domingo, 22 de febrero de 2009

Sobre los amigos



En realidad no he tenido muchos amigos, y los que he tenido han sido pocos pero de buena calidad. Entrañales, digamos. Desde niño he sido, como me han dicho muchas mujeres y hasta mi madre, introvertido. Me guardo muchas cosas para mí y antes de hablar me muerdo los labios, si veo que es bueno lo que voy a decir lo digo, sino, me calló. Prefiero estar solo que entre la gente y el tumulto. No soy antisocial. Tampoco misántropo. Los mejores momentos de mi vida los he pasado junto a personas, en una plática con alguien o con muchos, en un lugar rodeado de gente. Pero el placer me dura poco tiempo. Me gusta retirarme de todo, estar solo. Pensar, quizá en nada, pero pensar. A veces, cuando estoy hablando con alguien, me lo han dicho Gema, Nabor y Pablo cuando pasa con ellos, ese alguien me pregunta: “¿Seguro me estás poniendo atención?”. Y yo digo que sí, volviendo mi mirada a su rostro, tratando de rescatar lo que me había dicho, porque cuando hablaba, yo pensaba en otra cosa, insignificante, quizá. No lo sé.

He tenido la oportunidad de conocer a mucha gente gracias a la literatura y a las escuelas en las que he estudiado y a los lugares en los que he vivido. Gente inolvidable, podría decir, de la que te alejas, no vuelves a ver, pero que por una u otra razón recuerdas gracias a objetos, olores, la música o los libros. Recuerdo, por ejemplo, a mis amigos grafiteros de Zacatecas, cuando nuestro sueño principal era darnos a conocer gracias al tag que pondríamos en las paredes de la ciudad. O a mis maestros que me han enseñado mucho. Cada vez que termino de leer o de escribir algo, pienso: ¿ellos que hubieran pensado sobre este artículo de fulano, o sobre el cuento de perengano? ¿Ellos, en su soledad individual, hubieran escrito y borrado lo que yo acabo de escribir y de borrar? He tenido maestros, no es que los presuma, porque no me agrada alabarme con logros ajenos, como Javier Báez, que lo conocí en la preparatoria que estudié, y que gracias a él tuve mi primer acercamiento a la crítica literaria. A David Ojeda, y la hermosa ciudad de San Luis Potosí. Ojeda, el escritor más humano y noble que he conocido en mi corta vida, hablo de amigos, y de escritores conocidos en carne y hueso. Ojeda me dio muchas razones para saber que los mejores escritores son los honestos y los que escriben con el corazón en la mano. También he tenido maestros como Adrián, que compartimos una beca y fuimos compañeros de habitación en los encuentros del FONCA. A veces que termino de escribir un artículo o un cuento, pienso: Adrián hubiera escrito esto mejor que yo, sin duda alguna. Lo mismo me pasa con Tryno. Hablar de Zacatecas es hablar de ese escritor, para mí. Con él compartí varias caminatas discutiendo uno y otro tema, compartiendo gustos y disgustos sobre la situación cultural y social de nuestro Estado. La literatura siempre sobre de todo. Pero recordar a Tryno también es recordar a Juan, a Óscar, amigos, compañeros entrañables. Y que ahora sólo tengo contacto con ellos por este medio.

Acá en España, lejos de casa, he tenido la oportunidad de conocer a Antonio Gala, un escritor con mucha trayectoria, con muchas novelas publicadas, con muchas obras de teatro, que tiene los medios para construirse una casa enorme con servidumbre y hasta un harén, si así fueran sus deseo, pero que prefiere invertir esos medios en darles el apoyo y el espacio a jóvenes creadores que andan por el mundo, hablo de mi caso en particular, queriendo alcanzar la madurez narrativa y la mejor manera de mostrar sus sentimientos en lo que escriben. Siempre que sale a colación Antonio Gala digo lo mismo, no para defenderlo ni para menospreciarlo --otras personas más cercanas a él tienen opiniones más fiables sobre su persona, como su secretario Luis, por ejemplo, que la que yo trato de explicar aquí-- sino para darme cuenta de qué manera miro yo a este escritor. Antonio es una persona aparentemente hermética y arrogante. ¿Qué escritor no es arrogante y hermético?, me pregunto ahora. Pero cuando Antonio Gala te abre la puerta de su amistad te das cuenta de que es un ser humano que no se anda con rodeos y que sabe que el amor por el otro, o los otros, es uno de los valores más grandes en esta vida.

