lunes, 19 de junio de 2017

Estoy en Tijuana y ésta es mi historia





Tu cara me es familiar. Eres de aquellos que dicen querer ser escritor o escribir libros para dejar algo en este episodio de tiempo que llamamos vida, pero al comenzar a teclear en la computadora las manos se te detienen, la quijada se te tensa y las ideas se te escapan. Si es así, entonces esta columna está dedicada a ti. No eres el único al que le pasa eso. Conozco a otros tantos que decían no saber cómo iniciar una historia y, cuando descubrieron algunas herramientas narrativas básicas para empezar, enfrentaron la página en blanco.
Escribir es un acto íntimo y colectivo: escribimos como si dialogáramos con nosotros mismos con el ansia de que nos escuchen los demás. Y en ese esfuerzo muchas veces somos nuestro peor enemigo; al haber escrito una o dos página nos censuramos, creemos que cierta historia no debería ser contada porque es trivial o le pasó a cualquiera y nadie se interesará en leerla. 
La literatura enseña que se pueden escribir relatos hasta de cómo dar un beso o ponerse un suéter. A la mente se me viene Julio Cortázar, y seguro no es el único, pues Mario Bellatín tiene una novela sobre las enfermedades congénitas basándose en el origen y descripción de las flores. 
Tu conflicto puede ser que no conoces el cómo contar una historia, y por ello casi siempre renuncias a la empresa solitaria de escribir. ¿Pero no has pensado en que otros son más relajados?: sin escudo ni lanza se arrojan con voluntad de espartanos a pelear contra la página en blanco, deslizan el lápiz, tunden las teclas como si fuera la última batalla, derriban a dos o tres guerreros como si fueran oraciones, párrafos que no se dejan capturar.  
Se debe escribir siempre aspirando a tener un primer borrador. En él importa más el qué se dice, que el cómo se dice, y en ese ejercicio de volcar la historia mental a la historia escrita es mejor hacerlo sin pensarlo demasiado, con faltas de ortografía y con errores de sintaxis. Una vez escrito por entero el borrador, lo que sigue es enmendarlo de principio a fin, palabra por palabra, idea por idea, hasta que forme un relato casi perfecto, pues las historias siempre son perfectibles. 
¿Y si nos atoramos en plena escritura? 
En una entrega anterior en esta columna escribí que leer es el mejor método para desbloquearnos. Pero si queremos más ejemplos, el año pasado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara escuché al premio Alfaguara de Novela Juan Gabriel Vásquez decir que leer mientras se escribe es afinar el tono narrativo. Los libros, nuestros clásicos que nos han enseñado en sus líneas a planear un relato o una novela, pueden ser el diapasón que afine nuestro tono estilístico, la soga que nos saque del pozo oscuro del no saber qué sigue. Sin embargo, hay otros escritores, como el costarricense Carlos Cortés, que opinan que es mejor no leer nada sobre el tema que están escribiendo; prefieren no contaminarse del otro y narrar de manera pura lo que ellos piensan debe ser la historia que se les ocurrió. 
Lo cierto es que los libros, al menos los que nos gustan, suelen ser los mejores consejeros en momentos de la crisis creativa. El sólo acto de elegir uno entre varios que reposan en el librero, abrirlo, leer sus primeras palabras en el capítulo de novela o de relato, casi siempre te hacen llenar el pozo de agua creativa, de las ideas que te faltan para continuar. Los primeros pasos de un contador de historias siempre están permeados por los ecos de los otros. Luego, conforme ejercitamos el músculo, esos ecos se apagan y nace una voz propia. Todo depende del tiempo que invirtamos en la escritura y la lectura. No olvidemos que escribir es una decisión de vida. De lo contrario, si se apuesta por la escritura improvisada, donde se escribe una vez a la semana de vez en cuando, como si no hubiera voluntad, pero nos dejamos persuadir por los otros, malamente nuestra escritura se convertirá en una caja de resonancia donde nuestro propia voz se pierde entre el ruido de los tantos.
Cuando se escribe, hay que tener en cuenta el yo, nuestra historia personal. Si no te sientes con el conocimiento necesario como para escribir un gran cuento de la talla de tu escritor favorito, apela a tu memoria personal, y escribe sobre lo que en realidad conoces. Abre las antenas, activa los sensores. Si a uno le dejan de tarea de un día para otro escribir un relato sobre la Revolución Científica, y no sabe nada sobre los cambios de paradigma, los científicos y los inventos de esa época, terminará agarrando lo que apenas encuentre en internet y lo que algunos libros, que muy apenas pudo conseguir, le digan. Pero si a uno le encargan escribir de un día para otro una historia personal, seguro rememorará con gusto y se irá por tres tipos de momentos: el más triste, el más vergonzoso o el más feliz de su existencia.
A este tipo de recurso se le llama semillas narrativas. La semillas son el detonante o principio de una historia; ese impulso que te lleva a escribir sin muchas certezas pero con muchas ganas de terminar; el primer beso, la muerte de un amigo, la crisis de la adolescencia, el manchón de salsa de tomate en las sentaderas, el moco chiflador en tu primer beso, la historia de tu primer cachorro, el enojo que te llevaste cuando no te dieron la visa, la peor ruptura amorosa y más. 
