Joel Flores es un escritor zacatecano que a sus 29 años de edad ha tenido una trayectoria encomiable. Becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en 2007 y residente de la prestigiosa Fundación Antonio Gala en 2009 -casa que acoge a artistas de todo el mundo-, vive actualmente en la zona restaurantera de Tijuana, imparte clases de Literatura y Comunicación Avanzada en Español a universitarios en CETyS Universidad y ha publicado dos libros de cuento: El amor nos dio cocodrilos, e-book que puede conseguirse en Amazon gracias a la editorial VozEd; y Rojo semidesierto (FOEM), con el que fue galardonado en el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz 2012, por los jurados Beatriz Espejo, Alberto Chimal y Eraclio Zepeda. Entre sus temas predilectos está contraponer el género fantástico con el realismo sucio, gracias a la violencia y los daños colaterales que provoca la guerra del gobierno federal contra el crimen organizado
Conocí a Joel gracias a los accidentes del ciberespacio y a su imbricada red de etiquetas que te ofrece Google al buscar el nombre de Amparo Dávila, pues el primer resultado al googlear a la escritora de Pinos Zacatecas es el cuento Amparo Dávila en la memoria ajena, una especie de homenaje a la imaginación de la narradora publicado en el blog Bunker 84 del joven escritor. Lo leí y el placer estético me orilló a escribirle al autor a través de Facebook. Esa acción detonó un diálogo creativo generacional: me convertí en lectora y reseñista de sus dos libros y uno más por salir bajo el sello de la Editorial Germinal de Costa Rica. En esta entrevista, hecha a distancia gracias al correo electrónico y a Facebook, busco entablar una conversación con Joel para que nos hable de su literatura, del cuento y su creación, de sus temas predilectos, sus lecturas, en qué se encuentra trabajando ahora y, sobre todo, de su libro Rojo semidesierto.
Lola Ancira: ¿Por qué escribir o, mejor dicho, por qué ser escritor?
Joel Flores: Supongo que
porque no existe para mí otro oficio. Es lo único que sé hacer, aparte de
enseñar literatura. Al principio creía que porque había sido una especie de
elegido por alguna terquedad divina o accidente, pero con el tiempo he
aprendido que mi oficio se reduce a una decisión: escribo porque no he
encontrado una mejor manera de comunicarme con el mundo e interpretarlo. Y
todo ello nació cuando estaba pequeño y mi madre llevó una computadora de
escritorio a la casa. Se trataba de una Hp pesadísima, un dinosaurio en
comparación con los ordenadores que usamos hoy en día. Cuando la vi, supe que
ese mamotreto me serviría para escribir. Allí, en el estudio-habitación que
improvisamos mi hermano y yo, llegué a pasar las noches escribiendo una especie
de diario que nadie conocía más que yo. Se trataba de un confesionario
amortiguado por una escritura honesta e inocente, ilusa y sin visión, que lo
mejor que le pudo haber pasado fue desaparecer junto a la vieja Hp.
Con el
tiempo y las lecturas empecé a tomar esto en serio, fue en la preparatoria,
como ya lo he dicho en otras entrevistas, gracias a la amistad que tuve con
Javier Báez, un narrador potosino del que ahora se sabe poco fuera de
Zacatecas. Él me enseñó que, para ser un escritor de verdad, primero hay que
ser un lector comprometido con la literatura. Para Javier la lectura es la
esencia de todo: la escases de lecturas literarias en un escritor se reduce
a una mirada sesgada del mundo y a un estilo limitado.
Años después mis
ganas de escribir un libro con la ayuda de una beca del Fondo Nacional para la
Cultura y las Artes me llevó a sesionar con David Ojeda, quien solía decirnos
que no hay literatura sin experiencias de vida. Escritor que no ha vivido y
quiere hacer literatura está siendo un impostor, al menos yo así lo pensaba
entonces. En España, sin embargo, fue determinante mi amistad con Juan
Gómez Bárcena dentro de la Fundación Antonio Gala. En ese recinto, gracias a la
biblioteca pública de Córdoba, leí a escritores como Junot Díaz, John Cheever,
Raymound Carver, Truman Capote, Sallinger, Hemingway y Tobias Wolf. Fue
entonces cuando conocí el sentimiento de la hermandad literaria y empecé a leer
y escribir como si respirara.
