lunes, 10 de octubre de 2016

Se nos fue el sensei, apuntes sobre mi amistad con David Ojeda



Durante la madrugada de hoy me enteré de la muerte de David Ojeda. No podía dormir y me estaba dando vueltas en la cama. Se me ocurrió ver las notificaciones de mi celular y Édgar Adrián Mora me avisó: el maestro acaba de fallecer. Se me fue la madrugada y salió el sol otoñal con sus vientos por el oriente.
A David Ojeda lo conocí gracias a Gonzalo Lizardo, quien le dio referencias sobre mi trabajo cuando yo apenas tenía 22 años y quería escribir mi libro de cuentos El amor nos dio cocodrilos con una beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. David fungió como mi asesor durante 2006-2007. Convivimos en San Luis Potosí-Guanajuato-San Luis Potosí durante 12 días, y rápido me agarró cariño porque le recordaba a Zacatecas, lugar donde vivió muchos años, y también porque uno de los cuentos que yo había escrito entonces le movía mucho el sentimiento. De Ojeda recuerdo sus lecciones sobre las cantinas del Bajío, el mezcal y su amor encarecido por San Luis, pero si me preguntan qué recuerdo más, diría que dos cosas: una es la lección sobre el arte de contar mentiras que me enseñó aquellos años y otra la contaré párrafos más adelante, quizás en el final de este apunte.

De derecha a izquierda: David Ojeda, 

Alfredo Carrasco, Carlos Dzul, Édgar Adrián Mora, 
yo, Gabriel Vazquez y Glafira Rocha. 
Noviembre de 2007.
Una tarde, antes de la reunión de trabajo en el Teatro de la Paz, nos encontramos accidentalmente en Plaza del Carmen luego de comer. Cuando lo saludé, David me dijo: “Ese Joel, no te reconocí, ¿les hacemos una broma a los otros?”, se refería a Édgar Adrián Mora, Alfredo Carrasco, Carlos Dzul y Glafira Rocha. Yo asentí sin saber a qué se refería. Luego me pidió que me tardara unos 10 o 15 minutos en llegar al teatro y que me fuera a paso lento para que él fraguara todo. “Si logro convencer a los 4 cuentistas de que te acaban de madrear, ¿me invitas un mezcal?”, me propuso Ojeda y de volada entró al teatro y, pasados los minutos, vi cómo Gabriel y Adrián salían corriendo del recinto con el rostro pálido, buscando en la calle una ambulancia y a los paramédicos subiéndome en una camilla a ella. David los había convencido con los artilugios de la ficción, que manejaba muy bien, de que había visto a alguien muy parecido a mí peleándose con otros malandros y acabar tendido en la banqueta con los dientes quebrados. Al verme caminar sonriente y tranquilo hacia el teatro, los cuentistas me dijeron: “no mames, David nos cuenteó”. 
Pasaron los años y, paternalista como era, mi relación con David no acabó con la beca del Fonca y es una de las amistades que más le agradezco a Conaculta. Ojeda me escribía correos cuando me dieron una residencia para escribir en España, cuando volví a México; pero también, receloso, cuando me expresaba bien de escritores que no le caían en gracia o cuando me expresaba mal de los que admiraba o eran sus amigos. “Ése es mala influencia y seguro es… ya sabes”; “deberías de leer tal libro de aquel para que dejes de pensar así”.
El paso de los años siguió y alguna vez lo vi en Ciudad de México, cuando presentó su libro de cuentos Perros de casa y tiempo después, de manera muy rápida, en Zacatecas durante la celebración de las jornadas literarias que recuerdan a Velarde. David bailaba con la ayuda de un bastón y de Laura, su pareja, junto a su grupo de escritores y el burro mezcalero en una callejoneada, yo pasé presuroso hacia el periódico donde trabajaba como editor. Por eso nada más nos abrazamos y nos dijimos: “al rato nos vemos”. Pero ese al rato se prolongó.
En esta vida todo pasa muy rápido y de pronto el 2007 se me convirtió en 2011. Me vine a vivir a Tijuana y David no perdió la costumbre de escribirme: “Ese Joel, a ese ritmo que vas, seguro acabas en Alaska”. Y en parte tenía razón, pues siempre supo de mi amor a Zacatecas (cosa que le gustaba), pero también de mis ganas de irme de Zacatecas (cosa que no le agradaba tanto). Hubo un distanciamiento, como en todas las amistades, pero siguieron sus mensajes privados por Facebook o los comentarios debajo del post en momentos importantes. Me escribió cuando me casé en la Iglesia de Fátima; me escribió cuando gané el premio Sor Juana Inés de la Cruz y me felicitó, a su manera, por ser de los más jóvenes en obtenerlo; me escribió cuando leyó el Rojo semidesierto; y me escribió también cuando el premio Juan Rulfo cayó en mis manos: “vas bien, vas bien”, eran sus palabras. Y yo sentía que seguía siendo ese maestro que se esmeraba en dejar herencia en los jóvenes en sus talleres afincados en el Bajío y en la frontera de Juárez con El Paso. En alguna ocasión también nos regaló a Flor y a mí la estadía de cuatro noches en un hotel en Puerto Peñasco, pues Laura tenía mucho trabajo y no podían viajar. “Ándale”, me escribió por inbox, “se me hace que no han tenido luna de miel”. Sin embargo, por labores mías y de Flor no pudimos aceptar el regalo. Y la respuesta de Ojeda fue: “Nimódulo lunar, mi Joel”.

