho. Cada vez que termino de leer o de escribir algo, pienso: ¿ellos que hubieran pensado sobre este artículo de fulano, o sobre el cuento de perengano? ¿Ellos, en su soledad individual, hubieran escrito y borrado lo que yo acabo de escribir y de borrar? He tenido maestros, no es que los presuma, porque no me agrada alabarme con logros ajenos, como Javier Báez, que lo conocí en la preparatoria que estudié, y que gracias a él tuve mi primer acercamiento a la crítica literaria. A David Ojeda, y la hermosa ciudad de San Luis Potosí. Ojeda, el escritor más humano y noble que he conocido en mi corta vida, hablo de amigos, y de escritores conocidos en carne y hueso. Ojeda me dio muchas razones para saber que los mejores escritores son los honestos y los que escriben con el corazón en la mano. También he tenido maestros como Adrián, que compartimos una beca y fuimos compañeros de habitación en los encuentros del FONCA. A veces que termino de escribir un artículo o un cuento, pienso: Adrián hubiera escrito esto mejor que yo, sin duda alguna. Lo mismo me pasa con Tryno. Hablar de Zacatecas es hablar de ese escritor, para mí. Con él compartí varias caminatas discutiendo uno y otro tema, compartiendo gustos y disgustos sobre la situación cultural y social de nuestro Estado. La literatura siempre sobre de todo. Pero recordar a Tryno también es recordar a Juan, a Óscar, amigos, compañeros entrañables. Y que ahora sólo tengo contacto con ellos por este medio.
Acá en España, lejos de casa, he tenido la oportunidad de conocer a Antonio Gala, un escritor con mucha trayectoria, con muchas novelas publicadas, con muchas obras de teatro, que tiene los medios para construirse una casa enorme con servidumbre y hasta un harén, si así fueran sus deseo, pero que prefiere invertir esos medios en darles el apoyo y el espacio a jóvenes creadores que andan por el mundo, hablo de mi caso en particular, queriendo alcanzar la madurez narrativa y la mejor manera de mostrar sus sentimientos en lo que escriben. Siempre que sale a colación Antonio Gala digo lo mismo, no para defenderlo ni para menospreciarlo --otras personas más cercanas a él tienen opiniones más fiables sobre su persona, como su secretario Luis, por ejemplo, que la que yo trato de explicar aquí-- sino para darme cuenta de qué manera miro yo a este escritor. Antonio es una persona aparentemente hermética y arrogante. ¿Qué escritor no es arrogante y hermético?, me pregunto ahora. Pero cuando Antonio Gala te abre la puerta de su amistad te das cuenta de que es un ser humano que no se anda con rodeos y que sabe que el amor por el otro, o los otros, es uno de los valores más grandes en esta vida.
Me he preguntado bastantes veces por qué no tengo tantos amigos, amigos que siempre estén conmigo, con los que me pueda pasar tardes enteras hablando y halando. Y siempre concluyo en lo mismo. Quizá porque siempre he llegado tarde a todo. He llegado tarde siempre a las citas de empleo, he llegado tarde siempre a mis clases de universidad, a las clases que yo impartía en una preparatoria, a las citas de amor, a las citas con las personas que quiero, a los mandados que mi madre me pedía hacer, a los conciertos, al aeropuerto, a la central de autobuses, a los encuentros de escritores. Voy a llegar tarde al nacimiento de mi primera sobrina, y eso lo lamento. A España llegué tarde sin duda alguna, sobre todo a la Fundación donde estoy viviendo ahora. No es una falta de educación, no. Las circunstancias siempre se han dado así. Por uno u otro motivo no he estado en los momentos y en los sitios donde debería haber estado.
Hay mañanas en las que me despierto y lo primero que viene a mi mente es: Hoy haré nuevos amigos. Pero no sucede. Soy distraído, lo acepto. ¿Tímido? De sobra. Y cuando me pongo a trabajar en algo, lo hago de lleno, y siempre se me olvida todo, todo. Lita me regañaba porque dejaba pasar el tiempo y no pagaba las facturas que se amontonaban encima del refrigerador, o dejaba pasar un mes completo y no me inscribía a la universidad para seguir el curso. O porque se me olvidaba entregar los libros y las películas en la biblioteca. He tratado de cambiar esto, y he tratado también de ser más elocuente y ganarme la simpatía de las personas cuando hablo con ellas. Pero el discurso siempre se me acaba rápido y concluyo diciendo: “Bueno, el clima es malo, ¿es mejor estar en casa, no crees? Y me marchó. No sé a dónde, pero lo hago. Y siempre termino en casa, abriendo un libro, o encendiendo la computadora y luego me pongo a escribir, como me encuentro haciéndolo ahora.