Me he preguntado bastantes veces por qué no tengo tantos amigos, amigos que siempre estén conmigo, con los que me pueda pasar tardes enteras hablando y halando. Y siempre concluyo en lo mismo. Quizá porque siempre he llegado tarde a todo. He llegado tarde siempre a las citas de empleo, he llegado tarde siempre a mis clases de universidad, a las clases que yo impartía en una preparatoria, a las citas de amor, a las citas con las personas que quiero, a los mandados que mi madre me pedía hacer, a los conciertos, al aeropuerto, a la central de autobuses, a los encuentros de escritores. Voy a llegar tarde al nacimiento de mi primera sobrina, y eso lo lamento. A España llegué tarde sin duda alguna, sobre todo a la Fundación donde estoy viviendo ahora. No es una falta de educación, no. Las circunstancias siempre se han dado así. Por uno u otro motivo no he estado en los momentos y en los sitios donde debería haber estado.

Hay mañanas en las que me despierto y lo primero que viene a mi mente es: Hoy haré nuevos amigos. Pero no sucede. Soy distraído, lo acepto. ¿Tímido? De sobra. Y cuando me pongo a trabajar en algo, lo hago de lleno, y siempre se me olvida todo, todo. Lita me regañaba porque dejaba pasar el tiempo y no pagaba las facturas que se amontonaban encima del refrigerador, o dejaba pasar un mes completo y no me inscribía a la universidad para seguir el curso. O porque se me olvidaba entregar los libros y las películas en la biblioteca. He tratado de cambiar esto, y he tratado también de ser más elocuente y ganarme la simpatía de las personas cuando hablo con ellas. Pero el discurso siempre se me acaba rápido y concluyo diciendo: “Bueno, el clima es malo, ¿es mejor estar en casa, no crees? Y me marchó. No sé a dónde, pero lo hago. Y siempre termino en casa, abriendo un libro, o encendiendo la computadora y luego me pongo a escribir, como me encuentro haciéndolo ahora.




martes, 17 de febrero de 2009



Hoy por la tarde Nabor, que se empeña en decirme mexicano espalda mojada cuando yo llegué a España gracias a un avión de la compañía British, me dijo de la existencia de esta brillante y analítica carta abierta de Denisse Dresser, la cual critica el defraudador comportamiento teórico y práctico de Carlos Slim. Espero la revisen. No tengo nada que agregar, sólo mi admiración por esta mujer. Y su valor, cosa que a muchos mexicanos nos hace falta tener. La carta es larga, por esa razón les dejo el link aquí. Sirve que se pasean donde se publicó. Mambo, carnales.







domingo, 15 de febrero de 2009

.197.





En la Fundación, como hay días en los que te levantas con buen humor y con ganas de trabajar, hay días en los que no quieres saber nada del trabajo. Eso pasa los fines de semana, que están llenos de tranquilidad. Algunos becarios deciden pasar estos días con su familia, los que la tienen acá en España, claro está. Y otros, los que no la tenemos o simplemente no son tan afines a salir, se la pasan viendo la televisión, jugando póker, o disfrutando de la serie de Los sopranos proyectada por el minicine. Yo soy más de movimiento, no sé, de ir para acá o para allá. No aguanto mucho tiempo sentado en el sillón frente a la tele. Me gusta perderme en la casa o descubrir lugares nuevos, puesto que el lugar se presta.


