La semana pasada llamé a las oficinas del
Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) para preguntar quién será el
asesor de los becarios en categoría novela en la promoción 2014-2015, que es en
la que trabajaré uno de los proyectos que inicié
en enero, y me informaron que será Álvaro Enrigue,
quien también fue uno de los seleccionadores durante el dictamen junto a Mario
Bellatin y Eduardo Antonio Parra.
Enrigue
nació en México en 1969.
Es autor de la novela La muerte de un instalador, premio
Joaquín Mortiz en 1996. En 2013 ganó el premio Herralde por su novela Muerte
súbita, haciéndolo el cuarto escritor mexicano que es reconocido con este
premio después de Sergio Pitol (1984), Juan Villoro (2004) y Daniel Sada
(2008). Entre su obra destaca el libro de ensayos Valiente clase media (2013);
las novelas Un samurái ve el amanecer en Acapulco (2013), Retorno
a la ciudad del ligue (2013); Decencia (2011); Vidas perpendiculares (2008), El cementerio de sillas; y los
libros de cuento Hipotermia (2006), y Virtudes
capitales (1998). Asimismo, Enrigue ha sido maestro en creative
writing en universidades de Norteamérica.
Escribir el nombre de este escritor me
hace recordar mis primeros pasos como cuentista, cuando solía leer a narradores
mexicanos como Enrique Serna, Francisco Hernández, Pablo Soler Frost, Amparo
Dávila y Juan García Ponce. Siempre bajo la idea de que para ser un escritor
hay que ser primero un gran lector. Recuerdo que los leía para conocer el género,
para aprender sus fórmulas, para desmontar y montar sus estructuras, para
reinventar sus inicios y finales. Pero hasta que llegó a mis manos Hipotermia de
Enrigue fue que cambió mi forma de ver el cuento y, sobre todo, la composición
de los libros de cuento. Entonces creía que los narradores solían escribir
libros de este género como quien va acumulando experiencias en la vida. Es
decir, durante un par de años escribían cuentos para colaborar en antologías y
revistas –porque las novelas exigían más concentración y esfuerzo--, y al darse
cuenta de que en su archivero había los suficientes como para formar un libro,
se aventuraban a hacer una compilación unificada por estilo y tema, bajo un
título que englobara la propuesta.
En aquel entonces era inusual para mí
hallar a cuentistas que exploraran las estructuras seriadas, donde los
personajes podían columpiarse y brincar de una trama a otra, donde el conflicto
de un cuento terminaba convirtiéndose en el eco y recordatorio de otro que se había leído antes, donde uno y otro cuento, aunque sucedan sus historias en
territorios distantes y alejados entre sí, algo termina por unirlos en un sólo
camino, como la vida une y desune el destino y suerte de los seres
humanos. Hipotermia me enseñó que también existen cuentistas
que escriben libros con la misma energía y concentración como si escribieran
novelas: cada cuento bien podría funcionar como una estructura autónoma, pero a
la vez sus aristas sugieren que también es un capítulo de novela formada por
otros tantos cuentos que, en suma arman un artefacto.
Estoy contento por la noticia.
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