martes, 28 de octubre de 2014

Lugares para escribir



El número 171 de La gualdra me dedica la portada y publica mi texto “Lugares para escribir”, un repaso a algunos de los espacios y ciudades donde he tratado de hacer literatura y vivir. Si quieren leer el texto en versión ISSUU, junto a otras colaboraciones, den clik AQUÍ.


Tras los 10 años que llevo escribiendo, he llegado a la conclusión que no influye del todo el lugar para escribir un libro. Al principio pensaba distinto, sobre todo cuando comencé con cuentos. Entonces vivía en Zacatecas, estudiaba el bachillerato y quería escribir del género fantástico. Recuerdo que la casa de mi madre era muy pequeña: dos plantas con dos recámaras, debajo había una sala muy pegada al comedor y a la cocina y un pequeño cuarto en donde era mi recámara. Allí escribía cada que podía concentrarme. Cierta noche la incomodidad para escribir me sacó del cuarto y me obligó a sentarme frente a la estufa: fue un momento mágico, por decirlo de algún modo, porque las 8 páginas salieron de un tirón, como si me hubieran dictado una receta. Las noches siguientes quise hacer lo mismo y no funcionó: fue como si se me hubiera quemado la comida.

Siempre había mucha gente en casa de mi madre y pronto me acostumbré a escribir en los OXXOS al salir de la escuela. Un amigo de entonces me había dicho que Guillermo Fadanelli escribió Lodo en un 7-Eleven del Distrito Federal. Y como la obra de Fadanelli me gustaba, quise hacer lo mismo. Pero en los OXXOS entra y sale mucha gente, como entran y salen más historias de las que uno pueda imaginar. En ese entonces solía culpar la poca fluidez de la escritura a los espacios. Aunque el cuento es un género que exige mucha concentración y a la vez un grado de planeación y espontaneidad que la novela no, la verdad se encontraba en que al principio me costaba llevar la trama hasta su nudo y jugar con las distintas posibilidades climáticas o anticlimáticas que el mismo cuento pide. Me gusta pensar que en el OXXO leí y corregí más de lo que escribí. También comí más sopas instantáneas y café de lo que he comido en mi vida.

Casi al cumplir la mayoría de edad, me salí de la casa de mi madre porque quería ser escritor, y aunque uno de mis maestros me aconsejaba que estudiar la licenciatura en Letras no hace a los escritores, yo le respondía “de acuerdo”, pero en mi fuero interno algo me decía debes estudiar eso, porque no hay otra carrera que te dé la oportunidad de estar cerca de la literatura. Ahora entiendo que estaba muy equivocado. Pero estudiar Letras me llevó a elegir caminos en mi vida que posiblemente otras carreras no me hubieran obligado a elegir.

La primera casa en la que viví solo era una de dos pisos, tenía una reducida sala, comedor, medio baño y cocina en la primera planta y una especie de ático de piso de madera en la segunda. Estaba llena de polvo y se impregnaba a diario, aunque la limpiáramos. Le faltaban algunos vidrios a sus ventanas y el patio no tenía puerta. Hacía años que la habían construido, y un conocido nos la había prestado a otros dos  y a mí que queríamos ser escritores. Recuerdo que para hacer de la casa nuestro centro de operaciones, pintamos su fachada de un fondo azul cielo y con unas manchas blancas que parecían más ovejas que nubes. La inauguramos con una comida en la que acudieron un par de amigos y el maestro que me aconsejaba en la preparatoria. Recuerdo que nos llevaron algo para ponerlo en nuestro primer hogar y la bautizaron como La Casa de las Nubes.

Lo único que saqué de con mi madre para La Casa de las Nubes fue la pequeña biblioteca que había hecho con trabajos esporádicos. Otro de mis amigos también llevó la suya. Los libros los pusimos dentro de un refrigerador que una vecina nos regaló cuando nos vio mudándonos; como cada que lo conectábamos a la luz hacía un ruido que no dejaba dormir, preferimos usar sus interiores de estantes y lo acomodamos en el centro de la sala como trinchador. Una madrugada secuestramos un rollo de cableado enorme que los del servicio de telefonía había olvidado. Era una especie de tubo de madera comprimida con una base circular en cada extremo, que pronto supimos convertir en escritorio y comedor forrándolo con un mapa amarillento de México que hallamos en la casa. El tercer amigo no se llevó nada consigo y sólo asistía a la casa los fines de semana. Hacía fiestas en las que entraban y salían desconocidos. Otras veces llegaba en el carro de sus padres, entraba a la casa con su novia y utilizaban el colchón que nos regaló una vecina. 

Me gustaría decir que en esa casa escribí mucho, incluso cerré algún libro. Pero no fue así. Los ahorros menguaron tan rápido que la preocupación por pagar los servicios y la comida tomó el primer plano de nuestras preocupaciones: crecer duele, más cuando desde muy joven descubres que vivir tiene un precio. Durante esa época desempeñé muchos trabajos: corrector de estilo en una revista que jamás se publicó; redactor en una notaría, pero en realidad sólo me ponían a ordenar la bodega; ayudante en un centro de cómputo, entre otros más. Lo que logró que renunciáramos a La Casa de las Nubes tampoco fueron las lluvias, las goteras, ni que nuestro único patrimonio, los libros, se llenara de hongos, sino el susto que pasé. Aún recuerdo la madrugada en la que tomé la decisión: la noche anterior había hecho mucho frío, había llovido y el aíre se colaba fuerte por el patio y las ventanas sin vidrio. Acostado en el colchón, me cubrí completamente con la cobija y me obligué a dormir. En la madrugada me despertó la alergia y un pequeño bulto al lado de mi almohada. Al moverla temeroso para saber de qué se trataba, salió disparado un gato negro al cuarto de baño. Yo también salí disparado, pero afuera de la casa. 