Hoy, después de haber desayunado, me subí a mi habitación, que es la 22. Me lavé los dientes frente al espejo del baño. Vi mi cara más delgada. Canté una canción, pensé en dormirme, en leer los periódicos, en bañarme, irme a caminar, bajar al jardín y ver los peces de la fuente. Pero de pronto, no sé cuál fue la verdadera razó, o en realidad no hubo razón que justifique este acto, volteé hacía el techo. Descubrí un rectángulo en medio de él. Me enjuagué la boca. Limpié el agua de mis labios con la toalla. Y caminé al armario. Saqué la silla de sus adentros. Después la puse en el baño. Subí a ella cuidadosamente. Y empujé el rectángulo para saber si se podía desmontar. Con precaución, por supuesto, pude quitarlo. Luego lo puse encima del aluminio que tiene la cortina de la regadera. No es muy pesado, tampoco liviano. Es, creo, de madera comprimida.


Al tener mis manos libres, alcé mi cabeza para husmear en el hueco, y descubrí que el rectángulo cubre la parte de los tubos del aire acondicionado, del gas y de las tuberías de agua. Me quedé por unos momentos escuchando los sonidos de los conductos. Como un roedor que talla su nariz con sus garritas, alcé más mi cuello y giré mi cabeza para ver qué más podía mirar. Después metí mis manos a los espacios donde no alcancé a hacerlo. Una voz me decía que había algo que no había visto. Quizá fue mi curiosidad, o simplemente mis ganas de encontrar lo sorprendente en un lugar donde en apariencia no había nada más que conductos de aluminio y plástico. De pronto, oh grata sorpresa, toqué una especie de plantilla de piel alomada, como un libro. Lo enganché con mis dedos. Y haciendo un esfuerzo de estiramiento, lo traje a mí.


Lo que había descubierto eran dos libretas empolvadas y viejas, de hojas amarillentas y sin un nombre que revelara su dueño. Me puse a revisarlas. Leí en las letras apretadas y pequeñas que alguien, quizá el propietario, se esforzó en contar una especie de diario en ellas. Leí en las libretas muchas confesiones, pero en ninguna de esas confesiones descubrí datos que me dijeran el nombre del que las había escrito, ni su edad, ni de dónde era, ni a qué se dedicaba. En las libretas sólo se leen fechas, ciudades, nombres de otras personas, historias sin ningún hilo narrativo bien estructurado. Deduje que el propietario, igual sí, quizá no, es un hombre. Puesto que todas las confesiones están escritas por alguien del género masculino.


Me quedé leyendo la primera parte de la primera libreta desde el medio día hasta ahora, que son las 6 de la tarde. Hubo una historia en especial que me agradó, no sé. Quizá me sentí identificado con ella. Les paso un fragmento por aquí.





Juan Aldama. 20 de Junio de 2008

Llegamos a Juan Aldama a las dos de la tarde. El viaje fue corto, a pesar de que confundimos la carretera que trae a este municipio con la que te lleva a Nieves. En Nieves sólo estuvimos poco tiempo. Bajamos de las camionetas para conocer la iglesia donde tenemos programado trabajar próximamente.

Comenzamos a trabajar a las tres de la tarde, junto con otros albañiles y cantereros que también estaban restaurando el patio central de la Iglesia. En el viaje conocí a Saldaña. Una persona delgada, de vestimenta pulcra y de mirada fija. Una persona a la que se le puede prejuzgar como un hombre serio. Durante el viaje no cruzó palabra con nadie. Permaneció callado escuchando la plática de los demás. Al llegar a nuestro destino, en cambio, se me acercó cuando me encontraba bajando mis cosas de la camioneta, y me preguntó si sabía cuánto nos pagarían por lo que íbamos hacer. Alcé los hombres para mostrarle mi desconocimiento. El Ingeniero se encontraba organizando los grupos de trabajo. Vio que Saldaña estaba junto a mí y nos dijo que trabajaríamos juntos.

