lunes, 19 de junio de 2017

Si usted supiera lo que es correr profesionalmente



Desde antes de aceptar esta columna, decidí no hablar jamás en ella sobre temas ajenos a la literatura, mucho menos de política ni crítica social, pero luego de darle muchas vueltas al asunto esta vez debo hacer una excepción, y se debe a que el atletismo está ligado a mi quehacer como escritor, incluso podría jurar que mi literatura le debe mucho a los corredores que me han compartido desinteresadamente su conocimiento para pulir mi técnica en la pista.
Desde que me mudé a Tijuana, me casé y comencé a hacer vida en la frontera el atletismo se me convirtió en una actividad obligada dentro de mi rutina. Correr a diario o cada tercer día entre cinco a nueve kilómetros no solo me ha dado un cuerpo bajo en triglicéridos y colesterol, sino la disciplina para rendir más frente a la computadora y la tranquilidad mental como para escribir con la mente despejada. Antes escribía por las noches, ahora lo hago en las mañanas y dejo las noches para reposar las ideas y los músculos. Y todo esto no lo logré solo. Sucedió gracias a Flor y a la enseñanza del entrenador que ha tenido la generosidad de aceptarme en su grupo de atletas adolescentes que entrenan en el CREA, todos chicos dedicados a sus estudios y con la idea bien firme de convertirse en corredores de alto rendimiento.
Cualquiera lo sabe, en la pista el único aliado y enemigo es uno mismo. Uno es capaz de decir “ya me cansé” o “no puedo”, y renunciar a la carrera, pero también uno es capaz de decir lo contrario y finalizar esa carrera contra el cansancio, el clima, las ampollas, los dolores musculares y el cronómetro para romper marcas. Pasa muy parecido con la escritura. Cualquier escritor sabe que él es el ritmo de su producción diaria, pues la escritura es un músculo que debe ejercitarse todos los días si en realidad quiere perfeccionar su estilo y finiquitar sus proyectos narrativos. Si no hay voluntad para pasar de dos a seis horas frente a la computadora obligándose a escribir cierto número de páginas o afinar la sintaxis, como diría Norman Mailer, no hay literatura.
Pero si me pongo realista y comparo a la escritura con el atletismo, puedo decir sin temor a equivocarme que los narradores -oficio que exige mucho tiempo y dedicación al escritor- les salemos debiendo a los corredores. Más a los fondistas que corren diariamente 10 kilómetros y defienden esta actividad como una profesión con la cual se ganan la vida y se hacen de una trayectoria o cierto renombre en la comunidad de corredores de la península.
No es lo mismo sufrir dolores de cabeza a causa de un personaje que te hace sindicato en una novela, o una palabra que no se deja encontrar para unirla con otras, a sufrir dolores musculares luego de haber corrido 22 km un fin de semana, o haberte enfrentado a la mentada pared en el km 17, momento en que te puede vencer la mente, haciéndote creer que tienes hambre, que estás cansado o que dolor en las plantas de los pies es más fuerte que tú.
La escritura es un trabajo intelectual que agota la mente. El atletismo, en cambio, es un trabajo físico y mental que puede dejar tumbado al atleta hasta por dos días en cama.
Pero si hablamos de apoyos o concursos que remuneran el trabajo del escritor y del corredor, los escritores somos privilegiados: al parecer nuestro país asistencialista apoya más a la literatura que al deporte. Algunos poetas han llegado a demostrar que en México se puede vivir dignamente ganando juegos florales mes con mes y disfrutando de una beca estatal que puede ayudar a pagar meses o hasta un año la renta y llenar de comida la alacena. En el atletismo no se corre con tanta suerte: la carrera que más dinero ofrece en Baja California es el medio maratón de Tijuana, sucede cada año, son muchos los competidores que se preparan para esta carrera, y el premio al primer lugar es de 25 mil pesos mexicanos. Aún así, si en el atletismo bajacaliforniano existiera el mismo número de competencias que de premios literarios y becas para escritores, un entrenador profesional no arriesgaría a su corredor a que participara en todas por temor a las lesiones.
Podría alargarme en comparaciones todavía mucho más importantes, como la dietas especiales que los corredores deben hacer si buscan tener un óptimo rendimiento en la pista o conservar el músculo y quemar solamente la grasa, con los hábitos alimenticios de los escritores. Pero eso es harina de otro costal. De dietas, los escritores conocen muchas, pero privilegian las de los tacos de la esquina, los hot dogs y las caguamas banqueteras.