La última vez que nos vimos fue en Chiapas. Inocente como soy, por la amistad me involucré sin pago ni beneficio en la organización de un festival de literatura, con el fin de que se uniera la poesía con la narrativa y se conectara la frontera chiapaneca con la bajacaliforniana. Todo fue un fracaso, si me lo preguntan ahora, y la razón por la cual ya no acepto ese tipo de encomiendas o pedidos, ni confío en la gente que te llama hermano o hermanito. Durante la selección presurosa y desproporcionada, recuerdo que en una llamada el organizador me dijo, quizá porque sabía de mi admiración hacia David: “llamé al SNCA y Ojeda está disponible, lo vamos a traer”. “Está disponible porque está enfermo”, llegué a decirle, “tu festival no cuenta con el soporte para tratarlo como se merece y sabes que viajáremos mucho”. El organizador no me hizo caso y a la fecha es una de las cosas que le agradezco y le reprocho.
En San Cristóbal se me pidió que presentara al maestro en una mesa. Lo recuerdo más flaco, más moroso para caminar y ayudado por un bastón que ya no era el que le ayudaba a bailar en las callejoneadas zacatecanas, sino uno de aluminio recomendado por algún médico, y también la señal de que la diabetes no se iba a detener. Pero David seguía teniendo ese encanto: hablaba y hablaba como la primera vez que nos conocimos: lúcido y con la memoria a flor de piel. En Comitán, luego de que se acabaron las presentaciones, me llamó para decirme que me estaba en un bar al lado del hotel. “Deja a esa bola de escritores, vamos a platicar lo que tenemos años sin platicar”, me dijo. Llegué al bar iluminado por dentro por luces neón y él era el único en una mesa llena de botanas y cerveza. Entre la salsa y la cebada me dijo su último consejo: “se ve que tu vieja te quiere un chingo; de las que te he conocido, se me hace que es la única que te quiere de verdad, cuídala, que tú huyes hasta de tu sombra”. Ése era el gran David, no perdía la oportunidad para demostrar afecto a través de sus consejos. Y aunque desde pequeño la falta de imagen paterna en mi casa me hizo renuente ante cualquier consejo o sugerencia de algún amigo mayor que buscaba verme como hijo, a David se las pasaba, porque era así con todos, al menos con los que lo acompañaron.

El festival se cerró con una mesa dedicada a Óscar Oliva y otra a David Ojeda. En la mesa le pidieron al cuentista que leyera uno de sus relatos del libro Perros de casa. Él se negó, pero se lo volvimos a pedir y, sólo cuando empezamos a ver que arrastraba la lengua y le temblaban las manos, entendí que no sólo estaba enfermo de diabetes y que ese bastón no sólo le servía para orientarse en el camino. Aguerrido como era, Ojeda leyó el cuento completo mientras yo les sostenía el libro o el micrófono. Al me hizo sentir que había sido mi culpa el que lo obligaran a leer o igual me culpé por no haberle preguntado antes a solas si podía leer. Se disculpó por las formas tras la lectura de la última línea de su cuento. Luego platicó con Oliva sobre el recién fallecido Miguel Donoso Pareja, la creación de los talleres literarios en México y el nacimiento de los premios de Bellas Artes.
Ya entrada la noche, Carlos Martín Briceño, David y yo terminamos cenando tacos de arrachera y cochinita en un restaurante de San Cristóbal de las Casas. Hablamos de libros, perros y de Ramírez Heredia. Casi al rozar la madrugada llegamos al hotel y, mientras me despedía de David, le recordé el segundo episodio que me hace rememorarlo con alegría. Me refiero a la tarde que invitó a los del Fonca a su casa a comer carne asada y a beber whisky para cerrar la beca, esa misma tarde que descubrí a un ser humano que amaba a los animales casi como amaba a los seres humanos, esa misma tarde que lo vimos alimentar con croquetas a sus dos perras y a una rata rechoncha y de pelo sedoso que se escondía en una esquina de su jardín.
David, le dije, sólo un buen hombre adora a las ratas.
Nos dimos un abrazo y el maestro me respondió: “es que todos somos animales, Joel. Todos somos ratas de alcantarilla”.         



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