Mientras muchos de los escritores nacidos durante la
década del ochenta centran sus objetivos literarios en escribir libros que
puedan ser premiados en concursos, becables
por el Estado y sus fondos editoriales, Anatomía
de la memoria (Barcelona, Editorial
Candaya, 2014) es una novela que revela una vocación literaria que tiene
precedentes en autores que han escrito libros como Cien años de soledad, Ulises
o Infinite jest. Aspira a la obra
total, donde no sólo se funde imaginación y talento, sino otros conocimientos
que no discrepan para nada con la literatura y su creación. Se trata de una
novela sobre la memoria como sinónimo de Historia. Una novela que indaga sobre
quiénes y cómo la construyen, sin ignorar que la memoria es tramposa:
recordamos lo que nos conforma y traicionamos lo que nos incordia.
Las más de quinientas páginas de Anatomía… (que en su forma bien podría ser un universo narrativo
compuesto por cinco novelas sobre un tema) están contadas con una voz que jamás
se derrumba, que alcanza el cenit de las luminosidades poéticas (tanto por las
continuas y preciosas reflexiones sobre cómo se construye la memoria de un
movimiento estudiantil y con ello la historia de una región, y por el cúmulo de
citas literarias que disertan sobre la escritura), como si de una gran novela
estructurada en versos se tratara: oraciones cortas y bien calibradas que se
inclinan a interrogar el porqué de la formación y extinción de los Enfermos, un
grupo de estudiantes que buscaba un nuevo orden en el Norte de México durante
la década del setenta, porque México es, como en la actualidad, un país enredado por engaños.
Eduardo Ruiz Sosa nació en Culiacán, Sinaloa, en 1983. Lleva viviendo alrededor de diez años en Barcelona, España. Junto a otros escritores coordina la revista digital www.lajuntadecarter.com. En 2007 obtuvo el Premio Nacional de Literatura Inés Arredondo con el libro La voluntad de marcharse (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008). Textos suyos han aparecido en las antologías: A fin de cuentos, Las Emergencias, doce cuentos iberoamericanos (Candaya 2013). En 2012 fue ganador de la I Beca de Creación Literaria Han Nefkens, lo que le permitió estudiar el máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y dedicarse durante un año a escribir Anatomía de la memoria.
Con esta novela, Ruiz Sosa demuestra que los buenos libros se construyen con paciencia y vocación. Nos hace comprender que la búsqueda de escribir grandes obras, obras que aspiran a la totalidad, tanto en nivel estético, estilístico y de imaginario, aún sigue vigente y en manos de creadores jóvenes. En esta entrevista, el autor nos ofrece una muestra de su poética, imaginario y preocupaciones literarias. Y nos habla de cómo se fue gestando y concluyó Anatomía...
Joel Flores: Me gustaría que comenzaras hablándonos de tu
acercamiento a la literatura y tu formación.
Eduardo Ruiz Sosa: El curso de mis lecturas iniciales
es muy parecido al de la mayor parte de los lectores: empezar de niño con los
libros que hay en casa, ir yendo de un lado a otro entre géneros diversos sin
mucho orden y, luego, en un momento, una cierta guía aparece para ofrecer, como
dice una canción, orden y aventura: yo pasé de leer Mafalda, John Grisham, y
libros de ciencia, especialmente astronomía, a leer, gracias a un círculo de
lectura que coordinaba Martín Amaral, un gran lector, a Borges, Lugones,
Cortázar, Quiroga, Arreola, y ahí, ciertamente, fue donde mi forma de leer y
entender la lectura cambió drásticamente. Fue el propio Martín quien me
encaminó al taller de escritura de Élmer Mendoza, luego de leer mis primeros
textos. Ahí aprendí técnica, paciencia, hábitos, y fui descubriendo a otros autores
que ahora son fundamentales para mí, como Antonio Lobo Antunes, por ejemplo.
Aquella experiencia perfiló de manera especial mi forma de enfrentarme a la
escritura. Después de eso, y gracias al propio Élmer, conocí a otros dos
escritores que yo considero también como mis maestros: David Toscana y César
López Cuadras. Con ellos trabajé en algunos cuantos talleres, y sus consejos
sigo teniéndolos en mente.
JF: Anatomía de la memoria se escribió bajo el apoyo de la beca Han
Nefkens, en colaboración con la Universidad Pompeu Fabra, ¿los masters o
universidades que ofertan programas de escritura creativa en realidad hacen a
los escritores o los escritores se hacen solos?
