lunes, 24 de noviembre de 2014

Álvaro Enrigue será el asesor de los becarios del FONCA en 2015




La semana pasada llamé a las oficinas del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) para preguntar quién será el asesor de los becarios en categoría novela en la promoción 2014-2015, que es en la que trabajaré uno de los proyectos que inicié en enero, y me informaron que será Álvaro Enrigue, quien también fue uno de los seleccionadores durante el dictamen junto a Mario Bellatin y Eduardo Antonio Parra.

Enrigue nació en México en 1969. Es autor de la novela La muerte de un instalador, premio Joaquín Mortiz en 1996. En 2013 ganó el premio Herralde por su novela Muerte súbita, haciéndolo el cuarto escritor mexicano que es reconocido con este premio después de Sergio Pitol (1984), Juan Villoro (2004) y Daniel Sada (2008). Entre su obra destaca el libro de ensayos Valiente clase media (2013); las novelas Un samurái ve el amanecer en Acapulco (2013), Retorno a la ciudad del ligue (2013); Decencia (2011); Vidas perpendiculares (2008), El cementerio de sillas; y los libros de cuento Hipotermia (2006), y Virtudes capitales (1998). Asimismo, Enrigue ha sido maestro en creative writing en universidades de Norteamérica.

Escribir el nombre de este escritor me hace recordar mis primeros pasos como cuentista, cuando solía leer a narradores mexicanos como Enrique Serna, Francisco Hernández, Pablo Soler Frost, Amparo Dávila y Juan García Ponce. Siempre bajo la idea de que para ser un escritor hay que ser primero un gran lector. Recuerdo que los leía para conocer el género, para aprender sus fórmulas, para desmontar y montar sus estructuras, para reinventar sus inicios y finales. Pero hasta que llegó a mis manos Hipotermia de Enrigue fue que cambió mi forma de ver el cuento y, sobre todo, la composición de los libros de cuento. Entonces creía que los narradores solían escribir libros de este género como quien va acumulando experiencias en la vida. Es decir, durante un par de años escribían cuentos para colaborar en antologías y revistas –porque las novelas exigían más concentración y esfuerzo--, y al darse cuenta de que en su archivero había los suficientes como para formar un libro, se aventuraban a hacer una compilación unificada por estilo y tema, bajo un título que englobara la propuesta.

En aquel entonces era inusual para mí hallar a cuentistas que exploraran las estructuras seriadas, donde los personajes podían columpiarse y brincar de una trama a otra, donde el conflicto de un cuento terminaba convirtiéndose en el eco y recordatorio de otro que se había leído antes, donde uno y otro cuento, aunque sucedan sus historias en territorios distantes y alejados entre sí, algo termina por unirlos en un sólo camino, como la vida une y desune el destino y suerte de los seres humanos. Hipotermia me enseñó que también existen cuentistas que escriben libros con la misma energía y concentración como si escribieran novelas: cada cuento bien podría funcionar como una estructura autónoma, pero a la vez sus aristas sugieren que también es un capítulo de novela formada por otros tantos cuentos que, en suma arman un artefacto.

Estoy contento por la noticia.  



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