Para Flor Cervantes, por supuesto.
Mateo lo
encontró en el bosque. Lo trajo a casa porque se veía débil y el invierno
terminaría matándolo. Nadie más iba a darle ayuda, por su aspecto y porque esta
cabaña es la única en todo el lugar. Esa noche cenamos sopa y liebres asadas.
El extraño comió desesperado, sin siquiera voltearnos a ver cuando lo hacía.
Tenía los colmillos desencausados y abría la boca como un sapo al morder los
alimentos.
Mateo le
ofreció asilo y prometió llevarlo la mañana siguiente al final del camino. No
era la primera vez que alguien se perdía en el bosque mientras la guerra
terminaba. Durante lo que iba del mes, los ecos de los fusilamientos masivos
resonaban afuera de la cabaña. La mala puntería de los milicianos hacía que
algunos presos se dieran a la fuga y llegaran aquí con hambre y sed.
Me contuve a
contradecir la decisión de Mateo, a pesar de que el extraño me atemorizaba. Su
silencio y su mirada eran una esfera de acero que lo aislaba de su entorno.
Antes de ir
a la cama, limpié la mesa para poner la fruta en el centro y las codornices,
que comeríamos la mañana siguiente, entre plantas y especias para que se
conservaran frescas. Mateo le pidió al extraño que le ayudara a cortar madera. Después
ambos llenaron de leños la chimenea.
El bosque se
vio hundido en la noche. El fuego de la chimenea comenzó a darnos calor y a
alumbrar. Afuera, el viento se desató de manera rauda y su sonido se combinó
con la lluvia. Las gotas golpearon con fuerza las ventanas, como si quisieran
penetrar los cristales, el techo.
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