ERS: Creer que la escuela, los cursos o las instituciones
«hacen» a quienes se acercan a ellas para obtener algún tipo de conocimiento es
pensar en el conocimiento mismo como en un proceso en el cual uno alimenta a
otro. Pensar, sin embargo, que no «hacen» nada, es también una forma unilateral
de ver la construcción del conocimiento. He escuchado muchos comentarios, y muy
variados, sobre este asunto. Creo que hay una especie de aura mítica sobre la
idea de lo que un escritor es o debe ser, y que en cierta medida conduce a esa
forma romántica del ser tocado por las musas o dotado de una cierta
sensibilidad rebelde y agreste que, si se educa, se pierde. Sin embargo eso no
se piensa, por ejemplo, en el teatro, en la música, en la danza, o en cualquier
otra disciplina artística. La escritura es un arte, eso no debe olvidarse. Y
todo arte conlleva una artesanía, un «saber hacer». Nunca he escuchado que
alguien se cuestione sobre si debe ir a un conservatorio de música o no, ni que
los músicos critiquen a los conservatorios y a quienes asisten a ellos para
formarse. Al contrario. Se entiende que hay una técnica, una serie de prácticas
formales que son semejantes para todos y cuyo uso permite comprender, por
ejemplo, el funcionamiento mecánico de un instrumento. Esto, insisto, en la
música o en la danza no se cuestiona: se estudia, se va a una escuela, una
universidad o una academia. Sin embargo parece que en la escritura eso tiene
una cierta objeción de conciencia. Yo me formé en talleres con diversos
escritores, aprendí ahí la mecánica del oficio de la escritura, y he sido
profesor en talleres desde hace tiempo: no tengo la menor duda de que se
aprende a escribir como se aprende a tocar la guitarra. Esto, sobre todo, en
cuanto a los talleres y los cursos más o menos abiertos a todo el público.
Ahora bien, en un máster no se le enseña a uno a escribir: si uno llega a un
máster debe ir con un bagaje personal lo suficientemente robusto como para
plantearse una interacción entre lo que ya sabe y lo que saben otros. Y eso vale
para cualquier máster, sea de matemáticas, de filosofía o de escritura
creativa. Pensar que uno puede entrar en un máster de escritura creativa en
blanco y que saldrá siendo un escritor, sea lo que se entienda por eso, es pura
inocencia. Es como pensar que un año de clases de guitarra lo va a convertir a
uno en Paco de Lucía. Y no es así. Parece que con la escritura hay dos formas:
una marca de nacimiento y una fórmula milagrosa. Y la una no tolera a la otra.
Sin embargo la escritura es trabajo arduo, constante: pasar mucho tiempo a la
sombra leyendo, escribiendo y reescribiendo hasta que algún párrafo, alguna
línea, una página entera tiene lo que uno quiere o necesita. Creo que los
talleres ayudan a comenzar y que un máster puede darle a uno el tiempo, la excusa
y el ambiente propicios para dedicarse a escribir casi de tiempo completo. Pero
en ninguno de los dos casos hay una fórmula milagrosa. También es demasiado
absurdo pensar que todas las personas que acuden a un taller de escritura o a
un máster de creación pretenden «ser escritores»; es decir: si yo estudio un
poco de música y aprendo a tocar la guitarra medianamente no es para
convertirme en guitarrista, sino porque lo encuentro entretenido, atractivo,
estimulante. Así le pasará, sindudamente, a muchas personas con la escritura. En
resumen: talleres y másters no son fábricas de escritores, sino lugares que
pueden ser propicios para una determinada formación y una determinada
convivencia. Tampoco la universidad fabrica ingenieros o médicos: hay una
conjunción entre teoría y práctica y, según el área específica, la práctica
puede no ocurrir nunca en la escuela, y si ocurre ahí no se parecerá a la de la
vida real. Ciertamente puede formarse un escritor sin asistir a talleres y
másters, no hay duda: solamente tiene que hacer lo mismo que hace el que sí
asiste: leer mucho, escribir mucho, corregir y corregir y ver el mundo que lo
rodea porque es ahí donde están las cosas de las que debe hablar, y eso, el
centro de la escritura, el corazón de lo que se dice, eso sí que no se puede
enseñar: uno lo va aprendiendo poco a poco con los años. Pero no debe
confundirse la técnica y la artesanía con la materia que se moldeará mediante
esa técnica.
JF: Tu primer libro
salió en 2008, desde entonces no hubo rastro de ti. ¿Centraste de 2008 a 2013 y
todos tus esfuerzos en escribir una novela con ambiciones enormes como Anatomía…? ¿Cómo fue el salto de escribir cuento a novela?, ¿cómo fue el
proceso de creación de esta obra?
