El número 186 del suplemento cultural La gualdra dedica sus páginas centrales a mi texto "Algunas vez fui joven y tuve una pareja", que aborda parte de mi amistad con Luis Humberto Crosthwaite y algunos de los cuentos incluidos en Marcela y el rey al fin juntos. Para leer el texto en versión issuu dar clic aquí.
Desde
una ciudad como Zacatecas, sabía de Tijuana por las noticias del periódico, el
asesinato de Colosio y por los cuentos de Luis Humberto Crosthwaite, autor que
funge como referente clave del panorama de la narrativa de la frontera y del
México septentrional. Muchos compañeros de lecturas lo recomendaban y decían: “leer
a Crosthwaite es leer a Tijuana, todo aquel que se inicie en la literatura norteña
tiene una deuda con sus cuentos”. Después pasaron muchas cosas, leí muchos
libros, escribí otros que se publicaron y muchos más que acabaron en la basura.
Y antes de cumplir los 30 años me fui a vivir a Mexicali. La primera obra que
llegó a mis manos fue Tijuana: crimen y
olvido (México, Tusquets, 2010). Y más que gustarme, me pareció un
atractivo experimento que oscila entre la novela y el artefacto narrativo: el
escritor que une la investigación y los recuerdos, pero también un diario, para
hacerle justicia a la verdad, pero sobre todo a la vida y trabajo de una
periodista que desapareció misteriosamente durante los años duros de Tijuana,
cuando el crimen organizado y la militarización estaban en las calles y muchos
ciudadanos tuvieron que migrar a San Diego o al sur para no verse tocados por
la violencia. Recuerdo que leí la novela dos veces, como si entre esas palabras
salpicadas de añoranza y amor al oficio, estuvieran las respuestas a ¿cómo es
Tijuana y cómo sería mi vida si yo cruzara La Rumorosa para vivir allá?
A lo poco, porque las casualidades
urden lo que solemos llamar destino de formas misteriosas, coincidimos con Luis
Humberto gracias a Rocío Romero, su pareja, quien supo que me urgía rentar una
casa y quien, apurada, pretendió ayudarnos. Rocío nos invitó a comer con ellos
durante las fechas que estaban por irse a Iowa. A Crosthwaite acababan de
ofrecerle una plaza como profesor en creación literaria en la misma universidad
donde han dado clases los juanes: Gargdner y Cheever, y que es nombrada por
Carver en el prólogo de Para ser
novelista. Y ambos querían que la casa, que otrora había sido de la madre
del escritor, la rentaran personas de confianza. Durante la reunión reconocí
que Crosthwaite era como me había dicho David Ojeda: un gigante con paso de
pistolero que a la menor oportunidad te dispara una de sus ingeniosas bromas o
el más mordaz de sus sarcasmos. Nosotros no fuimos víctimas ni de una ni de
otro, pero la ciudad donde nacimos sí. Para el escritor, Zacatecas se quedó en
los ochentas, sus intelectuales, atenazados a gustos antiquísimos, hacen justicia
con sus aficiones a todo lo clásico (por no decir viejo), como si temieran
caminar hacia el presente o el presente fuera algo inalcanzable, desconocido.
Dijo nombres y autores, incluso recordó calles que transitó y plazas en las que
convivió. Y entre sus palabras se ocultaba una nostalgia por Zacatecas que
estaba muy bien disfrazada por la renuncia. Luego se echó una aceituna a la
boca, porque Rocío había puesto en una mesilla de centro un plato con
aceitunas, y recordó: “lo que más identifica a los zacatecanos es la enemistad:
pueden cruzarse en una banqueta, pero si uno le hizo algo que no le pareció al
otro, ese uno se cambia de banqueta para no saludar a ese otro”. Para reforzar
sus palabras, el escritor cantó aquella canción de Pedro Infante (pasaste a mi
lado, con gran indiferencia) y no pudimos más que reírnos, porque queríamos
rentar su casa y porque en realidad nos había caído bien.
A lo poco acordamos mudarnos a Tijuana.
