Hace apenas un mes recobré el hábito de comprar
libros, libros físicos que se pueden leer y colocar en librero después de
haberlos leído. Incluso Flor y yo fuimos a San Diego a conseguir una hermosa
pieza roja de cinco paneles para poner por fin los pocos que me traje de
Zacatecas y los otros tantos que ella trajo de la casa de sus padres, para por
fin iniciar juntos la biblioteca.
Había tenido cerca de dos años que no volvía a
comprar un libro. Leía gracias a la biblioteca de la universidad donde imparto
clases o a préstamos que me hacían amigos después de una cena o reunión,
incluso me descargaba uno que otro libro electrónico en la Kindle, porque después
de la última mudanza me pareció más práctico tener en el dispositivo tecnológico
la colección que volver a sufrir aquel cambio tan abrupto y triste de dejar en
casa de mi hermano, en Zacatecas, los libros que fui comprando con los años,
pues en el viaje sólo cabía en el carro lo necesario para iniciar una nueva
vida en Baja California.
En la compra encargué por Amazon Una liturgia común de Joan Didion porque encontré buenas críticas sobre Noches azules, y pensé que era adecuado iniciar por sus primeras
novelas y terminar con la más reciente. También encargué El año del pensamiento mágico, sin embargo no llegó el pedido, me
reembolsaron el dinero y terminé leyendo únicamente la primera novela, que a la
página 165 abandoné porque me colmó la paciencia. No es una obra mala, incluso
tiene una edición tan bonita que uno podría ponerla en la sala como adorno. Es
más bien que me he ido haciendo a la idea que tras el poco tiempo que uno tiene
para leer y escribir nos volvemos selectivos. Es decir, si una novela no tiene
lo que estás buscando como ser humano, es mejor buscar esa tan anhelada
felicidad que mencionaba Borges en el acto de leer en otro libro. Fue así como
volví a leer a Paul Auster, un autor que marcó mi juventud.
Con el dinero que me reembolsó Amazon fui a
Gandhi, en los libreros de novedades encontré uno de los libros que se me había
pasado leer hace años. Me refiero a A salto
de mata de Paul Auster, que no son más que sus memorias de juventud, que recopilan
el tiempo en que trabajó en un buque petrolero, los tres años que vivió en
Francia como negro literario y traductor, y la breve estancia que vivió en
Cuernavaca bajo el auspicio de una familia pudiente con la idea de que el joven
Auster les ayudaría a reescribir una obra de teatro, cuando trabajó como traductor y editor de catálogos de arte, su primer matrimonio frustrado y, sobre todo, su vocación: una suerte de
confesiones sobre el amor a la literatura y la entrega total al oficio que nos recuerdan a la prosa más sólida y persuasiva del autor
de New Jersey. Me refiero a Moon palace
y Leviatán, incluso El libro de las ilusiones: esa búsqueda
de sus personajes por la felicidad, el defender la vocación ante la profesión
o encontrar el antídoto, cura, lugar o persona que ayuda a resarcir el
pasado, retomar sus vidas o simplemente llenarse de esperanzas.
Podríamos escribir también que A salto de mata es una novela a la que
los críticos llaman de formación, como Retrato
del artista adolescente de James Joyce, o The catcher in the rye, de Salinger, donde ambas la juventud es
sinónimo de búsqueda, descubrimiento, asombro, pero sobre todo tenacidad en esa
porfía por definir el camino de los personajes frente al mundo que los rodea.
Una novela recomendable para todo aquel que ha empezado a andar por el camino sinuoso de la creación literaria.