El domingo 18 de enero el doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Artes, Jorge Ortega, reseñó mi Rojo semidesierto en el suplemento cultural de El Mexicano, de Tijuana, Baja California. Entre su texto destaco uno de los cumplidos más alentadores que ha recibido Rojo desde que salió:
Rojo semidesierto (Fondo Editorial del Estado de México, Toluca, 2013), de Joel Flores (Zacatecas, 1984) pertenece a la última clase de obras que enaltecen una tradición que va de Manuel Payno a Mariano Azuela, de Azuela a Juan Rulfo, de Rulfo a Jesús Gardea, de Gardea a Daniel Sada, y que reivindican la escritura como un sistema de contrapesos entre la realidad y la ficción, el artificio y la verosimilitud, proponiendo una transmutación de la circunstancia que sirve de inspiración en un vívido diorama verbal que la perpetue y resignifique.Reproduzco aquí la reseña con el permiso del autor y del suplemento. Y, de paso, les recomiendo leer el poemario Guía de forasteros (Bonobos / Conaculta, 2014), para conocer más sobre el trabajo de este gran especialista de la obra de Octavio Paz.
Rojo semidesierto, de Joel Flores
A excepción
de la crónica, que halla sustento en la reproducción de un suceso o una
experiencia unipersonal, la literatura realista puede poseer una trampa: creer
que es suficiente imitar el muralismo del entorno para crear arte, emulando
fielmente la naturaleza, como asentó Aristóteles. Si bien nuestro alrededor
está colmado de eventos y situaciones poéticos que por su efecto descarnado o
placentero serían de entrada objeto de la escritura, no basta con dar fe de
ellos, trasladarlos intactos al papel, como si en el solo hecho de consignarlos
germinara automáticamente la densidad artística de la palabra; es preciso
entonces transformar la materia temática que ofrece el estado de las cosas para
ir más allá del quehacer notarial y periodístico a fin de convertir la crudeza
o el bálsamo de lo atestiguado en un lenguaje que permita reformular la
realidad desde la desesperación o la esperanza.
Ahí radica
el riesgo de cierta narrativa subsidiaria de la coyuntura histórica y, en
concreto, de los fenómenos sociales correspondientes a su contexto geográfico y
cultural. Es el caso de la narcoliteratura mexicana que en las versiones más
desafortunadas ha terminado siendo incluso una parodia involuntaria del cuadro
que aspira a reproducir o aludir. Podría ser igualmente el de la literatura de
frontera que en otro momento ha intentado traducir a cabalidad el costumbrismo,
por llamarlo de un modo, de los procesos migratorios, en un ejercicio más
cercano a los tópicos de la antropología que a los sobresaltos de la imaginación
literaria. Como sea, los mejores ejemplos de estas líneas de la prosa literaria
se encuentran provistos de una originalidad anecdótica y un vigor expositivo no
exentos, a un mismo tiempo, de verdad, fuerza lírica y emotividad.
Rojo
semidesierto (Fondo Editorial del Estado de México, Toluca, 2013), de Joel
Flores (Zacatecas, 1984) pertenece a la última clase de obras que enaltecen una
tradición que va de Manuel Payno a Mariano Azuela, de Azuela a Juan Rulfo, de
Rulfo a Jesús Gardea, de Gardea a Daniel Sada, y que reivindican la escritura
como un sistema de contrapesos entre la realidad y la ficción, el artificio y
la verosimilitud, proponiendo una transmutación de la circunstancia que sirve
de inspiración en un vívido diorama verbal que la perpetue y resignifique.
Ocurre con el México entrevisto o referido por estos nombres fundamentales en
los que el paisaje colectivo no roza nunca la sospecha de una novela de tesis,
por así decirlo, sino que deviene a la vez el testimonio de un conflicto y el
remoción de ese grado de problematización comunitaria a la esfera del lenguaje,
instancia del arte.
Catorce relatos de mediana extensión
integran Rojo semidesierto: “Los que lloran”, “Los que ignoran”, “Los que
perdonan”, “Los que sobreviven”, “Los que oran”, “Los que vigilan”, “Los que se
traicionan”, “Los que se mienten”, “Los que extrañan”, “Los que esperan”, “Los
que se transforman”, “Los que apestan”, “Los que engordan”, “Los que regresan”.
Imposible no pensar en las bienaventuranzas del nazareno. A diferencia del
Sermón de la Montaña, Joel Flores no ofrece necesariamente una solución moral a
los desamparados, los desdichados o los desafortunados. En dichos textos campea
la resignación, pero también la mordacidad de otorgar una vuelta de tuerca a
las bienaventuranzas cristianas a través de un rosario de cuentos que exhiben
los daños colaterales de la hidra del crimen organizado, una plaga más atroz
que las plagas de Egipto arraigada ya entre nosotros como un flamante estatus
de normalidad.
En honor a la exactitud hay que
aclarar que Rojo semidesierto no trata sobre narcotráfico, sino de algo más vil
y miserable: la violencia desatada en México por el combate frontal del
gobierno a las organizaciones criminales y cuya principal víctima ha sido
paradójicamente la población civil. Entre otros asuntos de semejante
consternación, los relatos de Joel Flores evocan muchas historias anónimas y
varios episodios del imaginario del más reciente México de sangre: un suicidio
inducido que pone fin al dolor y la rabia, un misterioso accidente de avión,
las secuelas de un secuestro, las venganzas, los trabajos siniestros que
remiten al del impasible “pozolero”, la negligencia trágica de las autoridades,
la red de complicidades entre los cuerpos de seguridad y las células de extorsionadores,
sicarios y operarios de la estructura delincuencial encarnada en La Compañía,
suma y arquetipo de todas las patentes criminales del calderonato y que
subyacen en la barbarie del México de hoy.
Rojo semidesierto perfila una
radiografía doméstica de un país asolado por los tentáculos de la crueldad y de
la impunidad y, a la par, ahonda en las fibras más humanas de tamaño drama
nacional, como la vida que cambia en un instante, empañando la inocencia y los
sueños, las ilusones truncadas por los sutiles brazos de la ilegalidad que
alcanzan incluso a sobornar los azares y las casualidades. He ahí los infelices
testigos de una guerra inútil y la funesta ironía de los que hallaron la tumba
o la desgracia en la hora y el sitio equivocados. Así, Joel Flores rinde
tributo a los miles de mártires y damnificados que inmolaron su existencia, su
inocencia y bonhomía en un estúpido y aberrante altar de sacrificios concertado
por los nuevos señores de la muerte. Con un fraseo ágil, terso y eficiente,
salpicado de lirismo y jocosidad, Rojo semidesierto esboza un mapa demasiado
humano del furor, en sintonía con los versos casi proféticos del máximo poeta
de su tierra, “que es un / cielo cruel y una tierra colorada”. ■
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