La oferta que nos había hecho la pareja, más el reciente fallecimiento del papá
de mi esposa, influyeron en nuestra decisión. La casa de la madre de Crosthwaite
se ubica en Las Palmas, muy cerca de Aguacaliente, Vía Rápida y Zona Río. Es
amplía y en el patio hay un árbol enorme que plantó Luis en su niñez. Él mismo
solía limpiar las hojas del patio cada que volvía de Iowa y dar mantenimiento
al árbol. La ilusión me hizo figurarme muchas cosas. Que yo podría escribir en
el lugar donde el autor de Estrella de la
calle Sexta (México, Tusquets, 2000) había empezado y culminado muchas de
sus novelas. Que yo podría leer las obras de la biblioteca que pensaba
dejarnos, así como disfrutar de su colección de películas que había también dejado
y de su consola de Play Station 3, porque ambos compartíamos ese placer culposo.
Pero más allá de eso, supuse que Tijuana nos recibiría con los brazos abiertos,
una segunda oportunidad, porque el alquiler que nos había propuesto Crosthwaite
era un regalo. “Es porque yo alguna vez fui joven”, fueron sus palabras cuando
le pregunté por qué tanta amabilidad, “y tuve una pareja”.
Sin más, a la semana siguiente rentamos una vagoneta y subimos nuestros
pocos muebles a ella. Llegamos a Tijuana un viernes y estacionamos el vehículo
en la cochera de la casa de mi suegra. Esa noche no pude dormir por el
cansancio y porque estaba entusiasmado por el cambio de vida, de ciudad. Había
muchos gastos y deudas, pero también muchos proyectos danzaban en mi cabeza, al
igual que muchas historias y novelas y cuentos por escribir. Sólo era cuestión
de acomodar los muebles, improvisar un estudio, ya fuera en la cocina, en
alguna recámara, y obligarme a que nacieran las palabras mientras Flor se iba a
trabajar. Luego me iría a regar el árbol de Crosthwaite y a limpiar sus hojas
del patio y a pensar qué estaría haciendo él en Iowa mientras yo cuidaba su
casa.
A la mañana siguiente de nuestra
mudanza, sin embargo, un mensaje escrito por Luis a través de Facebook nos hizo
estrellarnos de cuernos contra la realidad. Al escritor lo había invadido la
nostalgia por la casa de su madre y había renunciado a rentárnosla. Sentía que
le arrebatarían el único lugar que lo unía a Tijuana cuando estuviera de
vuelta. Y que no soportaría vernos dentro de esa casa y después pedírnosla,
justo cuando nosotros ya habíamos armado algo como pareja, para volver a ella. Al
leerle por tercera vez el mensaje a Flor, decidimos caminar por la playa, muy
cerca del muro, donde se toca el helado Océano Pacífico. Como el carro lo
habíamos dejado en Mexicali, en la misma vagoneta con los muebles llegamos a la
playa. Permanecimos en la arena hasta la puesta del sol, hasta que oscureció y
nos dieron ganas de cenar. Respirando el fresco y el salitre, traté de olvidar
a Luis, su mensaje, sus palabras. Pensé necesario contestarle. Pero cada que
ideaba una respuesta, me parecía políticamente incorrecta y me obligaba a
olvidarlo. Yo no me iba a cambiar de banqueta por lo que había pasado. Ni
tampoco perderíamos la amistad. Esto era Tijuana: estaba muy junto a la
frontera y era hora de hacerme ver de qué estaba hecho y hasta donde podía
llegar con mis propias manos. Porque eso significaba también ser joven y tener
una pareja.
Luego de eso, hemos llegado a ver a
Luis un par de veces y hasta hemos cenado juntos. Alguna vez me propuso irme a
estudiar la maestría a donde está. Flor ha salido en varias de las obras de
teatro de Hebert Axel, uno de los mejores amigos del escritor, y por él nos
llegan noticias desde Iowa. Hace poco, en una exposición de arte multidisciplinario
en una galería de la Plaza Revolución, compré su primer libro, Marcela y el rey al fin juntos (EUA,
Edición de 25 Aniversario, 2013) como suelo hacer con los libros de mis amigos.