“Quien corre está loco”, llegó a decirme el entrenador la primera vez que pisé la pista. “¿Quién en su sano juicio se muele los músculos, los huesos, sobre todo las rodillas, nada más para desafiar la gravedad?”
Y sí, quien corre está loco. ¿Alguno de ustedes sabe de qué viven estos atletas?, ¿alguno de ustedes conoce el nivel de compromiso que tiene cada uno con el correr?, ¿alguno sabe cuánto tiempo debe dedicar y qué esfuerzos debe hacer un fondista o velocista para competir un medio maratón, maratón o carrera de relevos?, ¿alguno de ustedes sabe de qué vive un atleta profesional? Seguro no y es porque muchos de los bajacalifornianos no corren ni en defensa propia, sobre todo porque Tijuana carece de zonas de esparcimiento, de áreas verdes donde hacer deporte, incluso la ciudad no está diseñada para los transeúntes, mucho menos para que adolescentes o adultos salgan a correr a las calles sin temor a ser atropellados por el excesivo tráfico vehicular.
En el pasado muchas veces intenté correr en Zona Río, Agua caliente, y en más de una ocasión pude haber sido arrollado por una camioneta conducida por una ama de casa estresada o un padre de familia acelerado. Lo peor no es esquivar los carros, lo peor sucede cuando los conductores hacen sentir culpables a los corredor por salir a hacer deporte a la calle, como si hacerlo fuera una grosería que se debe castigar echándonos el carro encima.
Y me atrevo a repetir que seguro mucha gente no sabe qué es correr, ni mucho menos qué es hacerlo profesionalmente, pues hace un par de semanas el grupo de chicos con los que suelo entrenar estaba buscando las formas, junto con su entrenador, para conseguir el dinero que los ayudaría a pagar la mensualidad del gimnasio donde se fortalecen en las mismas instalaciones del CREA, pues de un día para otro les retiraron el apoyo mensual por razones que no quiero alargarme explicando aquí.
Cualquiera de ustedes puede estar de acuerdo conmigo: la verdadera calidad de vida de una sociedad se ve reflejada en su transporte público y en sus áreas deportivas. En Tijuana carecemos de ambas.
Si en el grupo de corredores hay dos personas que saben escribir, lo primero que se le ocurrió a mi esposa fue redactar una carta a la regidora de Salud y Deporte que expresara detalladamente la situación, y anexar en ella las semblanzas académicas y los logros deportivos de los ocho corredores jóvenes, que no pasan siquiera de los 22 años. Una vez lista la carta, los corredores con más edad se la llevaron a la regidora, pero quien los atendió fue su secretaria. De la funcionaria no hubo respuesta hasta una semana después. Su agenda, según la misma secretaria, estaba atiborrada. Y no lo dudo, durante la inauguración de la Feria del Libro de Tijuana vi a la regidora ocupando frente a mí la primera fila en la Sala Federico Campbell del Cecut, como si ella hubiera tenido algo que ver con la organización de la misma feria y en realidad estuviera comprometida con la promoción de la lectura. Vamos, que si algún periodista incisivo (uno de esos que se toman la molestia de hacer su trabajo) le hubiera preguntado el nombre del homenajeado nacional o por alguno de sus libros que se presentarían, la regidora seguro habría cantinfleado. Al final de la ceremonia posó, como otros tantos funcionarios, para la foto al lado de la autoridad municipal. Hoy en día el trabajo diario de muchos funcionarios públicos es sonreír frente a la cámara.
Cabe escribir que no hubo respuesta ni apoyo por parte de la regidora de Salud y Deporte. Pero tenaz como siempre ha sido, mi esposa le platicó a una amiga lo sucedido y esa amiga, bien intencionada por cierto, le comentó que ella le mandaría la misma carta a otra regidora pero del Partido Acción Nacional, el mismo que ahora gobierna Baja California y dirige Tijuana. Su respuesta fue la que suponíamos iba a ser: ningún regidor tiene acceso a la partida de gasto social. Como para suavizar las cosas, la funcionaria mandó decir que pusiéramos en una hoja los datos de cada muchacho para ver qué se podría hacer después.
Al final terminamos preguntándonos: ¿qué se puedo esperar de los regidores si no son capaces ni de leer completa una carta?
Podríamos seguir hablando de lo desatendida que está la ciudad por parte de los funcionarios públicos, como por ejemplo podríamos escribir sobre los baches de Tijuana. Pero eso es tema para otra columna. Lo que sí puedo decir es que la abundancia de los mismos ya se convirtió en tema de escritura literaria en mi seminario de creación. Mis alumnos  andan escribiendo cuentos que inician así:
“En una mañana cualquiera, mientras conducía rumbo al trabajo, esquivé un bache, luego otro y, sin saber cómo, mi carro cayó en uno enorme que me trajo a esta isla desierta, donde espero encontrar otro bache para volver a casa”.

