El número 169 de La gualdra está dedicado a los muertos y desaparecidos de Ayotzinapa. Su portada es negra porque todos sus colaboradores estamos de luto. Les dejo mi texto y los invito a leer el número completo aquí.
Durante los años que estuve
escribiendo mi Rojo semidesierto en
España, pensé que la corrupción y la violencia en México sería un evento
pasajero. Que al salir Felipe Calderón de Los Pinos las cosas volverían a la
normalidad. Que Zacatecas volvería ser seguro y que aunque nuestros amigos
desaparecidos no volvieran a estar con nosotros, muy pronto diríamos: “Hemos
vuelto a estar tranquilos”. Aún recuerdo que entonces la violencia y la sangre
y la pólvora me dolían como duele una herida, un brazo dislocado, una muela. Y
todo ese dolor intenté meterlo en las costillas de aquellos cuentos que
escribía como si trazara un puente hacia un lugar más tranquilo, donde ahora
nos esperan los que se nos fueron, los que nos arrebataron. ¿Qué más nos queda
a los escritores?, si no es honrar a los nuestros con la memoria, con la palabra.
¿Qué debemos decir, si nuestro país se está pudriendo y no tenemos los medios
para combatir?
Aún
recuerdo las notas que salían en los periódicos y lo que me contaban mis amigos
en las redes sociales o el Messenger: balas percutidas, secuestrados,
desaparecidos, pueblos tomados por los polizetas,
constantes plagiarios intimidando familias, negocios cerrados porque mataron a
quien los atendía, e historias de padres que salían de viaje y no regresaban,
de campesinos que no entregaban sus tierras y terminaban sepultados. Y me
negaba a regresar a México, como quien se niega a volver con aquel amor que le
destrozó el corazón, por más que extrañara a mi familia. ¿A qué regresa uno al
lugar donde nació?, si ese lugar se está convirtiendo en cementerio. ¿A qué
regresar al cementerio?, si muchos de los que me vieron crecer y vi crecer ya
se han ido.
Al
finiquitar mi residencia en Córdoba, las circunstancias me hicieron volver a
México. No provengo de una familia a la que se le escape el dinero de las manos
y en mi país no suele remunerarse el trabajo intelectual como debería. Entonces
aún tenía la mitad del libro bajo el brazo y muchas ganas de ser yo con las
palabras. Pero mi Estado no cambió y la situación en otros tantos lugares fue
empeorando: muertos y más muertos, la intromisión de la marina, del ejército;
el continuo conteo de los desaparecidos, el nivel alto del muertolímetro en los
periódicos; y una suma copiosa de madres reclamando el cuerpo de sus hijos e
hijos reclamando el paradero de sus hermanos y sus padres. Luego nos venimos a
vivir a Baja California, para dislocar aquel discurso trillado y centralista de
que Tijuana es el rastro más grande del país, “allá matas y desaparecen”, “allá
los convierten en pozole”. Y sin temor a lo que viniera comenzamos a hacer una
familia desde una esquina, como si todo se viera mejor desde aquí, como si
fuéramos, de determinada forma, intocables, y acá no sólo comenzara la patria,
sino también las segundas oportunidades.
Pero con
la entrada del Partido Revolución Institucional (PRI) nada cambió. Si el
discurso de Felipe Calderón fue declararle la guerra al narcotrafico. Y en su
sexenio los verdugos y las víctimas estaban bañados por la tragedia: todos
terminaban muertos y nadie sabía por qué se peleaba ni cómo finiquitar esa
lucha. Ahora con el partido tricolor en Los Pinos pareciera que la guerra no es
contra el narcotráfico y quienes lo representan. Sino contra los mismos
ciudadanos, contra aquellos que buscan los caminos para progresar como seres
humanos críticos y razonables, como seres conscientes de que el país está en
crisis y necesita un cambio urgente.
La muerte
y desaparición de los 43 estudiantes –y la muerte de los 6 normalistas en
Tlatlaya-, que en su tarea de recaudar fondos en la ciudad para el bien de su
escuela, es un mensaje claro de que quien nos gobierna ya no es la justicia, la
democracia y la equidad. Quien nos gobierna tiene miedo al pueblo mismo; por eso
es mejor enterrar precariamente el futuro de un país en fosas, que encontrar
los puntos de encuentro y progreso con la juventud. Veo con desagrado y
tristeza a un estudiante diciendo: “los
militares nos detuvieron, los militares nos dijeron “cállense, cállense.
Ustedes se lo buscaron, querían ponerse con hombrecitos, pues ahora éntrenle y
aguántense”. A veces las palabras son insuficientes para mostrar todo este
dolor. ¿En qué te has convertido, México?, ¿por qué debemos actuar como
hombrecitos?
Sigue leyendo aquí.
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