lunes, 21 de diciembre de 2009

.215.




Hace unos 6 meses me hice un esguince en el tobillo derecho. Fue en Córdoba, antes de regresarme a México. Sucedió en una borrachera en la cual celebramos mi cumpleaños. Después de ese triste suceso no quedé bien y dejé de jugar básquetbol las 6 horas que jugaba al día. Miento. Dejé de jugar básquetbol hace más de 7 años y ahora lo práctico casualmente, sólo cuando me da tristeza ver a Wilson allí todo abandonado y aburrido. Lo que sí es verdad es que no quedé bien del tobillo y el médico me recomendó que caminara mínimo 30 minutos diariamente.

Y hoy lo hice.

Fui a caminar al estadio donde juega el pésimo equipo de fútbol de Zacatecas, ahora no recuerdo muy bien su nombre, pero supongo que se sigue llamando La Real Sociedad, que es mejor conocido por sus derrotas y por su ineptitud en la cancha. En el estadio sólo se encontraba haciendo ejercicio una chica morena, bastante atlética y empeñada en superar su marca de tiempo. ¿Cómo lo sé? Pues no dejé de mirarla mientras yo caminaba. Vaya que la chica me sorprendió. Fácil dio más de 16 vueltas a la pista a una velocidad exagerada. Yo no corrí nunca, sólo caminé, fue lo que me recomendó el médico y no pienso desobedecerlo. De vez en cuando me acosté en el pasto para mirar el cielo y otras para beber agua.

Luego de unas 4 vueltas de mi parte, fácil unas 20 de la chica, entró un hombre vestido de traje al estadio. Sí, de traje, con su saco color negro, su pantalón de casimir, su camisa blanca, su corbata tornasol y sus zapatos bien lustrados. Se puso a trotar en la pista y después a correr. ¡Vaya loco!, me dije. Y cuando pasé a su lado me arrepentí de haberlo dicho. Descubrí que se trataba del padre de Luz, una amiga que había estudiado conmigo en la preparatoria y a la cual le profesé un cariño incondicional. Luz me enseñó a no odiar las matemáticas, cuando yo la traté de enseñar a no maldecir la literatura.

Todo sucedió así.

En las ocasiones que Luz tenía problemas con materias de humanidades, yo, el gran amigo salvador, llegaba con todo mi bagaje cultural y la rescataba de las enormes fauces y garras de los exámenes, ayudándole a que sacara una calificación muy por encima de la media. Y Luz, cuando yo me sentía un rival débil al lado de los números, las ecuaciones y las fórmulas, llegaba mi gran hada madrina y con su varita mágica resolvía los problemas. Supongo que gracias a ella saqué la preparatoria, y Luz, gracias a mí, hizo lo mismo.

Tenía años sin ver a su padre, que siempre me invitaba a comer para que le recomendará libros y hasta para platicar sobre la situación política del país. Don Pedro, así se llama el padre de Luz, fue un estupendo matemático que dio clases en la preparatoria a más de 5 generaciones. Carismático y hasta bromista, nos hacía reír bastante a su hija y a mí cuando yo los visitaba o cuando iba por nosotros a la preparatoria. Me detuve y lo saludé. Don Pedro se encontraba haciendo flexiones sin tomar en cuenta que su limpio traje se estaba llenando de barro y pasto. El hombre no me reconoció. Sólo me dijo hola y siguió muy concentrado en sus ejercicios. Seguro me había confundido. Pero conforme lo veía, me negué a creerlo. Luz tenía el mismo pelo trigueño que su padre, los mismos ojos verdes y hasta ese tono apiñonado de piel que tanto le llegué a chulear. Podríamos decir que Luz era su padre y viceversa. Y no me estaba confundiendo. Luego pensé que quizá don Pedro no me reconocía porque yo había cambiado, pero no, sigo siendo el mismo chico desgarbado, con cara de pollo y cabellos desordenados.

