El nuevo número de La gualdra, que es el 173, lo han vuelto a dedicar a los normalistas desaparecidos. Mi grano de arena es este texto, que habla sobre las manzanas envenenadas que usa el presidente de México cada que da un discurso o rueda de prensa.
Una de las grandes enseñanzas que nos
dejaron los griegos sobre la teoría de la comunicación es el andamiaje del
discurso, como una herramienta propicia para persuadir, acaparar y convencer a
un auditorio. El discurso ha sido desde hace siglos y décadas el instrumento
más utilizado por los demagogos, pedagogos y políticos para acercarse y arengar
a su público, para convencerlo de que todo lo que sale de su boca es una verdad
absoluta, cargada de empatía y bondad, pero sobre todo inteligencia. Los
discursos siempre han sido la voz del convencimiento que une grupos ante
adversidades (Martin Luther King), que dan esperanza ante la afanosa muerte
(Steve Jobs) y que despiertan consciencias aunque nuestro sistema de creencias
se esté derrumbando (Salvador Allende y Luis Donaldo Colosio).
Los discursos
de Enrique Peña Nieto destacan hoy en día porque caen en errores farragosos, ya
sea porque confunde capitales con estados, apellidos con nombres, olvida
títulos de libros; porque sufre de una memoria empobrecida o carece de la
cultura general que un encargado del poder ejecutivo de la República Mexicana debe
tener para representar una nación. El historial de sus errores nos ha repetido
un sinfín de ocasiones que no nos representa un presidente a la altura de los
conflictos del país.
Pero no es de
la dislexia o mala memoria del presidente de lo que quiero escribir.
Escribo
porque el pasado 30 de octubre, entre clases y otras tareas, pude escuchar en
partes la entrevista que los familiares de los 43 estudiantes desaparecidos de
la normal rural de Ayotzinapa dieron a una cadena de noticias, día después que
estuvieron reunidos durante 5 horas con Enrique Peña Nieto y su equipo de
trabajo. En el inicio la periodista decidió poner, antes de las impresiones de
los familiares, el discurso que dio Peña Nieto luego de haber escuchado el
dolor de los padres a los medios de comunicación. Su voz estaba salpicada por
esa retórica mecánica, donde reinan las palabras pacto, petición, promesa,
apoyo, responsabilidad, tarea, coordinación, justicia, impunidad. Y su mensaje,
en suma, era muy claro: estoy trabajando para encontrar a los desaparecidos y
me comprometo con los agraviados a hacer justicia, tope hasta donde tope la
investigación.
Sin embargo,
es una muestra más de la demagogia trillada, repetitiva y hasta aprendida de
memoria que suelen usar los poderes que representan a los mexicanos: las
palabras han dejado de significar lo que de verdad significan. Ahora justicia
en México significa ayuda tardía, impunidad. Ahora compromiso en México
significa te ignoro, no me importa tu dolor. Ahora militares, policías y
federales significan crimen organizado. Senadores, diputados, alcaldes y
regidores significan evasión de impuestos e impunidad. Oportunidades de empleo,
narcotráfico. Estudiantes, guerrilleros, narcos y sicarios. Derechos humanos,
violaciones, prostitución y fosas clandestinas. Ahora dolor en México significa
más de 40 mil muertes y desaparecidos no sólo en este sexenio, sino desde el
calderonato. Un crimen de estado que los medios de comunicación han disfrazado,
también, con otras palabras: daños colaterales; tejido social corrompido.
Si desde
niños nos enseñaron que debemos respetar el lenguaje, aprender el verdadero
valor de las palabras, porque la palabra, esas piezas que suelen armar los
discursos, es lo que hace valer a los hombres, ¿cómo debemos
asimilar, entonces, el vocabulario que usan los poderes que deben resguardar
nuestra seguridad en México? ¿Cómo comprender las palabras de Enrique Peña
Nieto? ¿Tenemos que aprender su código y comunicarnos como ellos?
Las palabras
de los familiares de los 43 desaparecidos, en cambio, nos han dejado algo en
claro: los discursos políticos ya no persuaden, ya no remueven conciencias, ya
no plantean verdaderas soluciones, ya no ganan la empatía de los auditorios, ya
no insuflan emociones, ya no iluminan la esperanza. Los discursos políticos
mexicanos son kilos de manzanas envenenadas: digo que te estoy ayudando, pero
en verdad te estoy jodiendo. Y si me contradices, te mandamos a la fosa.
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