ERS: El hecho de que publicara primero un libro de cuentos
no quiere decir que primero escribí cuentos y luego me atreví con la novela. Se
habla mucho de que el cuento es un género de aprendizaje o de paso, y creo que
eso es un error. Antes del libro de cuentos había escrito ya dos novelas que
acabaron, menos mal, en la basura; y había escrito también un par de libros de
cuentos, y algunos poemas, incluso. La escritura, a mi ver, no tiene
restricciones a partir del género. En este sentido, no di un salto del cuento a
la novela: mientras escribía una de esas dos novelas, que ya no existen, empecé
los cuentos de La voluntad de marcharse,
y alternaba ambas cosas. Creo que así lo he hecho casi siempre. El último
borrador de ese libro de cuentos lo terminé durante el primer año de estancia
en Barcelona, 2006-2007. Después de eso me dediqué, más o menos a partes
iguales, al doctorado y a la lectura. Fue más o menos también en 2007 que
comencé otro proyecto, en aquél tiempo sin forma precisa, que se fue
convirtiendo en un largo libro, una especie de novela. Y digo especie porque
aún no está terminado. De ese proyecto, cuya línea central es la memoria, manan
muchos de los personajes de Anatomía de
la memoria, y fue así como empecé, ya alrededor del 2010 o 2011, a dibujar
el perfil de lo que sería esta novela. Surgió un poco como el libro de cuentos:
las historias fueron apareciendo, y lo único que había de fondo, y que sin eso
no habría podido escribir ni una página, era una cierta noción temática, por
decirlo de alguna manera: la intención de escribir sobre la memoria y,
principalmente, sobre la memoria del dolor. Escribí un par de versiones breves,
muy distintas en todo a la última versión, ya publicada, y poco a poco fui
encontrando el sentido que buscaba. Dejé en descanso aquél otro largo proyecto
y preparé todo para escribir Anatomía de
la memoria. Justo había terminado el doctorado cuando salió el fallo de la
Beca Han Nefkens y entonces dediqué, íntegramente, los 18 meses de duración de
la beca a la escritura del libro. Escribía casi todos los días, unas ocho horas
diarias. Finalmente entregué el libro a Olga y Paco, los editores de Candaya,
el 31 de diciembre a las once y media de la noche. En el camino hice el máster
de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra y seguí con el curso de escritura
que impartía en una librería en Cerdanyola, donde vivo desde hace unos años. Mi
intención era la de hacer un libro con un pulso poético muy marcado, donde
pudiera abordar, desde la mayor cantidad de perspectivas posibles, la memoria y
el olvido, y donde los personajes que salieron de aquél otro proyecto tuvieran
un lugar propio. Quería hablar de la violencia, de la escritura y de tantas
cosas que al final el resultado fueron casi 600 páginas.
JF: Anatomía… enuncia un país hundido y un grupo de estudiante que buscan
instaurar un nuevo orden nacional en los años setenta. Pero también es un
tratado en verso sobre la escritura de la memoria y las disecciones del
recuerdo. ¿Es deber del escritor enunciar y evidenciar con su literatura los
conflictos que aquejan a México?, ¿el escritor debe hablar de la violencia que
le tocó vivir aunque esté lejos y vea esos conflictos desde afuera del país?
ERS: No sé si es posible decir
que hay «un deber» para los escritores. Sé que yo tenía que escribir sobre
ello, que mi intención era la de preservar no el hecho histórico en sí,
hablando particularmente del caso de los Enfermos, sino una cierta emoción que
creo que debe permanecer en nosotros luego de que nos acercamos al estudio de
la historia o a las noticias del presente. Cada quien escribe de lo que quiere
y de lo que puede, de lo que ve y de lo que sabe. En cierta medida creo que
también hay que tratar de escribir sobre lo que no se sabe, sobre lo que uno no
sabe, porque es mediante la escritura que puede uno aproximarse a un esbozo de
explicación. Estar lejos me ha permitido ver las cosas desde otra perspectiva,
comprenderlas de una manera distinta que no es el mero recurso pintoresco de un
contexto. Pero estar lejos es estar dentro de la distancia de una manera
especial: uno se va, pero se queda la familia, los amigos, y esa violencia lo
va siguiendo a uno sin descanso. No se puede huir de la violencia, o yo no
puedo hacerlo, y quizás esto, más que por la escritura, se debe a razones muy
personales. Cuando empecé a escribir, y eso puede verse aún en el libro de
cuentos, me interesaba ver, imaginar, contar, cosas lejanas: pensaba en otros
países, en otras historias. Cuando vine a vivir acá fue que empecé a escribir
sobre México, sobre Culiacán, sobre mi familia. No creo que sea un proceso que
todas las personas requieran, el del desplazamiento y la distancia, pero yo
encontré que a mí me hacía falta. Mi forma de entender la escritura tiene que
ver con esa distancia, con la aprehensión de esa distancia.