Sobre Desterrados




Alguna vez el escritor centroamericano Sergio Ramírez dijo que las novelas son un proyecto de vida y los cuentos una decisión de meses. Las primeras se escriben como un proyecto personal durante un determinado tiempo y planeación programada y los libros de cuento, en cambio, se arman durante lapsos intermitentes, conforme al escritor se le van ocurriendo los argumentos para escribir cada uno, o cuando los escribe para determinadas revistas o antologías que lo invitan a publicar. De esta forma las novelas se hacen bajo un eje temático, uno tono discursivo y ciertos objetivos que uniforman por entero su trama general. El libro de cuentos, por su lado, vendría siendo un compendio de historias donde el estilo del escritor sea la único unidad o hilo conductor. Así, la diferencia entre la novela y el cuento es que la primera se centra en la longitud larga pero segmentada por capítulos, y el libro de cuentos narra una y otra vez, según el número de piezas, tramas diferentes de personajes disímiles.
Este argumento no sólo campea en el escritorio del narrador que ha forjado un oficio a través de las novelas, sino que las editoriales comerciales o trasnacionales, cada vez más apuradas por el ingreso económico a sus arcas que por la calidad misma, lo adoptan en sus compromisos de venta, tratando de publicar año con año más novelas que libros de cuento y denostando al cuento mismo como uno que poco llama el interés del público lector: el cuento no vende por lo que esconde y la novela vende por lo que enseña.
En este contexto existen dos posibilidades para el narrador. El cuento sólo es cobijado por las editoriales transnacionales si el nombre del autor es conocido y asegura ingresos. O el cuento es publicado por editoriales independientes si el libro apuesta por la literatura misma; es decir, si su escritura es sólida y novedosa.
Una editorial cuyo catálogo cobija a los libros de cuento como si cobijara a una tradición de cuentistas es Ediciones Era, con más de 40 años de historia, han publicado a plumas de primero línea como José Revueltas, Julio Torri, José Emilio Pacheco, Héctor Manjarrez y a Eduardo Antonio Parra, este último uno de los narradores mexicanos que dan la vuelta de tuerca a la marginación del relato y se debe en gran medida a que sus preocupaciones son explorarlo con la misma exigencia y rigor con que se explora la novela, pero con la concreción, sugerencia y musicalidad de la poesía.
Su obra está compuesta por cinco libros de cuento y una compilación de los cuatro primeros en Sombras detrás de la ventana (Ediciones Era, 2013). Sus temáticas centrales rescatan, si me apuran, son la herencia de Juan Rulfo, José Revueltas y Heriberto Frías; esos personajes marginados cuya voz se ancla en el campo, las regiones precarias o devastadas de México, así como la frontera donde destella el sueño americano y nace la pesadilla del migrante, y los campos de batalla mexicanos donde el enemigo no son los inventos del hombre, sino las reacciones de la naturaleza.          
Desterrados , libro de cuentos publicado en 2013, es el más reciente del autor nacido en Guanajuato en 1965, y está escrito por un cuentista de largo aliento que experimenta con las estructuras, el acomodo de los acontecimientos en la línea temporal del relato y, sobre todo, se anima a urdir su obra casi bajo la misma preocupación que los novelistas: el orden de los cuentos en el libro obedece al de anécdotas del destierro, la errancia, la promesa de una mejor vida, pero también hay un sólido manejo de la literatura de los sentidos, es decir, lo erótico, desde la psicología de los personajes y las sensaciones.

Parra pose una capacidad ejemplar de la observación y un conocimiento profundo de la cuentística mexicana. Su obra nos ayuda a entender que un escritor de primera línea debe conocer y tener una postura crítica frente a la tradición literaria, sus precursores y hacedores; la evolución y constante del cuento producido en el país donde escribe y de la lengua con que se comunica. Sus cuentos están escritos con una retórica urdida por el lenguaje de la tierra y la musicalidad de los libros, ambas herramientas al servicio de historias que persuaden al lector desde las primeras líneas y lo sueltan desconcertado al final de las mismas, pues cuando creemos que la situación extrema en la que se halla el protagonista llegará a su fin, Parra nos da una nueva sorpresa que nos lleva de la mano hasta el final de sus páginas, para sugerirnos que la literatura bebe de la vida: nunca acaba cuando uno cree, ni reinicia cuando uno desea.
En el nivel de los personajes de Desterrados, tienen la densidad necesaria como para humanizarlos. Muestran odio, esperanza, culpa, amor, deseo. Están construidos por la sicología profunda de quienes viven los dramas nacionales de la clase baja y media mexicana: el migrante o el viajero que busca su hogar, el vagabundo —shivoexpiatorio de la doble moral civil y las corruptelas policíacas—, los pobladores olvidados a las orillas de la carretera, el boxeador que perdió todo en el ring, el hijo que creció sin padre, pero es rescatado por una costurera de procedencia dudosa, las personas mayores que viven el día como si no hubiera mañana, la tensión que se vive en el campo de batalla en un homenaje a Heriberto Frías, el policía alejado que añora a la madre como se añora su tierra, el hombre que vive el amor sexual en su suegra y su esposa, los comensales que se entregan completamente con los sentidos a flor de piel.
Desterrados de su patria, de los otros, de sus cuerpos, de su propia cordura, y hasta de sus deseos, en estos 15 cuentos Eduardo Antonio Parra se reafirma como un maestro de la narración en tercera persona, omnisciente o pequeño dios que tiene conocimiento del todo; un narrador que escribe con el olfato, la mirada, el gusto, el oído y atiende la oscuridad humana, esos pasadizos oscuros que sólo maestros de la literatura han explorado sin defraudarnos, para enseñarnos que el cuento, aunque pudiera ser un género desterrado del marcado editorial y hasta de cierto número de lectores, tiene la forma y la hondura para capturar la bastedad de un país lleno de hombres que se alejan de su patria, de mujeres que los esperan y de hijos que seguirán a sus padres, como si buscaran la tierra prometida.

