martes, 20 de enero de 2015

Jorge Ortega reseña en El Mexicano mi Rojo semidesierto



El domingo 18 de enero el doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Artes, Jorge Ortega, reseñó mi Rojo semidesierto en el suplemento cultural de El Mexicano, de Tijuana, Baja California. Entre su texto destaco uno de los cumplidos más alentadores que ha recibido Rojo desde que salió: 
Rojo semidesierto (Fondo Editorial del Estado de México, Toluca, 2013), de Joel Flores (Zacatecas, 1984) pertenece a la última clase de obras que enaltecen una tradición que va de Manuel Payno a Mariano Azuela, de Azuela a Juan Rulfo, de Rulfo a Jesús Gardea, de Gardea a Daniel Sada, y que reivindican la escritura como un sistema de contrapesos entre la realidad y la ficción, el artificio y la verosimilitud, proponiendo una transmutación de la circunstancia que sirve de inspiración en un vívido diorama verbal que la perpetue y resignifique.
 Reproduzco aquí la reseña con el permiso del autor y del suplemento. Y, de paso, les recomiendo leer el poemario Guía de forasteros (Bonobos / Conaculta, 2014), para conocer más sobre el trabajo de este gran especialista de la obra de Octavio Paz. 




Rojo semidesierto, de Joel Flores


A excepción de la crónica, que halla sustento en la reproducción de un suceso o una experiencia unipersonal, la literatura realista puede poseer una trampa: creer que es suficiente imitar el muralismo del entorno para crear arte, emulando fielmente la naturaleza, como asentó Aristóteles. Si bien nuestro alrededor está colmado de eventos y situaciones poéticos que por su efecto descarnado o placentero serían de entrada objeto de la escritura, no basta con dar fe de ellos, trasladarlos intactos al papel, como si en el solo hecho de consignarlos germinara automáticamente la densidad artística de la palabra; es preciso entonces transformar la materia temática que ofrece el estado de las cosas para ir más allá del quehacer notarial y periodístico a fin de convertir la crudeza o el bálsamo de lo atestiguado en un lenguaje que permita reformular la realidad desde la desesperación o la esperanza.

Ahí radica el riesgo de cierta narrativa subsidiaria de la coyuntura histórica y, en concreto, de los fenómenos sociales correspondientes a su contexto geográfico y cultural. Es el caso de la narcoliteratura mexicana que en las versiones más desafortunadas ha terminado siendo incluso una parodia involuntaria del cuadro que aspira a reproducir o aludir. Podría ser igualmente el de la literatura de frontera que en otro momento ha intentado traducir a cabalidad el costumbrismo, por llamarlo de un modo, de los procesos migratorios, en un ejercicio más cercano a los tópicos de la antropología que a los sobresaltos de la imaginación literaria. Como sea, los mejores ejemplos de estas líneas de la prosa literaria se encuentran provistos de una originalidad anecdótica y un vigor expositivo no exentos, a un mismo tiempo, de verdad, fuerza lírica y emotividad.

Rojo semidesierto (Fondo Editorial del Estado de México, Toluca, 2013), de Joel Flores (Zacatecas, 1984) pertenece a la última clase de obras que enaltecen una tradición que va de Manuel Payno a Mariano Azuela, de Azuela a Juan Rulfo, de Rulfo a Jesús Gardea, de Gardea a Daniel Sada, y que reivindican la escritura como un sistema de contrapesos entre la realidad y la ficción, el artificio y la verosimilitud, proponiendo una transmutación de la circunstancia que sirve de inspiración en un vívido diorama verbal que la perpetue y resignifique. Ocurre con el México entrevisto o referido por estos nombres fundamentales en los que el paisaje colectivo no roza nunca la sospecha de una novela de tesis, por así decirlo, sino que deviene a la vez el testimonio de un conflicto y el remoción de ese grado de problematización comunitaria a la esfera del lenguaje, instancia del arte.

Catorce relatos de mediana extensión integran Rojo semidesierto: “Los que lloran”, “Los que ignoran”, “Los que perdonan”, “Los que sobreviven”, “Los que oran”, “Los que vigilan”, “Los que se traicionan”, “Los que se mienten”, “Los que extrañan”, “Los que esperan”, “Los que se transforman”, “Los que apestan”, “Los que engordan”, “Los que regresan”. Imposible no pensar en las bienaventuranzas del nazareno. A diferencia del Sermón de la Montaña, Joel Flores no ofrece necesariamente una solución moral a los desamparados, los desdichados o los desafortunados. En dichos textos campea la resignación, pero también la mordacidad de otorgar una vuelta de tuerca a las bienaventuranzas cristianas a través de un rosario de cuentos que exhiben los daños colaterales de la hidra del crimen organizado, una plaga más atroz que las plagas de Egipto arraigada ya entre nosotros como un flamante estatus de normalidad.

En honor a la exactitud hay que aclarar que Rojo semidesierto no trata sobre narcotráfico, sino de algo más vil y miserable: la violencia desatada en México por el combate frontal del gobierno a las organizaciones criminales y cuya principal víctima ha sido paradójicamente la población civil. Entre otros asuntos de semejante consternación, los relatos de Joel Flores evocan muchas historias anónimas y varios episodios del imaginario del más reciente México de sangre: un suicidio inducido que pone fin al dolor y la rabia, un misterioso accidente de avión, las secuelas de un secuestro, las venganzas, los trabajos siniestros que remiten al del impasible “pozolero”, la negligencia trágica de las autoridades, la red de complicidades entre los cuerpos de seguridad y las células de extorsionadores, sicarios y operarios de la estructura delincuencial encarnada en La Compañía, suma y arquetipo de todas las patentes criminales del calderonato y que subyacen en la barbarie del México de hoy.

Rojo semidesierto perfila una radiografía doméstica de un país asolado por los tentáculos de la crueldad y de la impunidad y, a la par, ahonda en las fibras más humanas de tamaño drama nacional, como la vida que cambia en un instante, empañando la inocencia y los sueños, las ilusones truncadas por los sutiles brazos de la ilegalidad que alcanzan incluso a sobornar los azares y las casualidades. He ahí los infelices testigos de una guerra inútil y la funesta ironía de los que hallaron la tumba o la desgracia en la hora y el sitio equivocados. Así, Joel Flores rinde tributo a los miles de mártires y damnificados que inmolaron su existencia, su inocencia y bonhomía en un estúpido y aberrante altar de sacrificios concertado por los nuevos señores de la muerte. Con un fraseo ágil, terso y eficiente, salpicado de lirismo y jocosidad, Rojo semidesierto esboza un mapa demasiado humano del furor, en sintonía con los versos casi proféticos del máximo poeta de su tierra, “que es un / cielo cruel y una tierra colorada”.   


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