Es casi un asunto
modal que un número considerable de escritores se inclinen por el género
detectivesco como una de las maneras más adecuadas de hacer literatura y así
capturar las disfuncionalidades políticas, sociales y culturales de México,
pero también para destacar que dentro del drama nacional provocado por la
mafia, el crimen o la corrupción, la comedia a cuenta gotas o a borbotones también
tiene cabida. Pareciera, tal y como dicen los escritores de la teoría sobre la
construcción de la novela, que las tramas más consumibles son aquellas que pretenden
responder poco a poco, mientras se construye la tensión, la intriga y el
suspenso de la novela, una pregunta valiosa clavada como corazón en medio de
las costillas de la historia. Una pregunta dramática que late persuadiendo al
lector y que es el pivote de acción tanto de los personajes como del escritor
mismo a la hora de narrar.
Padres
de lo detectivesco en México, o de este modelo de intriga, son Jorge Ibargüengoitia
y el mismísimo Rafael Bernal. Creadores ambos de detectives o investigadores
por accidente, o de detectives de segunda mano, que son arrastrados por el
destino para resolver un crimen hasta las últimas consecuencias. De ellos han
nacido, muchas veces ayudados en gran medida por el imaginario negro
norteamericano o el reciente Noir escandinavo, una especie de vástagos que van
desde boxeadores o amigos de pugilistas que se bajan del ring para librar una
lucha contra un grupo sanguinario, exmilitares o exagentes de la judicial que desean
hacer justicia bajo su propia mano, o exsicarios arrepentidos y alterados por
la venganza, así como agentes de mayor rango que pelean contra una verdadera
maquinaria norteña del miedo. Todos ellos héroes o antihéroes de una historia
donde de antemano se sabe que no habrá un día más para vivir y lo que importa,
si no es revelar la pregunta que los motiva a seguir, al menos es rozar una parte
de esa verdad que los ayudará a morir un poco satisfechos.
Dentro
de este marco de referencias del género, es novedad leer en Vientos de Santa Ana, de Daniel Salinas
Basave, una historia de detectives, en momentos dedicada a la reflexión
ensayística, en la que dos periodistas anillados por una pregunta compartida
desean la fama o el renombre en un país donde su oficio es sinónimo de suicidio
y la impunidad se erige con todos los esfuerzos de la ley. La pregunta dramática
que motiva la novela de Daniel es la misma que un medio de comunicación local
de Tijuana llamado “La X” se ha hecho desde 25 hace años semana tras semana en
el interior de sus páginas: ¿Por qué me mataste, Alfio Wolf?
Pieza
narrativa a dos voces, algunos capítulos de Vientos
de Santa Ana están narrados en segunda persona y desarrollan la historia de
Guillermo Damián Lozano, un reportero de un diario tijuanense que pretende
incidir en la verdad histórica o legal del imaginario colectivo de la frontera,
si es que puede arrancarle una confesión a Salomón Saja, el exjefe de escoltas del
mafioso Alfio Wolf, el futuro gobernador de Baja California, sobre quién le
ordenó asesinar hace 25 años a Hilario “El Gato” Barba, el ácido columnista del
semanario “La X”. Sin embargo, los obstáculos que truncan el camino de Lozano
no son sólo salariales y de seguridad personal; Saja es un enfermo de cáncer
terminal dentro de un penal de máxima seguridad y, aunque su único deseo es
confesar sus crímenes, los mafiosos y sus subalternos se las arreglan muy bien
para que los secretos del jefe jamás sean conocidos.
La
otra voz en Vientos de Santa Ana es
el diario personal de Amber Aravena, una chilena corresponsal de una popular
revista latinoamericana que llega a Tijuana persuadida por la mítica historia
del zar de las apuestas y también propietario de uno de los zoológicos más
impresionantes de Norteamérica, sitio donde se ha dado el nacimiento de una
cruza entre tigre y león, especie llamada Ligre, cuyo amo es Alfio Wolf. Los objetivos de Aravena son, al
igual que su colega de oficio Damián Lozano, obtener una entrevista con Wolf,
averiguar cómo opera su sique y descubrir si es lo que los rumores apuntan: un
mafioso narco junior que ha hecho y deshecho a su antojo en la frontera más
importante de México y, sobre todo, si es el actor intelectual del asesinato
del columnista “El Gato” Barba.