Antes de rezarle a Dios le rezaba a mi madre






Hay temas a los que los escritores prefieren darle la vuelta y no tocar ni de refilón en sus conversaciones. Pero en la escritura emergen entre una página y otra casi como deudas pendientes con el pasado. El mío sin duda alguna es hablar de mi familia. Más precisamente de mi mamá. Una amiga alguna vez me hizo la broma: "tú no tienes madre"; y quise regresársela diciendo: "y tú no tienes corazón". Hacía 4 años le había dado un paro cardiaco y se le atrofió una cuarta parte del órgano, de manera que, literalmente, no le funcionaba completo. Sólo le respondí que sí, que no tenía madre, evitando como siempre hablar de mi mamá. Pero en mi primera novela Nunca más su nombre hay un capítulo completo donde hablo de ella, donde confieso que, antes de enseñarme a rezarle a Dios, le rezaba a sus faldas porque era todo para mí luego de que me sacaron con fórceps de su vientre.
Y seguro fue porque durante los 9 meses que estuve dentro suyo la pasé tan bien que me negaba a salir, a respirar este mundo que -si me dejan ser más honesto todavía- me tardo mucho en comprender, más cuando alguno de mis conocidos actúan de manera distinta a lo que yo creo debe ser la convivencia humana. Confiar en los otros fue quizá lo primero que se me enseñó en mi casa, aparte de adorar a mi madre como si fuera papá a la vez.
Ella se llama Magdalena Lechuga Garcés, de su sangre saqué el Lechuga, apellido que no pongo nunca en mis libros publicados, en los textos que firmo como escritor, ni siquiera al presentarme con quien dicen debo presentarme; detalle no tan mínimo, pues me ha provocado un centenar de pleitos con ella, por más que dé explicaciones razonables. Su principal reacción siempre es: "mucho has de deberle a ese cabrón". Luego se arrepiente: "si mucho te avergüenza el Lechuga quítatelo de una vez en el registro civil".
Mi mamá estudió Derecho, terminó la preparatoria semiescolarizada embarazada de mi hermana menor. Luego la licenciatura cuando me gradué de la preparatoria y mi hermano de la universidad. Años después hizo dos maestrías. Mi espíritu de lucha diaria se lo heredé, pues cada vez que le decían que no, entendía un sí pero faltaba un poco más para lograrlo. A la fecha litiga como si defendiera a su propia sangre en los juzgados y es temida en el gremio de las sentencias.
Mis papás se divorciaron cuando yo tenía 8 años. Esa historia también viene en la novela como un ejercicio de autoficción que, más que incluirme como el protagonista de una historia inmerecida, reflexiona el verdadero valor de un padre para un hijo que se cree su propio Dios luego de verse descastado. Pero este artículo es sobre mi mamá y no sobre la novela ni mi padre.
Uno de los mejores recuerdos que tengo de Magdalena es cuando la acompañaba a Villa Hidalgo, municipio equidistante entre Aguascalientes y Zacatecas (sí, no nací en Tijuana; en mis venas corre el rojo semidesierto y en mi alma fluye el azul claro de sus cielos) a comprar ropa para vender. Visitábamos tienda tras tienda, surtiendo los pedidos y llenando más las bolsas que mi mamá cargaba en su espalda como Sísifo su destino. La recuerdo también haciendo cuentas, incluso separando el dinero justo que íbamos a pagar para volver en camión a casa y el costo de la comida antes de partir. Otro recuerdo es verla recorrer con una bolsa grande, de esas de plástico de color azul y rojo, el colegio donde yo estudiaba. Durante el mediodía me llevaba el desayuno y le vendía ropa a las monjas y a las mamás de mis compañeros. En su trabajo vendía a sus conocidas; los domingos a mis tías, a mis primas; y en la calle a quien se dejara. Algunas les pagaban y otras no. Las ganancias se fueron en finiquitar la deuda del departamento donde viví mi infancia y adolescencia y las colegiaturas de mis hermanos y la mía.
Mi madre pronto se deshizo de esa gran roca de deudas de su espalda. Lo hizo empeñada en ser diferente  a través del Derecho.
Otro recuerdo es verla ahorrar para irnos las vacaciones de verano a la playa de Puerto Vallarta. Mis amigos, hijos de matrimonios funcionales, se iban a Europa. Pero a Magdalena nunca se le atoraba nada. Visitamos la playa durante tres años seguidos y una ocasión los ahorros de su trabajo y ciertos bonos ayudaron a que pasáramos una semana en un hotel llamado Girasol Sur. Tuvieron que darme un tratamiento dermatológico tras volver a casa porque la piel se me arrugó por el exceso de horas en la alberca. Más que meterme al mar, me gustaba la tibieza del agua clorada y nadar junto a mi madre.
Para un hijo como yo puede ser maravilloso no crecer y vivir siempre al lado de su mamá. Pero crecí y me enamoré de otra, la literatura. Y, contrario a la relación que tenía con mi mamá biológica, a la literatura le dedicaba las noches. Leía lo que llegara a mis manos y compraba libros con lo poco que ahorraba a final de mes. Los soterrados celos de Magdalena emergieron cuando abría la puerta de mi cuarto sin avisarme y decía: "te vas a quedar ciego de tanto leer esas cochinadas". Yo escondía el libro bajo las cobijas y me abochornaba como si me hubiera descubierto con pornografía en las manos. 
Al terminar la preparatoria se fisuró nuestra relación. Uno no siempre es lo que sus padres desearon, al menos no en mi familia. Magdalena siempre tuvo esperanzas de que yo sería el hijo que enderezaría el mal rumbo de mi sangre: deseaba que fuera médico o abogado. Pero decidí ser escritor y, sin medir las consecuencias, estudié Letras. En mi casa nunca hubo libros o si hubo eran pocos de Derecho. De modo que todo el arte y la literatura era un mundo desconocido para mi mamá; un hoyo negro a otra dimensión que si no cerraba a tiempo su hijo sería tragado.
"¿De qué viven los escritores?", llegó a decirme muchas veces.
Y como entonces no lo sabía, jamás le contesté.
Como toda madre protectora puso las cartas sobre la mesa: "¿literatura o casa?". Y, como la necedad la saqué de ella, a los 18 años empecé a vivir solo, siempre buscando los sitios idóneos para escribir. Así me la llevé hasta que me vine a vivir a Tijuana, frontera donde me casé, escribo a diario, doy clases de escritura creativa, publico poco a poco libros y asesoro ferias literarias y llamo a mi mamá para recordarle que tiene hijo.
No sé si en nuestras conversaciones se lo he dicho, pero el pasado es una historia que uno se cuenta a diario, más si escribe como si fuera testigo de este mundo y buscara darle alma a su escritura. Yo me he contado muchas veces la historia de mi madre y también he buscado muchas veces escribirla. Si entre mis páginas no aparece, es muy seguro que esté oculta entre mis manos como la energía diaria que me levanta para ponerme a trabajar. No sólo le debo la confianza en los otros, la necedad y las ganas diarias de escribir, le debo también el que me haya hecho su hijo.