LA: ¿Cómo nace
Rojo semidesierto?, leo al final de todos los cuentos, en la parte de los
agradecimientos, que fue escrito en tres etapas, una en Distrito Federal, otra
en España y una más en Tijuana, durante cuatro años.
Joel Flores:
En realidad fue un libro escrito en pausas, con muchas reestructuraciones. Para
concluirlo entraron y salieron muchos cuentos. Siempre ha sido así mi sistema
de creación, escribo, reescribo, borro, elimino, retomo, engarzo. Muchos amigos
me han recomendado, incluso yo suelo hacerlo en mis clases de Metodología de la
Investigación, que primer se trace un mapa de lo que se quiere escribir, antes
de sentarse a teclear en la computadora. Sin embargo, yo no suelo seguir mis
consejos, al menos no en esto. Primero escribo y después acomodo con más visión
del material. Quizá en el libro siguiente use un sistema opuesto, pues cada
libro exige el propio. Por otro lado, a pesar de que Rojo semidesierto es un libro de no más de 120 páginas, tardé
cuatro años en finalizarlo porque lo inicié fuera de México, bajo una
preocupación por mi país, mi estado, que jamás había sentido antes. Cuando
llegué a Córdoba, durante el sexenio calderonista, pasó de todo: la gripe
porcina, la invasión del crimen organizado a Zacatecas, secuestros, balaceras,
desaparecidos, corrupción, y yo veía todo eso desde lejos, como rumores
escuchados detrás de una puerta de hierro. Fue entonces cuando el libro que
propuse para escribir a la Fundación Antonio Gala dio un giro abrupto. En esas
fechas me encontraba viajando por Barcelona y tuve la oportunidad de cenar en
la casa de unos catalanes pura cepa que estaban en contra del independentismo.
Uno de ellos me regaló un libro llamado Los
peces de la amargura, de Fernando Aramburu, que me alumbró en muchos
aspectos qué buscaba como escritor. Tras mi regreso a la Fundación, empecé a
escribir sobre los daños colaterales que provoca la guerra entre el crimen
organizado contra la federación. Me ayudó mucho una serie de contactos que
entablé gracias a Facebook y el correo electrónico con personas que, de cierta
manera, habían sufrido o habían tenido que ver con esta catástrofe y tragedia;
sus historias o rumores, así como las notas periodísticas, me sirvieron para ir
estructurando algunos cuentos. Recuerdo que la versión final era de 100 páginas
escritas a contra reloj durante 5 meses. Luego regresé a Zacatecas y escribí
uno que otro cuento, empecé una novela y olvidé el libro. Me fui al Distrito
Federal a buscar oportunidades como escritor y cerré parte del proyecto con la
ayuda de Juan Gómez Bárcena, a quien le habían dado una residencia el FONCA ese
año para extranjeros. Después regresé a Zacatecas, conseguí empleo en un
periódico como editor y con las noticias que fui acumulando en su sala de
redacción me di cuenta que lo que llevaba de ese libro eran rumores carentes de
verosimilitud, hacía falta contraponer lo escrito, es decir la ficción, con más
hechos reales, verdaderos. Trabajar en ese periódico fue determinante para mi
escritura, nos llegaban de primera mano noticias sobre balaceras, secuestros,
asesinatos, el empleo informal y más. Tras mudarme a Tijuana, tuve tiempo de
terminarlo con todas las experiencias y apuntes que acumulé. Esta ciudad
fronteriza me dio la tranquilidad y la visión para reescribir, detallar y
engarzar un cuento o personaje con otros, para que el libro estuviera urdido
por historias seriadas que hacen una unidad total, pero que puede leerse cada
cuento como independiente, si lo sacamos del libro.