La escritura de historias o el ejercicio de escribir debe ser un acto libertario, emocionante, no un castigo. Aquellos que lo imponen como una pena contra el mal comportamiento están aniquilando el gusto por construir a través de las palabras. Por ello, cuando uno empieza en este oficio debe apelar siempre a sus historias personales. Verlas como si fueran un pedazo de masa que puede modelarse una vez que lo escribimos todo, que puede modificarse con la ficción, es decir el arte de mentir, y las poleas y engranajes de los cuentos y novelas. Hay escritores que dicen: “yo quise escribir una historia sobre mi infancia, pero terminé escribiendo la historia de la infancia de muchos desconocidos”. 
Esto se debe a que la literatura, al menos la que trasciende localismos, trata de convertir los recuerdos propios, las vivencias de uno, en materia universal. Flaubert decía que escribir es hacer el patio de su casa en una plaza pública, un lugar donde puedan pasearse quienes sean como si estuvieran en su casa. El patio propio es tu memoria, y la plaza pública tiene que ver con que todos somos humanos y nada de lo humano, como diría el filósofo, no es ajeno.
Las semillas deben contener un conflicto: 
“Aquella noche me dijeron que mi mejor amigo había dejado su casa…”
Pero también un secreto:
“Y no sabía si se había ido para siempre, si alguien con quien tenía problemas había tenido qué ver; o simplemente dejó la ciudad porque estaba cansado de ella…”
Y, sobre todo, una promesa que sugiera la posible solución del conflicto:
“Esta historia, que estoy escribiendo desde lo más personal, trata sobre la desaparición de mi mejor amigo, pero también sobre cada una de las historias que su familia y yo pasamos hasta encontrar el último de sus rastros…”
Las historias no están obligadas a obedecer el tiempo real de la vida misma, casi como lo hacía la novela s. XIX; las historias que contamos tienen su propio tiempo de vida y están regidas por la velocidad de las cosas que las habitan. La velocidad de la trama. La velocidad de los personajes moviéndose de principio a fin en la trama. La velocidad de la memoria de los personajes en la trama misma. La velocidad y la presencia de los objetos. La velocidad del conflicto, nudo y desenlace. Escribir es crear un tiempo a partir de uno ya vivido; pero lo debemos determinar con nuestras leyes temporales. 
Uno puede trazar esa temporalidad a partir de las semillas narrativas, acontecimientos tales como el nudo, que no es más que la complicación de los objetivos del personaje principal; o el clímax, que no es más que la revelación o del secreto o un acercamiento a su posible respuesta; o el desenlace, que es cuando la cuerda de la tensión narrativa se relaja y se ofrece al lector una solución al conflicto inicial.
Semillas narrativas pueden haber muchas, de tantos temas como uno quiera, con la voz narrativa o perspectiva que a uno se le antoje. Pero siempre deben tener, al menos, esos tres elementos narrativos: el problema que enfrenta el protagonista, el secreto que debe revelar y potencia la intriga, y la revelación que de una u otra manera se manifiesta como regalo para el lector por haber dado su lectura a nuestra historia. 
Hace no tanto, mi esposa y yo empezamos a escribir una serie de semillas para detonar historias. Todas dirigidas a ciudadanos de Tijuana con la inquietud de escribir sobre la frontera, sobre su concepto de refugio de migrantes y lugar de las segundas oportunidades, pero también sobre sus vicisitudes y defectos que podrían enderezarse, al menos con el poder de las palabras. Las semillas no son mayores a un párrafo. Les dejo aquí unas cuantas por si gustan hacerlas suyas y empezar a viajar en bicicleta. 
Aquella noche fría de noviembre iba manejando a toda velocidad por el Bulevar 2000, cuando de pronto una de las ruedas de mi carro cayó en un enorme bache, de esos que abundan en la ciudad, giró raudamente, me di vueltas en el aire y acabé, sin saber las verdaderas razones, en una isla desierta.
Habíamos hecho tanto tiempo esperando en la línea fronteriza, que de pronto nos vimos unos a los otros más envejecidos, más alterados, pero sin perder la esperanza de que un día, quizá muy pronto, nos dejarían pasar al otro lado y podríamos continuar por fin la vida que dejamos congelada.
Soy un policía de la vieja escuela. Llevo más de 35 años trabajando en la corporación. Aquella noche aciaga estaba a punto de jubilarme, pero una llamada de central de radio nos alertó a todos los oficiales de la Mesa, porque nos pedían que fuéramos a capturar a Rodolfo Picadiente, el malhechor más temido de la península norteña. No tengo que contar cómo llegamos hasta él, ni tampoco cómo lo acorralamos en aquella balacera, ni cómo el fuego cruzado se convirtió en una persecución a pie, yo contra él. Lo que si quiero contar es que, tras haberlo alcanzado, le ordené con pistola en mano que se diera la vuelta y descubrí que el maleante era yo pero más joven.
Aquella tarde pudo haber sido la más feliz de tu vida, pero luego de haber salido de la Macroplaza, descubres que de tu mano cuelga un niño de unos cinco años que no es tuyo, pero te dice: ¿a dónde vamos, papá? 

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