JF: Ciertos narradores
consideran a la poesía un arte menor. Pero tu novela bien podría leerse como un
poema largo: hay pasajes donde la prosa se inclina en crear una serie de
imágenes que en conjunto crean una narración y a la vez musicalidad. ¿Leer
poesía ayuda a afilar las armas narrativas y a aprender a fundir el discurso
narrativo con el poético?
ERS: No creo que haya, en esencia, una rotunda
diferencia entre eso que habitualmente se distingue como lo narrativo y lo
poético. Toda escritura que pretenda ahondar en las emociones humanas necesita
del fenómeno poético para alcanzar una cierta cercanía con las cosas. Considerar
que la poesía es un arte menor me parece más bien triste. Y tampoco creo que la
poesía sea una herramienta para los narradores: «la poesía es», y poco más
puede decirse. Quizás sea el mecanismo más preciso del que disponemos para
acercarnos a los fenómenos del sentir y el pensar. Habría que leer a Juarroz. Y
a Edmond Jabes. Habría que recordar que Nietzsche, Heidegger, Sloterdijk, y
tantos otros filósofos han dedicado páginas numerosas a hablar sobre la poesía
y a hablar del ser humano a partir de la poesía. Para mí, la única forma
posible que encontré para tratar la memoria estaba ahí, en la palabra poética,
en una manera del decir y en una noción de hondura que la narración, por sí
sola, no alcanza. Por eso decía antes que mi intención al escribir Anatomía de la memoria era la de
preservar la emoción que queda después de los hechos, y no los hechos en sí.
Creo que habría que preguntarse qué diferencia hay entre un libro de historia
bien escrito y una novela sin hondura poética: quizás es una diferencia muy escasa.
Mediante la palabra poética es que se puede aproximar la escritura, como dice
Rafael Cadenas, al misterio; y ese misterio no es otra cosa que lo
incomprensible de lo humano.
JF: Diré una palabra y
tú me contestas, sucintamente, lo que se te viene primero a la mente.
México: Herida, distancia y distanciamiento, cercanía de lo lejano.
Memoria: Lo que uno mismo es en los otros y con los otros.
Novela: Carta larga para los más queridos.
Culiacán: Necesidad de un futuro distinto.
Literatura: Conversación y esperanza.
España: Otra herida. Y agregaré: Catalunya, Barcelona, Cerdanyola: Casa y
distancia.
JF: El Estado y sus
programas de fomento y promoción de la cultura han ido llevando al escritor a
buscar que su trabajo se solvente gracias a becas y premios literarios. ¿Qué
opinión tienes de los premios?, ¿en verdad motivan a los autores a crear obras
de calidad?
ERS: Creo que si uno se toma la escritura como un
trabajo a remunerar, como algo que debe premiarse por el hecho de ser cultura,
se equivoca. Es curioso que en el caso de la formación de escritores haya
debates y, en muchos casos, dudas y críticas sobre los talleres, cursos y
másters, pero en torno a los premios literarios y las becas no haya las mismas
consideraciones. Una vez escuché a alguien preguntar ¿cuántos escritores
quedarían en México si desaparecieran todas las becas y los premios? Para mí,
tanto las becas como los premios, son herramientas para lograr la publicación
y, a veces, la subsistencia económica por un tiempo muy específico. Nada más. Pero
esa subsistencia y esas publicaciones estarían ceñidas, así lo veo, a una
cierta edad o a una cierta etapa de la vida de un escritor, quiero decir que
principalmente a la juventud o a los inicios, que es cuando más cuesta mostrar
el trabajo y hacerlo circular, al menos así parece en apariencia. Aunque estos
dos años, gracias a la beca Han Nefkens, he vivido de la escritura, sé que es
algo que no va a pasar el resto de mi vida: no porque no sea cómodo, sino
porque no quiero encerrarme en la escritura como si ello fuera una especie de
altar. Viviré de mi trabajo como profesor universitario, para eso he estudiado
tantos años, y le dedicaré a la escritura todo el tiempo que tenga disponible. En
este sentido, becas y premios deberían ser, creo, estímulos, y poco más. O así
es como yo quiero verlos. No contemplo vivir de la escritura, eso es una
especie de usufructo, pienso en vivir con la escritura. La motivación de un
escritor no puede estar en el premio, ahí hay, me parece, algo hueco. Mi