Estoy en Tijuana y ésta es mi historia





Tu cara me es familiar. Eres de aquellos que dicen querer ser escritor o escribir libros para dejar algo en este episodio de tiempo que llamamos vida, pero al comenzar a teclear en la computadora las manos se te detienen, la quijada se te tensa y las ideas se te escapan. Si es así, entonces esta columna está dedicada a ti. No eres el único al que le pasa eso. Conozco a otros tantos que decían no saber cómo iniciar una historia y, cuando descubrieron algunas herramientas narrativas básicas para empezar, enfrentaron la página en blanco.
Escribir es un acto íntimo y colectivo: escribimos como si dialogáramos con nosotros mismos con el ansia de que nos escuchen los demás. Y en ese esfuerzo muchas veces somos nuestro peor enemigo; al haber escrito una o dos página nos censuramos, creemos que cierta historia no debería ser contada porque es trivial o le pasó a cualquiera y nadie se interesará en leerla. 
La literatura enseña que se pueden escribir relatos hasta de cómo dar un beso o ponerse un suéter. A la mente se me viene Julio Cortázar, y seguro no es el único, pues Mario Bellatín tiene una novela sobre las enfermedades congénitas basándose en el origen y descripción de las flores. 
Tu conflicto puede ser que no conoces el cómo contar una historia, y por ello casi siempre renuncias a la empresa solitaria de escribir. ¿Pero no has pensado en que otros son más relajados?: sin escudo ni lanza se arrojan con voluntad de espartanos a pelear contra la página en blanco, deslizan el lápiz, tunden las teclas como si fuera la última batalla, derriban a dos o tres guerreros como si fueran oraciones, párrafos que no se dejan capturar.  
Se debe escribir siempre aspirando a tener un primer borrador. En él importa más el qué se dice, que el cómo se dice, y en ese ejercicio de volcar la historia mental a la historia escrita es mejor hacerlo sin pensarlo demasiado, con faltas de ortografía y con errores de sintaxis. Una vez escrito por entero el borrador, lo que sigue es enmendarlo de principio a fin, palabra por palabra, idea por idea, hasta que forme un relato casi perfecto, pues las historias siempre son perfectibles. 
¿Y si nos atoramos en plena escritura? 
En una entrega anterior en esta columna escribí que leer es el mejor método para desbloquearnos. Pero si queremos más ejemplos, el año pasado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara escuché al premio Alfaguara de Novela Juan Gabriel Vásquez decir que leer mientras se escribe es afinar el tono narrativo. Los libros, nuestros clásicos que nos han enseñado en sus líneas a planear un relato o una novela, pueden ser el diapasón que afine nuestro tono estilístico, la soga que nos saque del pozo oscuro del no saber qué sigue. Sin embargo, hay otros escritores, como el costarricense Carlos Cortés, que opinan que es mejor no leer nada sobre el tema que están escribiendo; prefieren no contaminarse del otro y narrar de manera pura lo que ellos piensan debe ser la historia que se les ocurrió. 
Lo cierto es que los libros, al menos los que nos gustan, suelen ser los mejores consejeros en momentos de la crisis creativa. El sólo acto de elegir uno entre varios que reposan en el librero, abrirlo, leer sus primeras palabras en el capítulo de novela o de relato, casi siempre te hacen llenar el pozo de agua creativa, de las ideas que te faltan para continuar. Los primeros pasos de un contador de historias siempre están permeados por los ecos de los otros. Luego, conforme ejercitamos el músculo, esos ecos se apagan y nace una voz propia. Todo depende del tiempo que invirtamos en la escritura y la lectura. No olvidemos que escribir es una decisión de vida. De lo contrario, si se apuesta por la escritura improvisada, donde se escribe una vez a la semana de vez en cuando, como si no hubiera voluntad, pero nos dejamos persuadir por los otros, malamente nuestra escritura se convertirá en una caja de resonancia donde nuestro propia voz se pierde entre el ruido de los tantos.
Cuando se escribe, hay que tener en cuenta el yo, nuestra historia personal. Si no te sientes con el conocimiento necesario como para escribir un gran cuento de la talla de tu escritor favorito, apela a tu memoria personal, y escribe sobre lo que en realidad conoces. Abre las antenas, activa los sensores. Si a uno le dejan de tarea de un día para otro escribir un relato sobre la Revolución Científica, y no sabe nada sobre los cambios de paradigma, los científicos y los inventos de esa época, terminará agarrando lo que apenas encuentre en internet y lo que algunos libros, que muy apenas pudo conseguir, le digan. Pero si a uno le encargan escribir de un día para otro una historia personal, seguro rememorará con gusto y se irá por tres tipos de momentos: el más triste, el más vergonzoso o el más feliz de su existencia.
A este tipo de recurso se le llama semillas narrativas. La semillas son el detonante o principio de una historia; ese impulso que te lleva a escribir sin muchas certezas pero con muchas ganas de terminar; el primer beso, la muerte de un amigo, la crisis de la adolescencia, el manchón de salsa de tomate en las sentaderas, el moco chiflador en tu primer beso, la historia de tu primer cachorro, el enojo que te llevaste cuando no te dieron la visa, la peor ruptura amorosa y más. 
