Alguien dijo una vez, en una película de Wong Kar Wai, que la mejor manera de guardar un secreto es subir a la montaña más alta del sitio en el que te encuentras, buscar un árbol y debajo de su base, muy cerca de sus raíces, cavar un hoyo. En ese hoyo debes decir el secreto, gritarlo. Y por último volver a tapar con tierra lo escarbado y bajar de la montaña. Aquí en Zacatecas no hay montañas, hay cerros, son pelones y tienen uno que otro huizache o penca de nopal. ¿Por qué lo digo? Vivo en el semidesierto. Lugar donde, decía Diana, el crecimiento de nuestros habitantes es muy parecido al de las plantas. Nuestra taxonomía es tan parecida, que nos crecen espinas en los sentimientos para acorazarnos, para defendernos, así como a las plantas les crecen espinas en los tallos.
Durante años subí a los cerros a volar papalotes, lo hacía por las mañanas. Lo hacía para distraerme y pensar. ¿En qué? No sé. A veces no pensaba, sólo dejaba que el papalote bailara en el cielo al ritmo que el viento le mandara. A veces creía que el viento cantaba esa canción de Back and Forth de UNKLE. Esa canción que dice: “¿qué se siente estar de regreso? La vida es como un vertedero donde a veces estás abajo, y otras veces arriba. La vida, continuos cambios. A veces tienes a la mujer más hermosa del mundo y otras veces, no tienes a ninguna mujer hermosa. Back and Forth, Back and Forth and Never never land”.
Hoy subí muy temprano al cerro. Supuse que el viento me iba ayudar a mandar el papalote hasta lo más alto, lo inalcanzable para mis ojos, con ello perder un secreto en las nubes, y así liberarme de unas palabras que me han estado espinando el pecho y la lengua. Subí al cerro donde se encuentran las antenas de trasmisión de radio y televisión. Monté mi papalote esperando no ser vencido por el frío. Acomodé la cuerda en el carrete para que se deslizara perfectamente al poner el papalote frente al viento. Le dije el secreto en su pecho, muy cerca de las guías que lo urden y dan forma, y solté el papalote con todo y cuerda. Lo vi alejarse entre el capote azul, las nubes que lo cortan y el viento que acariciaba mi rostro y mantenía al papalote en su vuelo. Conforme pasó el tiempo el papalote se fue convirtiendo en una especie de mancha desdibujada, luego en un punto gris, hasta que desapareció.
Me quedé allí parado durante media hora, quizá más. Me convertí en una mancha desdibujada, en un punto gris, después bajé el cerro pensando en construir otro papalote para volver con más secretos. Porque las esas palabras que a veces guardas para otros no logran ser eficientes, no logran trasmitir lo que buscas que trasmitan.
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