miércoles, 3 de mayo de 2006

.el piso de Óscar Williams.

Después de una mala jornada de trabajo Óscar Williams llegó a su casa con el cansancio en los hombros. Dejó su saco en el sofá para dirigirse al baño. Al enjuagar su cara en el lavamanos y buscarla en el espejo lo envistió la peor de las sorpresas: había desaparecido.
El miedo circuló en su cuerpo en lugar de la sangre. Intentó volver en sí, ducharse y dormir. El trabajo, las presiones, los jefes lo estaban dañando. No quería pasar toda su vida dándole mantenimiento a las máquinas de una empresa que fábrica aglomerado. Abrió la regadera. Enfocó sus ideas en otro tema. Tomó la navaja de afeitar, la abrió como un abanico y enjabonó su cara para después acicalarse con una disciplina que sólo la costumbre facilita. Cerró la perilla del agua. Tomó la toalla para limpiar su cuerpo. Salió de la tina de baño. Lo tenía ofuscado lo que le sucedió minutos atrás. Volvió a buscar su rostro. Al saber nuevamente que su cara se había convertido en una cavidad donde se podía entrever el vacío, entrar en el vacío, retrocedió una y otra vez hasta horrorizarse y perder la razón.
Óscar Williams intentó destrozar el espejo con el mango de la navaja, pero el arma desapareció de sus manos al blandirla frente al artefacto y sintió una profunda opresión en el estómago. No supo con quién acudir y salió a buscarme. Al bajar las escaleras que llevan a mi puerta, su sangre comenzó a combinársele con el agua que escurría de su cuerpo, manchó el piso. Los gritos de Óscar Williams me despertaron. Abrí para ver qué sucedía. Antes de decir una palabra se plantó en mi puerta y cuestionó: ¿Puedes ver mi rostro? ¿Ves mi rostro? Al verlo las palabras se me hicieron nudo en la garganta. ¿Qué era lo que le sucedía? ¿Quién le había hecho esas heridas tan profundas en las mejillas y labios y pómulos?
Óscar Williams entró a mi apartamento aterrado. Después le llevé una bata para cubrir su desnudes y algodones y alcohol. Las grietas carnosas de su rostro no dejaban de sangrar. Le puse un espejo en sus manos para que él mismo viera qué estaba sucediendo. ¿Qué me he hecho? Yo no pude hacerme daño. Ese espejo quiere destruirme.
Óscar Williams sintió que la locura se apoderaba de él. ¿Cómo de pronto la impresión dada por el espejo hizo que se mutilara con una navaja? Lo calmé diciéndole que últimamente las jornadas de trabajo eran muy pesadas. Interrumpió: Ese espejo tiene algo. Me quiere matar, está jugando conmigo. Siento que la sangre que circula por mi rostro es fuego y me está consumiendo. El espejo me está consumiendo…
Le pedí que limpiara las heridas con los algodones y alcohol mientras yo salía a buscar a un doctor, pero la terquedad de es hombre pudo más que mi ayuda. Salió del apartamento confundido y alterado. Lo seguí pero me cerró la puerta a sus espaldas. Toqué repetidas veces pero no abrió. Al día siguiente no se presentó en la fábrica, ni el siguiente y así durante una semana.
Ayer por la noche, después de platicarle esto a la casera, le pedí que me prestara las llaves para entrar al apartamento de Williams y saber qué sucedía. Al hacerlo encontramos su cuerpo apoyado en el lavabo del baño, muerto.
A Óscar Williams no se le conocían familiares. Era un hombre solo, distante. Nadie supo los motivos de su muerte. Todos aseguramos que fue suicido. A su funeral acudieron compañeros de la fábrica y los jefes y vecinos. Óscar Williams fue cremado y las cenizas las esparcieron en uno de los jardines de la empresa. Por la noche la casera me pidió que le ayudara a desocupar el apartamento. No sabía qué hacer con sus pertenencias. Me hice cargo. La cantidad de café que tomé en la ceremonia de Williams me espantó el sueño. No podía dormir. Subí a su piso para comenzar la labor. Primero comencé con las habitaciones y la sala. Tenía poco mobiliario; ya para las cinco de la mañana había terminado, sólo faltarían los objetos que guardaba en el baño. Preferí bajar a mi apartamento para asearme e ir a la fábrica.
Al llegar al trabajo me ordenaron que ocupara la plaza de Óscar Williams. Toda la mañana la resaca de las horas sin dormir me dominó y decidí pedir descanso. No me lo concedieron. Conseguí con mis compañeros algo de metanfetamina para calmar el sopor. En el baño de la fábrica consumí la sustancia y recobré aplomo. Como un autómata desempeñé mis labores y no volví a sentir molestias. Llegó la hora de salida. Chequé la tarjeta que registra mi horario. El frío en la calles caló hasta mis pulmones cuando caminé hacia los apartamentos.
Después de una fastidiada jornada de trabajo entré al piso de Óscar Williams para terminar de desalojarlo. Dejé mi saco en el sofá para ir al baño. Al enjuagar mi cara en el lavamanos y buscarla en el espejo me envistió la peor de las sorpresas: mi rostro se había convertido en una enorme cuenca en la que se podía entrar al vacío. Me moví de distintas maneras frente al espejo. Toqué mi cara y sentí que se estaba derritiendo. Volví a buscar mi imagen en el adorno y éste proyectó el rostro de un sinfín de personas de un segundo a otro, como destellos de luz precisados por una cámara fotográfica. Entre los destellos vi el rostro de Óscar Williams burlándose de mí. Tomé el espejo para destruirlo en el piso. Se torno negro. Un remolino de humo se formó dentro de él y salieron varios brazos que me lo impidieron. Se engancharon en mis hombros y me jalaron hacía su interior. El día siguiente la casera descubrió mi cuerpo apoyado en el lavabo del baño, muerto.

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