motivación cuando solicité la beca Han Nefkens era la de dedicarme por completo
al libro porque el libro ya palpitaba y yo necesitaba escribirlo, era una
oportunidad, no un reconocimiento, un medio, no un fin: había pasado seis años
dedicando buena parte de mi tiempo a la historia de la ciencia, que es lo que
estudié acá, y la beca ofrecía la posibilidad de hacer lo mismo con el libro, por
eso es que la solicité. Pero el libro, sin beca, lo habría escrito en algún
otro momento. Con más lentitud, seguramente, y sin el inmenso apoyo de quienes
están relacionados con el proyecto de la fundación Han Nefkens: el propio Han,
que es un individuo excepcional; los profesores del máster de la Pompeu, con su
atención y su consejo; y Olga y Paco, de la Editorial Candaya, que dedican su
tiempo a un proyecto editorial que ya tiene diez años de edad y que es una
apuesta vital por la literatura. Creo, en resumen, que más que pensar en los
premios o en las becas o la idea de obras de calidad literaria, habría que
pensar en qué es lo que pretende uno alcanzar cuando escribe, qué cosas busca,
qué alegría o qué dolor hay en el fondo de la escritura, con qué honestidad se
atreve uno al momento de escribir. Creo que el apoyo a la cultura es siempre
necesario, y que es responsabilidad de cada uno darle el mejor uso posible.
JF: Lejos de casa,
¿sueles estar al pendiente de tus contemporáneos escritores tanto españoles
como mexicanos, sueles leer a los escritores nacidos durante la década del
ochenta, conoces sus trabajos?, ¿o prefieres leer a los clásicos porque son
ellos quienes nutren más tu literatura?
ERS: No hago distinción ni entre las edades ni entre
las procedencias de los autores que leo. No pienso específicamente en estar al
día en cuanto a lecturas. Nunca se puede estar al día porque no hemos leído
todo lo que ya se escribió en el pasado. En ese sentido no tengo una
preferencia especial: un libro es bueno o malo, y el resto da un poco lo mismo.
Claro que voy viendo, de tanto en tanto, lo que hacen los amigos, los
conocidos, pero no estoy a la caza de las novedades. A veces uno «descubre» a
un autor desconocido que murió hace cuarenta años. A veces «descubre» a otro que
tiene la misma edad que uno mismo. Si ambos escriben con intensidad y
honestidad no hace falta poner etiquetas generacionales: hablan de lo mismo: lo
que nunca nos ha quedado claro y que sigue haciendo necesaria a la escritura:
la esencia del sentir y el pensar, las motivaciones, los sufrimientos y los
gozos. El contexto puede cambiar, ciertamente, pero el ser humano no ha
cambiado tanto en muchísimo tiempo, al menos no tanto como ha cambiado su
contexto. De ahí que sigamos leyendo a Dante, a Danilo Kis o a Rulfo; y de ahí
que se siga escribiendo: constantemente necesitamos recordarnos todo lo que
somos y lo que nos ha pasado. Quizás lo que más procuro conocer, en cuanto a
novedades, está en la poesía: trato de enterarme y conocer libros más o menos
recientes, no porque me hablen desde una cercanía mayor, sino porque es más
complicado enterarse de la existencia de un nuevo libro de poesía que de una
nueva novela.
JF: ¿En qué proyecto
estás trabajando actualmente? ¿Podrías darnos por menores de su trama?
ERS: Ahora mismo estoy acabando una tesis para un
doctorado en Filología Española. Tengo un libro de crónicas, emanado también de
aquél otro proyecto largo del que parte Anatomía
de la memoria, que corregiré dentro de poco, y estoy escribiendo poesía. No
sé si me dará para un libro, pero por ahora eso es lo que más me ocupa. Quiero
volver a aquél otro libro que descansa desde hace un par de años y seguir con
él, pero es un proyecto que me tomará unos años más: hace casi siete años que
estoy trabajando en ello y seguramente me tomará otros años más, no sé cuánto.
No tengo prisa, no creo que haga falta publicar un libro al año ni mucho menos.
Quizás ese libro de crónicas, que escribí hace un par de años, se publique
pronto, pero tampoco eso lo sé. Escribo todos los días, pero no siempre escribo
en torno a un proyecto determinado. Tengo paciencia, y aún hay un buen número
de lecturas que me hacen falta para enfrentarme a la última etapa de esos
proyectos.
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