LA: Recurres en
tus cuentos al tema de los daños colaterales, donde verdugo y víctima son
igualados por la catástrofe. Recuerdo, por ejemplo, esos cuentos donde una
mujer se crea un embarazo psicológico luego de haber perdido a su hija por
culpa del crimen organizado o aquel hombre que sufre de estrés postraumático
diciendo todas las noches que el baño de su casa ha desaparecido, luego de
haber sufrido un secuestro. ¿Por qué escribir sobre ese registro de la realidad
inmediata y no por el género fantástico, como en tu primer libro El amor nos
dio cocodrilos?
JF: Cuando empecé
este libro quise hacer lo opuesto a El amor nos dio cocodrilos, quise escribir
historias más humanas, inmediatas, como tú lo nombras, pero no apelar
directamente a la palabra narcotráfico, que está compenetrado en el imaginario
colectivo de los mexicanos. No me gustaría que ligaran mi obra en un futuro con
el narcorrealismo, pues jamás con Rojo semidesierto busqué aliarme a sus filas.
Respeto esta corriente literaria y admiro incluso a sus padres, pero yo busqué
emular el imaginario de Juan Rulfo o José Revueltas, donde el terruño se
convierte en un lugar universal, que puede ser comprendido por cualquier lector
de cualquier parte del mundo y donde los desbarajustes de la vida, de un país,
son la materia prima para hacer literatura.Sería tajante decir que no hay
rasgos fantásticos en mi libro, pues el lector podrá encontrarlos pero
representados como símbolos justificados o ligados a un aspecto real. El sólo
hecho de renombrar a los malos, al crimen organizado, como La Compañía, como un
símbolo casi metafísico de amenaza por sus acciones, bien podría leerse como el
mismo símbolo del visitante del cuento de Amparo Dávila, la muerte roja de Poe
o la energía que desalojó de su propia casa a los jóvenes del cuento “Casa
tomada” de Julio Cortázar. El embarazo psicológico de esa personaje, no es más
que el símbolo de esperanza de los personajes que, ante la tragedia, buscan una
solución rápida para seguir hacia adelante, aunque esa esperanza sea ilusoria,
vacilante, como lo propio en el género fantástico. En cuanto a la prosa, traté
de que fuera más flexible y menos golpeada, incluso por esas razones acudí a la
teoría del narrador indirecto libre, donde la voz narrativa del narrador se
funde con la de los personajes. Esto apuesta va encaminada, supongo, a una
madurez creativa, a una búsqueda personal del uso de nuevas herramientas para
hacer literatura y no repetir los esquemas, los retos de siempre. En cuanto al
espacio y lugar, en Rojo semidesierto
quise anclar todas las historias a una entidad federativa de México, salen
espacios como Tijuana, Mexicali y sobre todo Zacatecas, incluso colonias nuevas
y viejas.
LA: Hablas de
Julio Cortázar, Rulfo y Revueltas como referencias de este libro. ¿Cómo
influyen en Rojo semidesierto? ¿Son
los únicos escritores que fungieron como influencia para ti a la hora de
escribir estos cuentos?
JF: En realidad
fueron referencias de forma inconsciente, las nombro como prueba de que, tal
como dice Juan Villoro, uno debe ser lector antes que escritor. Bajo esa
fórmula se aprende infinidad de herramientas narrativas, se crea uno su propio
taller y cuelga allí esas herramientas, pero no suele usarlas del todo o las
usa a medias cuando uno escribe. Rulfo es y será un referente de la literatura
nacional que a muchos nos ha servido como un tesoro de influencias, al igual
que José Revueltas. Sin embargo, no tenía a estos escritores al lado cuando
escribí cada uno de los cuentos de este libro. Tenía a otros, como Cheever,
Capote o el mismo Junot Díaz, pero quise tropicalizar la estructura que ellos
proponen en los míos, no imitándolos, no emulándolos, y allí vaciar los
conflictos latentes de un país, una ciudad en específico, que es Zacatecas.
Ahora que leo el libro con la distancia, veo que ningún cuento se parece a
alguno de los escritores que nombro. Todo lo contrario, hay una propuesta
personal, un estilo propio, desde la estructura particular hasta la total.