Seguí caminando. Hasta como a la decimotercera vuelta don Pedro y yo nos cruzamos de nuevo y me saludó. Para ser honestos no fue propiamente un saludo. Me preguntó por qué el estadio estaba tan vacío. A lo que no supe qué contestarle. Agregó que toda la gente era una floja y más los jugadores de La Real Sociedad, y que sólo entrenaban porque les pagaban y que él, por el contrario, entrenaba por gusto y amor al deporte. Se acomodó su corbata y siguió con que tenía una lesión en una pantorrilla y que por eso estaba fuera de temporada, pero que lucharía por volver a las filas de su equipo y hasta por ganar la liguilla. Me sorprendí y no supe qué contestarle. Don Pedro nunca se había interesado por esos temas. Aborrecía el deporte, puesto que siempre fue un hombre rollizo y glotón que se la pasaba en su estudio. Me negué a pensar que se la habían fundido los fusibles. Pero cuándo me preguntó que yo en qué equipo jugaba, no sólo pensé que se le habían fundido los fusibles, sino el procesador entero. Dudé en cambiar de tema: preguntarle por su hija Luz y cómo la llevaba él como maestro. Pero luego de un incómodo silencio, y de mirarlo tanto en espera de que me reconociera, mandé toda esperanza al carajo y yo también me metí en mi papel del impostor, que me sale de maravilla. Le dije que era líbero de las fuerzas básicas de los Pumas y que pensaba largarme de México gracias a un futuro fichaje que me había ofrecido el Barcelona y que pensaba, además, ganar algún día el Pichichi, la Eurocopa y la Confederaciones, y que mi mayor propósito en la vida era comprar el equipo del América sólo para desaparecerlo del mapa. Don Pedro me miró pensativo. Deduje: ya valió madres, ya me reconoció y se ha dado cuenta que le estoy tomando el pelo. Pero no. Me contestó: “Esa actitud deberían de tener todos los deportistas de esta ciudad, y no sólo los deportistas, todos los jóvenes. No, no sólo los jóvenes, la ciudadanía entera. Perfecto, muchacho, ¿no crees que podríamos entrenar juntos? Yo aún soy joven y también deseo salir de esta ciudad. Podemos hacer un equipo”. Le contesté que estaba de acuerdo, que nos veríamos mañana a la misma hora y en el mismo lugar, y que estuviera preparado para una prueba física poderosa. Y nos despedimos.

Al llegar a mi casa busqué en mi agenda de la preparatoria el número telefónico de Luz. Luego de haberle marcado, me contestó. Tenía años sin hablar con ella. Se puso tan contenta por escucharme y porque me había dado la oportunidad de buscarla. Después intercambiamos información personal y por último, cuando me dispuse a preguntarle por su padre, ella misma lo sacó al tema diciéndome que le habían detectado esquizofrenia catatónica y que se encontraba extraviado. Enmudecí. Me dijo que tenía dos semanas, pero que había estado haciéndolo consecutivamente. Fácil, ésta era la sexta vez que se le había extraviado en este año y ya estaba cansada, desgastada por vivir bajo esa situación. Hubo un silencio al otro lado de la línea. Supuse que a mi amiga se le estarían escapando un par de lágrimas. Quiso decir algo, pero se le desmadejó la voz. Posiblemente se mordió los labios tan fuerte, que se negó a hablar porque seguro diría algo que la haría arrepentirse después. No supe si decirle que había visto a su padre, que habíamos tenido una conversación futbolística. Tampoco supe si era mejor mentirle o guardarme todo para mí. Hay veces que dejo todo a la intuición, actúo con base a la intuición, pero últimamente me ha estado fallando. He meditado muy seriamente cambiar de estrategia. Quizá así las cosas puedan salir como mejor deben salir. Me tardé tanto en hablar y Luz también, que terminó por despedirse. Me deseó felices fiestas, que no me olvidara de ella. Y me colgó. Dudé en volver a marcarle. Dudé en meterme a bañar. Dudé en volver a salir al estadio. En lugar de eso, me vine a la computadora y me puse a escribir esto.



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