Durante el tiempo que nos reunimos para ver lo de la casa, el escritor
preparaba esa edición y en varias ocasiones nos recordó alguno de los cuentos,
pero no había dado con la obra.
Marcela
y el rey… fue escrito hace 26 años, durante el tiempo en que Crosthwaite
vivió en Zacatecas. La primera edición estuvo a cargo de David Ojeda y se
publicó en los talleres de Praxis, que entonces estaban hermanados con la
Universidad Autónoma de Zacatecas (UAZ) y el Sindicato de Personal Académico.
El libro está compuesto por una nota introductoria de David, el gran
sobreviviente de esa generación de talleristas que ha visto nacer y morir a
muchos escritores, y habla de su amistad con el gran pistolero del norte, de la
necesidad que debe urgir a todo escritor de leer a los clásicos con el mismo
ánimo que se lee a los contemporáneos, y cierra el texto con una gran
sugerencia: los libros de Luis Humberto Crosthwaite no pierden novedad. Marcela y el rey… no pierde vigencia, es
decir, aunque la obra fue escrita hace casi tres décadas, sus búsquedas ahora
perfeccionadas en Instrucciones para
cruzar la frontera (México, Tusquets, 2011) o Idos de la mente (México, Tusquets, 2010), eran sólidas en sus
primeros pasos: la intención por romper la estructura tradicional del cuento
con espacios en blanco, las historias agujereadas por la elocuencia de los
silencios, los capitulados o subtítulos que simulan una suerte de obra de
teatro fragmentada en actos, acotaciones, el uso lenguaje centrado en hacer
sentir la salinidad del Pacífico mientras lo tocamos, así como tocamos los
barrotes de la frontera, aunque nos sepamos entre palabras, para ver si está
muy cerca San Diego. Y así, las historias de este libros nos entregan a Tijuana
vieja, la de hace 30 años, sus alrededores, su música estridente saliendo de
cada uno de los locales de la Revolución y la Coahuila.
La palabra es un abanico con varios significados, dice Álex Grijelmo
(España, Taurus, 2012), entre ellos el que le otorga el escritor al usarla,
según sus vivencias, su modo de interpretar el mundo, pero también el que le da
el lector cuando la lee, la desconfigura gracias todos los referentes que ha
acumulado conforme ha vivido. En los 8 cuentos de Marcela y el rey… desde el sur Crosthwaite convirtió a Tijuana en una
suerte de Ítaca, el hogar del gringo desamparado y deportado, el reinicio del
mexicano que abandonó su tierra para encontrar el inicio de la patria; es un
sitio donde se escucha el mejor rock, se entiende el inglés como se entiende el
spanglish y vagabundean los viejos Elvis Presleys en busca de secretarias que
no han vivido pero quieren vivir todo en una tarde. No importa la migra, ni los
helicópteros que vigilan, las armas, el muro. Nunca es tarde para el amor y
menos si se está en la frontera. Pues estar frente a la línea no significa el
final. Significa el inicio del camino.
Después de haber terminado estos cuentos, no puedo más que volver al mar
donde empieza la patria, donde alguna vez mi esposa y yo pensamos que todo
terminaba. No puedo más que escribir mi nombre en la arena, como lo hacen el rey
y Marcela, para después, mientras recuerdo las líneas de este libro, agarrar la
mano de mi compañera y entrar juntos a las aguas mientras “las olas suben y
bajan como un requinto de Carlos Santana, lleno de tierra, sonrisa del cielo”,
caminar más al norte, donde se encuentra el muro y pensar que en Tijuana
siempre se es joven, aunque no se tenga una casa, y siempre se tiene a una pareja
con la que puedes cruzar e ir más allá.·
· Joel Flores es becario
del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) y autor de los libros El amor nos dio cocodrilos, que le
mereció la residencia para jóvenes artistas Fundación Antonio Gala, Rojo semidesierto, premio Certamen
Internacional Sor Juana Inés de la Cruz y Nunca
más su nombre, premio Bellas Artes Juan Rulfo para Primera Novela.
Actualmente vive en Tijuana, donde empiezan la patria y los sueños, y escribe
para su página personal www.bunker84.com.
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