Los
méritos de ambas historias van desde el desarrollo psicológico de los
personajes hasta el reflejo y casi mitificación del zar de las apuestas y la
ciudad donde habita y anida. Daniel Salinas se sirve de la historia de Lozano
para mostrar la rabia de los periodistas, misma que sólo puedo nacer en las
entrañas de una sala de redacción, donde a los escritores, al menos a los de
piel sensible, se les veta de esa trinchera porque no nacieron para ser buenos
soldados o para cazar, como dé lugar, la nota periodística que cubra la
portada; y se les pone en riesgo como si fueran caballitos de batalla
desechables y se les compensa con un salario raquítico o se les amordaza con la
censura una vez que han cruzado la raya. En este recorrido, Salinas Bazave hace
un apunte sobre la batalla que libran a diario los periodistas, una mordaz clasificación
donde equipara desde los pasquineros o jefes de información y editores con las
paraditas de la zona norte de Tijuana o las carísimas scorts contratadas por
internet y arremete contra los dueños o directores de los periódicos que sólo
vanaglorian a los periodistas cuando están muertos. En ese mundillo corrompido,
Lozano no sólo aspira, en una región donde mueren mil mexicanos por año, a
revelar desde el reportaje la verdad sobre quién mandó asesinar al Gato Barba,
aunque el actor intelectual sea un secreto a voces en una ciudad desmemoriada y
todos los caminos conduzcan al Hipódromo; Damián Lozano quiere y cree que él
fue elegido por el periodismo para desenredar ese nudo de la historia legal y
así redimir su fracaso personal como periodista o al menos hacer valer que la
revisión histórica de un hecho puede evitar que un asesino como Alfio Wolf
llegue al poder de Baja California como gobernador.
En el
caso de Amber Aravena, cuyo registro lingüístico a ratos suena como tijuanense,
luego como chilena, y de vez en cuando como regiomontana, su riqueza como
personaje radica en que se convierte en la Virgilio del lector en su recorrido
por Tijuana, mostrándole con sus ojos de extranjera una ciudad construida por
los mitos más populares o soterrados de México, algunas veces espejismos y
otras tantas verdades en apariencia increíbles, casi como los círculos del
infierno de Dante, compuestos por canales donde vagan los migrantes e
indocumentados como fantasmas arrepentidos, monjas que cuidan a los presos como
si fueran sus hijos, zonas rojas donde se serena el sexo y se lava el dinero
del narco y, sobre todo, la radiografía profunda de un zar del miedo, su
historia y lo que lo rodea. Aravena cristaliza parte de las preocupaciones
personales de Salinas Basave, que es la de ser narrador testigo, casi cronista de
Tijuana, algo que ya había explorado en su momento Federico Campbell.
Sin
embargo, si Amber funge como la pieza clave que clausura la historia de Vientos de Santa y es la protagonista de
su momento climático, pues es ella quien consigue estar cara a cara con el gran
represor, el gran corrupto Alfio Wolf; el lector podría esperar que debe ser
ella quién resuelva la pregunta dramática de la novela y ponga en jaque al
aparente enemigo. Pero no sucede así y no es porque no lo haya intentado: la
respuesta del presunto asesino es casi una alegoría del cinismo de la cúpula
política poderosa del país. Es casi una representación fiel del maquiavélico
funcionamiento de la sique de ciertos gobernantes en turno mostrando un doble discurso
y el victimismo: no lo maté y en cambio me culpan; yo no lo maté y todos me
señalan.
La
ficción, al contrario de la Historia con mayúsculas, da la oportunidad de
remendar o redimir ciertos hechos del pasado que pasaron de tal o cual manera.
La ficción, al contrario de la Historia, nos da la oportunidad de hacer ajuste
de cuentas con quien creemos que se lo merecen. Si lo atractivo de los
acontecimientos narrados en Vientos de
Santa Ana es el sistema de contrapesos construido por algunos hechos reales
suscitados hace 25 años en Tijuana y el poder evocativo de la ficción en una
perspectiva del presente, habría sido un logro más en esta novela que Hilario
El Gato Barba, doble del verdadero Héctor Miranda, “El Gato Félix”, se hubiera
llamado como tal, al igual que los diarios o semanarios locales que aparecen en
la historia. Y habría sido aún más que pertinente que Alfio Wolf no fuera Alfio
Wolf, ni el dueño del Hipódromo, sino Jorge Hank, el Pirrurris o el Abominable
Monstruo de las Nieves, apodos que alguna vez arañaron a quien se pensaba
intocable y alimentaron la acidez de quien motivó a Daniel Salinas Basave a
escribir esta novela.
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