Dejamos nuestras maletas en un cuarto grande, de paredes apenas enjarradas y sin azulejo, al lado de la iglesia. Ahí dormiríamos todos los trabajadores esa semana.

Saldaña me dijo que tenía tres meses que acababa de salir del anexo, luego de ponerse el overol para pintar.

“soy alcohólico”, afirmó con orgullo.

Y se fue por los rodillos que estaban en la caja de herramientas. Los sacó de su empaque y les puso las extensiones de aluminio. Antes de que embadurnáramos de sellador las vigas de madera del techo, me preguntó mi apellido. Después de haberlo escuchado me dijo que me parecía a Murillo, su ex compañero de trabajo en los Pollos Tyson. Luego me contó que por tres años trabajó como repartidor en esa empresa. Su sueldo le alcanzó para casarse, tener una hija, rentar una casa y endeudarse con los muebles necesarios. Después las drogas y el alcohol comenzaron hundirlo, y tuvo que empeñar algunas pertenencias para poder seguir consumiendo piedra y cocaína. Luego de darse cuenta del estado deplorable en el que se había metido, decidió pedirle a su esposa que se fuera junto con su hija un año a casa de sus padres.


Embarramos las vigas de sellador. Otros comenzaron a hacer calas, otros a sellar las paredes recién enjarradas. El Ingeniero se fue a comprar más pintura, que haría falta para cubrir bien los arcos y los muros al efectuar la segunda capa.

Saldaña me contó que va al anexo para subir al estrado. La semana anterior subió tres veces. En dos lloró. En la tercera se dio cuenta de que hablar en allí es hablar con Dios. Luego cambió de tema. Me dijo que antes de meterse piedra pesaba 120 kilogramos. Llevaba clavado más de cinco años en el consumo, pero luego de que se fue su esposa empeñó todo lo que tenía a la mano y dejó de comer y de dormir.

“ves a ese compa flaco que no puede con el andamio”, me dijo apuntando a uno de los albañiles que estaban poniendo los andamios, “yo llegué a estar como él”

En la comida Saldaña se sentó a mi lado. Allí me di cuenta de que sus modales son hoscos, y de que tiene la urgencia de que todo mundo se entere de que es alcohólico. Parece un hombre con la conciencia hecha nudos. Me dijo que le insistió mucho al Ingeniero para que le diera el trabajo porque necesita dinero, recuperar a su esposa y a su hija. Le dio una mordida a su torta, bebió de su refresco y regresó a su tema predilecto. Esta vez cambió las palabras al referirse al alcoholismo y al vicio de consumir drogas. Utilizó la palabra enfermedad.

“soy un enfermo y me quiero curar”.

Después usó una imagen espejo para explicármelo. Hasta que te reconoces te das cuenta. Primero debes salir de ti mismo, ponerte frente de ti, explorarte, reconocer tus defectos y darte cuenta que estás jodido. También me dijo algunos de los doce pasos para aceptarse como alcohólico y sus enormes ganas de comprarse un carro para enseñar a manejar a su ex esposa. Puesto que es lo que ella siempre deseó.


Al regresar de comer, y después de haber descansado, el Ingeniero nos pidió a Saldaña y a mí que dejáramos de sellar las vigas. El sellador debía de reposar una tarde completa para después darle una segunda mano. ¡Qué bien!, pensé. Puesto que por un momento dejé de sentir los hombros y los brazos por durar tanto tiempo sosteniendo las extensiones de las brochas. El Ingeniero nos puso a Saldaña y a mí a hacer calas. Calas es rasparle a la pared con una espátula de aluminio hasta encontrar el primer decorado. Tienes que hacerlo con morosidad, como si estuvieras quitándole el maquillaje a una mujer, me dije al ver que el ingeniero le raspaba con cuidado a la base del arco de concreto. Pero yo estaba equivocado. Y me di cuenta de ello cuando el Ingeniero sacó un atomizador de su caja de herramientas. Le vació alcohol y nos explicó acercándose de nuevo al arco:

