miércoles, 3 de mayo de 2006

.andenes.



Era tarde, la hora en que cerraban todos los comercios de la ciudad. Junto a la casa de Glenda los carros seguían su curso aún sin encender las luces. Después de estar esperando salió ella. La seguí hasta el metro más cercano. Subió al transporte. Abordé. Tomé lugar junto al asiento lateral en el que se encontraba. Se veía frágil en las ventanas de cada compartimiento, como si el tiempo la volviera invisible cuando el vagón aparcaba en cada andén.

Glenda metió las manos en su bolso, tímida. Sacó una mano apretando una caja de cigarros. Me observó con reticencia al entrar a la oscuridad de una estación. La química de sus atractivos ojos se perdió con la penumbra. Al recibir la luz del siguiente andén desapareció. Volteé tras de mí, a mi alrededor, extrañado. Dejé mi lugar para buscarla en otro compartimiento. No había señales de ella. Abandoné el metro y tomé otro trasporte para regresar a casa. Un extraño sentimiento me oprimía. Todo era fortuito y miserable.
Durante un tiempo los andenes del metro se vieron vacíos, sin aquellos ojos verdes, sin el bolso color beige, sin aquellas manos delgadas. Pero aún se percibía el aroma a tabaco del que Glenda acostumbraba fumar. Visité el mismo andén por semanas y por semanas, también, la esperé fuera de su casa. Cuando estuve a punto de dar por terminada la búsqueda aconteció algo distinto.
En esa ocasión me encontraba en el mismo asiento de la vez anterior. Buscaba a Glenda donde pensé descubrirla. De pronto me quedé dormido. En aquel sueño todo era ella, mis oídos sentían su voz, me acariciaban. Un extraño trazo onírico armó el rompecabezas que yo siempre intenté armar. Un extraño trazo onírico nos mantuvo juntos, como si en realidad existiera un Dios que controla los sueños y se hubiera compadecido de mi búsqueda, uniendo nuestros cuerpos como dos fragmentos de rompecabezas.
Al llegar a la última estación alguien me despertó. Era ya una alta hora de la madrugada. Restregué mis párpados. Oí la voz de Glenda: Se quedó dormido un pasajero. Es hora de cerrar este andén. La luz del metro era apenas visible. Levanté mi vista hacia la ventana lateral y la descubrí caminando a mi lado. Volteé para detenerla y pedirle que no volviera a desaparecer, que no se alejara nunca más. Pero quien se acercaba a mí era el conductor del transporte. ¿Molesto? Ya vamos a cerrar. No agregó más palabras. Caminé desconcertado por los pasillos, él tras de mí, mostrando un gesto de enfado.
Al día siguiente la ciudad marcaba, según los transeúntes, una hora no muy tarde. Traté de explicarme qué pasaba. Quizá había sufrido una de esas alucinaciones que se tiene al despertar sin calma. Saqué del bolsillo de mi camisa un cigarro. Encontrar esto provocó más confusión; no acostumbro fumar, nunca cargo cajetilla. En el papel del tabaco se leía, en una escritura diminuta, lo siguiente:

El coche del metro, primer pasillo, te espero.

Imaginé que era letra de Glenda. Ella también quería un encuentro. Me apresuré a salir de mi apartamento. Crucé la calle esquivando algunos vehículos y un par de personas. Llegué con la frente húmeda por el sudor al andén. Pasaron unas horas, no lograba verla, ni entender de qué se trataba. Desesperado tomé un viaje a la última estación del metro. Al estar en uno de los asientos de pasajeros tomé de nuevo el cigarro y leí lo que contenía. Recorrí el compartimiento varias veces. Llegamos a otra estación, a otra y otra y no sucedió nada. En la última se abrió la puerta de forma violenta, como una bofetada de aire que me hizo sorprenderme, retroceder. No entró nadie. A los pocos minutos se fue la luz, se detuvo el vehículo y salió Glenda de la oscuridad para acercárseme. El coche siguió su marcha. Sin decir palabra alguna me besó, desabotonó mi camisa y se quitó la falda. Por los acezos y la fricción de la ropa dejó de existir el silencio. Subió la pierna derecha a mi hombro. Acaricié su espalda. Intenté articular alguna palabra. Pero tomó mis cabellos y deslizó sus manos en mis muslos. Callé.
De pronto, como si el aire estuviera furioso y sólo soplara para traer sorpresa, se azotó nuevamente la puerta del vehículo. Entró otra Glenda como un fantasma. Atónito es la palabra que cubrió mi rostro. No sabía qué estaba sucediendo. La primera mujer seguía besándome, mientras la segunda tocaba sus senos, mostraba para mí su cuerpo afilado. Ambas comenzaron a besarse, una a quitar las prendas de la otra. Sonó de nuevo la puerta… Entró otra Glenda, seguida de otras dos y luego otras... Empujé a las mujeres. ¿Cómo poder salir de ahí? ¿Cómo poder alejarme de ellas? Miré las ventanas del vehículo. Busqué escapatoria. A pesar de que el transporte viajaba a toda velocidad, entraban más y más mujeres por la puerta. Corrí rápido. Al llegar a un andén tiré el cigarro y esperé a que se abriera la puerta. Me encontraba en la última estación; el lugar debería estar vacío a esas horas. Traté de calmarme viendo a todos lados, donde estaban, cosa extraña, hombres, mujeres, niños, todos con la maldita cara de Glenda.

1 comentario:

Anónimo dijo...

O como recuerdo esta historia en el tiempo de la prepa. Bien recuerdo que muchos no querian hacer un analisis de la historia por tratarse de ti, pero con el tiempo muchas cosas fueron cambiando, incluso tu...

bye...


(((GABO)))

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