La escritura de historias o el ejercicio de escribir debe ser un acto libertario, emocionante, no un castigo. Aquellos que lo imponen como una pena contra el mal comportamiento están aniquilando el gusto por construir a través de las palabras. Por ello, cuando uno empieza en este oficio debe apelar siempre a sus historias personales. Verlas como si fueran un pedazo de masa que puede modelarse una vez que lo escribimos todo, que puede modificarse con la ficción, es decir el arte de mentir, y las poleas y engranajes de los cuentos y novelas. Hay escritores que dicen: “yo quise escribir una historia sobre mi infancia, pero terminé escribiendo la historia de la infancia de muchos desconocidos”. 
Esto se debe a que la literatura, al menos la que trasciende localismos, trata de convertir los recuerdos propios, las vivencias de uno, en materia universal. Flaubert decía que escribir es hacer el patio de su casa en una plaza pública, un lugar donde puedan pasearse quienes sean como si estuvieran en su casa. El patio propio es tu memoria, y la plaza pública tiene que ver con que todos somos humanos y nada de lo humano, como diría el filósofo, no es ajeno.
Las semillas deben contener un conflicto: 
“Aquella noche me dijeron que mi mejor amigo había dejado su casa…”
Pero también un secreto:
“Y no sabía si se había ido para siempre, si alguien con quien tenía problemas había tenido qué ver; o simplemente dejó la ciudad porque estaba cansado de ella…”
Y, sobre todo, una promesa que sugiera la posible solución del conflicto:
“Esta historia, que estoy escribiendo desde lo más personal, trata sobre la desaparición de mi mejor amigo, pero también sobre cada una de las historias que su familia y yo pasamos hasta encontrar el último de sus rastros…”
Las historias no están obligadas a obedecer el tiempo real de la vida misma, casi como lo hacía la novela s. XIX; las historias que contamos tienen su propio tiempo de vida y están regidas por la velocidad de las cosas que las habitan. La velocidad de la trama. La velocidad de los personajes moviéndose de principio a fin en la trama. La velocidad de la memoria de los personajes en la trama misma. La velocidad y la presencia de los objetos. La velocidad del conflicto, nudo y desenlace. Escribir es crear un tiempo a partir de uno ya vivido; pero lo debemos determinar con nuestras leyes temporales. 
Uno puede trazar esa temporalidad a partir de las semillas narrativas, acontecimientos tales como el nudo, que no es más que la complicación de los objetivos del personaje principal; o el clímax, que no es más que la revelación o del secreto o un acercamiento a su posible respuesta; o el desenlace, que es cuando la cuerda de la tensión narrativa se relaja y se ofrece al lector una solución al conflicto inicial.
Semillas narrativas pueden haber muchas, de tantos temas como uno quiera, con la voz narrativa o perspectiva que a uno se le antoje. Pero siempre deben tener, al menos, esos tres elementos narrativos: el problema que enfrenta el protagonista, el secreto que debe revelar y potencia la intriga, y la revelación que de una u otra manera se manifiesta como regalo para el lector por haber dado su lectura a nuestra historia. 
Hace no tanto, mi esposa y yo empezamos a escribir una serie de semillas para detonar historias. Todas dirigidas a ciudadanos de Tijuana con la inquietud de escribir sobre la frontera, sobre su concepto de refugio de migrantes y lugar de las segundas oportunidades, pero también sobre sus vicisitudes y defectos que podrían enderezarse, al menos con el poder de las palabras. Las semillas no son mayores a un párrafo. Les dejo aquí unas cuantas por si gustan hacerlas suyas y empezar a viajar en bicicleta. 
Aquella noche fría de noviembre iba manejando a toda velocidad por el Bulevar 2000, cuando de pronto una de las ruedas de mi carro cayó en un enorme bache, de esos que abundan en la ciudad, giró raudamente, me di vueltas en el aire y acabé, sin saber las verdaderas razones, en una isla desierta.
Habíamos hecho tanto tiempo esperando en la línea fronteriza, que de pronto nos vimos unos a los otros más envejecidos, más alterados, pero sin perder la esperanza de que un día, quizá muy pronto, nos dejarían pasar al otro lado y podríamos continuar por fin la vida que dejamos congelada.
Soy un policía de la vieja escuela. Llevo más de 35 años trabajando en la corporación. Aquella noche aciaga estaba a punto de jubilarme, pero una llamada de central de radio nos alertó a todos los oficiales de la Mesa, porque nos pedían que fuéramos a capturar a Rodolfo Picadiente, el malhechor más temido de la península norteña. No tengo que contar cómo llegamos hasta él, ni tampoco cómo lo acorralamos en aquella balacera, ni cómo el fuego cruzado se convirtió en una persecución a pie, yo contra él. Lo que si quiero contar es que, tras haberlo alcanzado, le ordené con pistola en mano que se diera la vuelta y descubrí que el maleante era yo pero más joven.
Aquella tarde pudo haber sido la más feliz de tu vida, pero luego de haber salido de la Macroplaza, descubres que de tu mano cuelga un niño de unos cinco años que no es tuyo, pero te dice: ¿a dónde vamos, papá? 