“hacer calas es como intentar convencer a las mujeres que cojan contigo. Con mucha calma y con poco alcohol jalan porque jalan”

Y roció alcohol a la pared. No entendí bien a qué se refería. Saldaña se soltó a reír. Se acercó al Ingeniero, le dio una palmada fuerte al hombre. El Ingeniero se incómodo. Y Saldaña le dijo:

“usted es de los mío”

Tampoco entendí a que se refería Saldaña.

Raspamos y le rociamos alcohol a la pared durante más de tres horas, hasta que encontramos un vestigio. Saldaña le gritó al Ingeniero que viniera a ver nuestra labor. Y el Ingeniero estuvo pronto a la solicitud del alcohólico. Vio que en el muro estaba un dibujo opaco de un pie. Le roció alcohol a él. El dibujo se esclareció y sus colores se hicieron más vivos. Después raspó mesuradamente, sin dañar el dibujo, hasta que descubrió una pantorrilla. Sacó su cinta de medir, puso la tira de forma vertical sobre la pared, partiendo del pie. Luego corrió a la nave de la iglesia. Saldaña y yo nos quedamos como estúpidos esperando las órdenes del Ingeniero. Hasta que nos gritó que fuéramos a donde él estaba. Así lo hicimos. El Ingeniero se encontraba mirando el decorado de un ángel en el interior de la cúpula de la iglesia.

“¿ya vieron el parentesco del pie de ese ángel con el que ustedes descubrieron?”

“yo no veo nada, Ingeniero”, respondió Saldaña.

“¿y tú, muchacho?”

Contesté inclinando la cabeza.

“bueno, a destapar el vestigio”, nos dijo desilusionado porque no compartíamos su entusiasmo.


Frente a la pared, mejor dicho, frente a la pierna del ángel, me detuve un poco. Ya no sentía mis dedos por tanto estar raspando morosamente. Saldaña no paraba. Yo me senté un momento en uno de los bultos de arena que estaban junto a nosotros, y me quedé mirando fijamente el trabajo que habíamos hecho. Me tiré de espaldas. Y sentí la frescura de la arena en mi cuerpo. Saldaña descubrió que estaba acostado, refunfuñó algo que no entendí y también dejó sus herramientas para sentarse a mi lado. Suspiró, y no dejó pasar la oportunidad para hablar de su enfermedad. Esta vez utilizó una imagen para comparar su alcoholismo con el hallazgo:

“¿ves esas cáscaras que hemos quitado de la pared? Son iguales a los vicios que tenemos. En alcohólicos anónimos te raspan y te raspan el cuerpo y la mente hasta dejarte limpio, así es como trabajan”

Terminamos de trabajar a las diez de la noche.

En estos momentos estoy escribiendo en mi libreta, encima de una colchoneta. Ya todos se durmieron y me apagaron la luz.


Mañana seguiré.

sábado, 7 de febrero de 2009

.196.






En España ya está a la venta Temporada de caza para un león negro de mi carnal el Tryno Maldonado. Lo publica la editorial Anagrama en su colección Narrativas hispánicas. Les recomiendo que lo compren y se lo chuten. El libro es, a mi parecer, una novela que bien podría acompañar, en un futuro, una trilogía de buena calidad, potente y vertiginosa. Pero esto sólo es una interpretación propia al querer justificar el título de la obra. La pieza narrativa es corta en cuanto tiempo temporal de la historia y conforme están acomodados los hechos que la urden. Su estructura, en apariencia de espiral y fragmentaria, nos engancha para seguir leyéndola y seguirnos enterando de las manías y obsesiones de Golo, que están contadas por su amante gay.