Mi hermano mayor también estaba por salirse de con mi madre y me propuso que lo hiciéramos juntos. Un tío nos prestó una casita que estaba a las salidas de Guadalupe, en una colonia que se llama Conventos. El predio lo había comprado para su hija mayor que estaba por casarse. Pero salió embarazada antes del matrimonio y prefirió prestárnosla a nosotros. Al principio pensé que por fin tendría un espacio digno para escribir y que todos los cuentos que había iniciado se podrían unir en un solo libro. Sin embargo, a mi hermano le cayó de perlas la libertad: cada que salía del trabajo, que eran las horas en las que yo podía escribir, se compraba unas cervezas, invitaba a sus compañeros de la escuela de derecho y me pedía la laptop para poner canciones rancheras hasta el anochecer. Fueron tantas las noches, que un día quise regresarle la copa junto a mis amigos y ocurrió algo de lo que no me siento orgulloso. Pues mi hermano y yo terminamos tirados en el suelo, uno encima del otro, demostrando a golpes quién tenía la razón.

Las fechas que viví en Córdoba, España, posiblemente fueron las más limpias y bien iluminadas. Durante esos meses los otros becarios se sorprendían porque casi nunca salía de la biblioteca y porque me tomaba en serio el papel de becario. Y supongo que era porque el lugar te invitaba a hacerlo: una habitación de más de 10 metros cuadrados tapizada de libreros de madera, en la que encontrabas buenas joyas que jamás había podido comprar, ya fuera por mi poder adquisitivo o porque no llegaban a México. Mi escritorio, una plancha enorme de madera de más de dos metros de largo, estaba hasta el final de la biblioteca y tenía a mis espaldas una ventana muy cerca, por la que veía a una vecina regar las plantas. Recuerdo que allí escribí mucho: la planeación de dos novelas: Nunca más su nombre y otra más que termino en la basura; dos cuentos nuevos para El amor nos dio cocodrilos y mi Rojo semidesierto. Lo que más recuerdo de las noches y madrugadas de escritura en la fundación, es que solía levantarme del escritorio casi al amanecer y subía muy despacio caminando las escaleras que conducían a la sala de los pintores, al pasillo oscuro del segundo piso que lleva a las habitaciones y justo allí solía preguntarme ¿a dónde voy con todo esto?, ¿éste será el camino correcto? Y sólo respondía, algunas veces con temor, otras con más energía que nunca aunque estuviera cansado, tú sigue caminando, que ya casi encuentras la luz.

Tras mi regreso a México intenté vivir unos meses en Distrito Federal para publicar uno de mis libros y terminar el segundo. Ese tiempo lo compartí con Juan Gómez Bárcena. Escribíamos por las noches, luego de haber cenado y fumado en uno de los balcones del edificio donde él se hospedaba en la calle Anaxágoras, en Eugenia. Trabajamos mucho entonces. Podría decir que allí cerramos cada quien nuestro ciclo como cuentistas, aunque nuestros libros salieran publicados un par de años después. Durante ese tiempo escribí durante los viajes que hacía en metro de Bosques Aragón a Eugenia. Muchos de esos apuntes se trasminaron a Nunca más su nombre y a otra de las novelas. Recuerdo que, mientras los pasajeros se quedaban dormidos tras su jornada laboral, yo escribía como si trazara sus sueños.

Tras mi regreso a Zacatecas, conseguí empleo como editor en la sala de redacción de un periódico que está en el centro histórico. Mi horario de trabajo era de 3 a 8. Después se fue convirtiendo de 3 al cierre de edición. Jamás pude escribir allí, por más que lo intentara: la cantidad de boletines y notas que debía editar superaba las 40 páginas diarias. Pero en la casa que había sido de mis padres y luego quedó abandonada, me obligaba a hacerlo hasta que mi cuerpo soportara. ¿A veces me pregunto dónde habrán quedado todas aquellas páginas que quise escribir a esas horas y me quedé dormido?, ¿dónde habrán quedado, incluso, aquellas ideas que dejé inconclusas y al día siguiente no pude retomar?

A los pocos meses conocí a Flor y la seguí hasta Mexicali. En esa ciudad de más de 45°C de calor en agosto, me acostumbré a escribir en el suelo, con una toalla congelada en el cuello. Luego nos mudamos a Tijuana, que su clima es más bondadoso, y rentamos un departamento en la zona restaurantera, donde cerré, por fin, mi segundo libro de cuentos en la mesa del comedor. Recuerdo que lo hice por la mañana, porque de un tiempo a esa fecha me fui quitando la costumbre de escribir sólo por las noches, y me obligué a disfrutar la luz del día mientras tecleo.

Como suelo ser maestro algunos días a la semana y más los fines, a veces escribo entre clases. Aprovecho los minutos que tardan mis alumnos en llegar al salón. Aprovecho el ruido o el silencio de los pasillos y el aula. Y tecleo lo que dejé inconcluso la noche anterior o lo que se me ocurrió mientras manejaba. La vida, supongo, me ha enseñado a escribir entre aulas, cafeterías, aeropuertos, casas de amigos, los asientos del metro, los camiones y hasta en el celular, si no cargo con libreta. Pienso que las historias, las historias de verdad, jamás se olvidan. Y si no las escribo yo, alguien más lo hará, pues están en todas partes y no importa mucho el lugar donde se escriban: lo importante es escribir. 

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