Se busca empleada doméstica





La escritura es un oficio un tanto celoso. Uno quiere escribir algo en determinado horario dentro de su rutina cotidiana y siempre aparecen factores o circunstancias ajenas que lo postergan. Una llamada telefónica, una noticia o la ausencia de una persona con la que contabas para cierta tarea, moverá tu tiempo dedicado para escribir. Desde el viernes me propuse redactar esta columna, pues el lunes comenzó una nueva semana y con ello nuevas tareas. Había escogido el tema, se me habían ocurrido las palabras iniciales, un par de párrafos, frases que seguro iban a darle brillo al texto y hasta un posible título y final. Pero uno pone y la vida dispone. Escribir siempre está atado a la experiencia, al ritmo diario y a la libertad que los otros nos dan o, casi como una pelea constante, a la que nosotros nos obligamos a tener para hacer literatura.

A mi computadora no me acerqué sino hasta el día de hoy y llego —si me permiten hacer la confesión— algo cansado. Un problema de humedad que se originó desde el año anterior en la cocina de mi departamento y la poco disposición de un vecino engreído para solucionar el problema en su jardinera, provocó que el fin de semana mi casa se inundara de albañiles. Uno salía y dos entraban con los zapatos enlodados o llenos de yeso. Al final durante dos días repararon el techo de la cocina, el cuarto de servicio y detalles que mi esposa ya me había pedido arreglar, y dejaron el departamento como un campo de guerra

De modo que uno, aunque se haya hecho a la idea de encerrarse en el estudio, no logra escribir porque los trabajadores siempre lo van a consultar y las llamadas por teléfono no dan tregua. Por eso la escritura de este texto la postergué hasta el fin de semana, pero en el fin de semana nacieron nuevos pendientes como el comprar un futon porque tendremos visitas, la ida obligada al supermercado porque “como que el refrigerador va a estar vacío con gente en casa”, según las palabras previsoras de mi esposa; los pormenores para recibir a ciertos amigos escritores que vienen a la Feria del Libro de Tijuana y la preparación de las clases para el seminario de creación literaria y el otro taller de escritura. Al final, a eso de las 11 de la noche de ese viernes, en el departamento ya estábamos sin batería y con ganas de sólo descansar el fin de semana. 