Temporada de caza en primera vista traza una crítica bastante mordaz al circulillo viciado de pintores y galeristas de una ciudad que bien podría ser México, u otro país. Personajes que, según descubrimos en el mundo creado por la novela, son niños que gozan de un estándar privilegiado en la alta sociedad acomodaticia con el arte (los pintores); y gente que ve las obras de arte como objeto de lucro (los galeristas). Pero a segunda vista encontramos otro registro que me parece más elogiable en la novela. La creación de un personaje que no encaja dentro de lo que conocemos como tópicos artísticos (el típico petulante personaje que lo conoce todo y lo tiene todo), ni en los no artísticos. Golo más bien es un muchachito con talento de sobra. Sabe que con sólo re-decorar un baño ya creó una obra única. Golo podría ser como un tipo extraño que se sabe todo sobre él, pero a la vez no se sabe nada. Podría decir, también, que Golo es como los rechazados que leemos en los cuentos Cheever, uno de los maestros de Tryno Maldonado, pero no encaja en esa nomenclatura. Es, creo más indicado, el que rechaza el mundo y le importa un bledo la vida de los demás.



Desde aquí, lejos de casa, no me queda más que decir que Temporada de caza para el león negro muestra a un narrador que va madurando y se va haciendo de un estilo propio y particular, a pesar de que su apuestas estilísticas como escritor han ido cambiando en cada obra. En Temporada de caza ya no encontramos a un autor que pretendía descubrir la pólvora del arte de narrar con un lenguaje barroco y la simulación de registros literarios antes utilizados por escritores que él mismo admira (Temas y variaciones); tampoco la voz femenina, disgustada, vapuleada y resignada, en ciertas ocasiones, de Friedl (Viena roja). En Temporada de caza vemos un escritor que se divierte mientras cuenta y que conoce muy bien sus herramientas, su voz narrativa, y que nos vislumbrará con mejores obras en un futuro. Sólo hay que esperar a que afile más sus armas.




lunes, 2 de febrero de 2009

.195.





La invisibilidad del autor




El Babelia (artículo de Paz Soldán) y el ABCD (artículo de Rodrigo Fresán) del fin de semana me enteraron de que había muerto John Updike. Y no hice más que entristecerme, como la vez que me enteré del suicidio rotundo y amargo de David Foster Wallace. Luego me repuse medianamente, y recordé la postura fina y persuasiva de Updike respecto al tema del escritor como figura pública. Idea que muchos rechazan o desechan, pero que en caso particular siempre me ha parecido un máxima que debemos tener apuntada en la libreta donde almacenamos las historias. El escritor se hace en la soledad. Y me consolé, aunque no del todo. ¿Quién se consuela luego de haberse enterado de la muerte de un ser que se le llega a estimar a través de los libros?

Updike es y será uno de los grandes autores que ocupan las filas altas de la literatura. Un escritor que nos ha dejado buena herencia a los que aspiramos llegar a esas filas. ¿Conocido? ¡Claro que era conocido! Quizá no más que Nabokov o Cheever, maestros que admiraron su trabajo, pero era un escritor de verdad gracias a su tetralogía del conejo: Corre conejo, El regreso de conejo, Conejo es rico, Conejo en paz.

Updike, escritor homérico por excelencia, siempre defendió en la mayoría de las entrevistas que le llegaron hacer que la obra está por encima de todo, ni la publicidad del mercado ni las ambiciones extraliterarias deben de ser estímulos, a pesar de que vivió en la época donde el escritor y la publicidad deberían ir de la mano. Era más que el polo opuesto de los cócteles literarios, las presentaciones de libros y las lecturas en cafés. “Me parece fastidioso que el autor se presente como una celebridad… La invisibilidad del autor también es una postura”, dijo para The París Review, en 1967.

¿Para qué llorar? Larga vida a alguien que nos enseñó a encerrarnos a escribir en una época donde los performance literarios se están viendo con tanta naturalidad.





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