El lunes fue otro cantar. Sí escribí, pero fue un texto ajeno a la columna, o no tan ajeno porque seguro se verá publicado aquí dentro de algunas semanas. Me asignaron presentar el libro de cuentos Desterrados, de Eduardo Antonio Parra en la feria. Lo releí y acabé el texto en dos sentadas. Una al mediodía y otra antes de irnos a correr por la tarde noche. Al estar en la cama de ese lunes ya para dormir, me prometí escribir otro texto más el martes, la presentación de Los jóvenes no pueden volver a casa, de Mario Martz, que también me asignaron. “Total, el departamento está patas para arriba por el trabajo de los albañiles, pero viene doña Mari y hará su magia con la escoba, la jerga, el estropajo y el trapeador”. 

Esa noche dormí como bebé.
Y quizá soñé con un departamento reluciente.

Llegó el martes y la mañana me recibió con la peor de las noticias. A doña Mary se le fue el marido a su pueblo de origen, la mujer estaba desconsolada y no podía trabajar. De modo que, con el corazón destrozado, le era muy complicado hacer su magia con la escoba y la jerga. Además de haberla consolado con un escueto “lo siento mucho”, no pude dejar de pensar que a buena hora y en buen día se le había ocurrido al pelafustán aquel abandonarla, por qué no había elegido el viernes de la otra semana o junio o el otro año. Más resignado que contento, guardé la computadora y me fui, como buen macho del hogar, a tallar la cocina y reacomodar los trastes en los compartimentos. Terminé hasta las 2 de la tarde con las manos jabonosas y las piernas encochambradas. Recordé que debía dar el taller Las entrañas de la ficción a las 5. Lo cambiamos para ese día porque el miércoles, por invitación de Jaime Chaidez, estaría en el Conversatorio #TijuanaHoyEnLaLiteratura, al lado de Daniel Salinas y Roberto Castillo. 

Es complicadísimo obedecer a dos amos y quedar bien con ambos: entonces debía decidir entre la literatura o la limpieza de mi casa.

Y salí corriendo por mi esposa para ir a comer. Me dejó en el trabajo, di clases hasta las 8. Luego ella volvió por mí ya lista con las ropas y los tenis para irnos a correr. Y corrimos hasta las 10 de la noche. Pero el martes no acabó ahí ni los 6 kilómetros corridos la agotaron. Ella llegó muy fresca a la cocina, y se puso a finiquitar la tarea que yo había dejado empezada. No era mucho, pero terminamos hasta las 12 con los músculos adormecidos.

Si hay cosas que me harán enorgullecerme en el futuro, no son las columnas que escriba en este espacio, serán sin duda alguna el acomodo de los trastes en los muebles y limpieza de mi cocina.

El miércoles me levanté a las 9 como si me hubieran despertado con un batazo en la cabeza. Vi mi celular, recordé que tenía muchos pendientes ese día, pero se me olvidó pensar que esa misma mañana debía visitar a una clienta que contrató mis servicios para la supervisión de la escritura de su novela. Me bañé en tiempo récord, me vestí, me peiné, bebí mi café de la mañana y durante el mediodía me dediqué a trabajar con ella. Ya para las 2 estaba en la oficina de correos mandando un paquete y para las 3 me senté a teclear el comentario sobre el libro que me faltaba: 500 palabras en una hora y quizá pudieron ser más, pero a las 5 me detuve para programar el Uber, de lo contrario me podría quedar escribiendo hasta las 6 y la ama de la literatura me castigaría.

A las 6 y algo comenzó el conservatorio y, mientras hablaba, honestamente no dejaba de pensar en lo que quería decir en esta columna, pero también en la limpieza de mi casa y en el marido de doña Mari, qué tal que se había ido con otra y la mujer terminaría más desconsolada y ya no podría hacer su magia en el departamento. Al terminar el conversatorio, saludé, platiqué, firmé un par de libros y la maestra Yvonne Arballo me rescató para darme aventón. Aún faltaba la sala, el comedor y la recámara de huéspedes por acomodar. Pero ya eran las 10 de la noche y el estómago me recordaba que no había comido. 

El día de hoy me desperté a las 7 de la mañana para comenzar a escribir esta columna. Con el ajetreo y trajín de la semana de a tiro se me olvidó el otro texto que quería escribir.  Seguro lo estará escribiendo otro en Cuba, o en Puerto Rico, o en Chetumal o Mulegé. La vida terminó dándome el tiempo para escribir éste y no lo voy a desaprovechar. De lo poco que recuerdo del otro es la invitación amplia y extendida hacia ustedes para que vean el programa de la Feria del Libro en su página web y vayan a disfrutar las presentaciones de libros, talleres, charlas; a conocer autores y preguntarles sobre lo que quieran, pero sobre todo por su literatura. Este año la feria tiene sin duda alguna una de las mejores caras que la representan a nivel nacional, un Comité Literario de selección funcionando como una maquinaria bien engrasada y talleres con profesionales de primera línea. Hubo mucho trabajo de fondo para que se lograra este año con la calidad que se merece y es muy seguro que habrá libros esperándolos con los brazos abiertos.

Por lo pronto me voy a colgar el letrero en la ventana de la entrada que diga: “Se busca empleada doméstica”. Doña Mari me acaba de dar la noticia de que se va a buscar a su marido.


   
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