En mi vida
he asistido a muy poquísimos encuentros de escritores jóvenes en mi país y,
para ser honesto, a la mayoría de los escritores de mi edad o que nacieron
durante la década del ochenta los conozco por sus libros, es decir, los he
leído influido por la idea de que leer es un acto de bondad y la mejor manera
de conocer al otro, aunque muchas veces ese otro mienta en sus textos. La
semana pasada anduve en Monterrey, fui invitado por Sergio Pérez Torres, un
veinteañero trajeado, que organiza el encuentro con el mismo esmero con que
viste y cuida su persona y es anfitrión. Fue un encuentro “chingón”, es decir,
conocí a gente que ya había leído y otra tanta que apenas conocía o había
escuchado de ella. De Sergio me llevo, además de una sólida amistad, sus ganas
de querer educar a los escritores, es decir, de que respeten su trabajo y la
forma en cómo lo presentan. Gracias, querido. Ahora uno no se halla caminando
solo este sendero difícil del escritor.
Mi
participación consistió en leer una ponencia sobre mi postura ante la
literatura del narcotráfico (que dentro de poco tiempo publicaré en mi página)
y un fragmento de mi obra, más precisamente, "Los que lloran”, de Rojo semidesierto,
un relato manifiesto sobre la condición del escritor ante la violencia y la
prostitución intelectual a cambio de becas.
Alguna vez
escuché que los verdaderos encuentros se dan en las mesas de bar o de cantina.
Cierto o falso, debo confesar que participación también consistió en desvelarme
y conocer en noches de cerveza artesanal y guateque a un buen número de mis
contemporáneos. Muchos saben que no soy un borracho empedernido y que a veces,
muy de vez en cuando, suelo molerme en el asfalto corriendo para segregar serotonina.
Pero quiero creer que me defendí en dos madrugadas y una que otra tarde en el
Sierra Madre. El encuentro terminó el domingo y ese mismo día abordé un avión a
Ciudad de México y otro más a Veracruz, lugar que me recibió con un chubasco
que me empapó nomás al bajar del taxi y entrar al hotel. Mientras iba en el
avión, quise retomar el trabajo suspendido, pero me dolían tanto los ojos y la
cabeza, que preferí dormir. En la cama del hotel, en cambio, permanecí despierto
hasta las 3 de la madrugada y no pude bajar a la alberca porque estaba cerrada
por el clima. Así es la soledad del viajero: permanece en la vigilia queriendo
soñar con su cama y la mujer que ama a su lado.
Ayer empecé
un taller de narrativa en Veracruz, tuve 31 participantes y me dijeron que con
sin barba soy un escritor muy serio y con barba inspiró madurez. No sé qué
significó eso, pero no traigo conmigo tijeras ni rastrillo para afeitarme. Al
final del taller regresé al hotel para ponerme a trabajar en una antología de
cuento que me encargó la universidad donde trabajo. Me dormí hasta las 2 de la
madrugada, desperté a las 8 y me fui a nadar cerca de dos kilómetros. Luego
llamé a Beatriz Espejo y, como siempre, su voz fue como la de una madre que
echa porras, y no deja de decirme El pequeñito.
Ahora,
mientras escribo esto, me duelen los brazos y también las piernas, estoy por
terminar la edición de un cuento de la antología y siento que mi cerebro
funciona en automático. Es casi la hora de ir a comer y recapitular el taller.
Pienso en los miles de kilómetros que me distancian de Tijuana, en Flor, que
seguro se encuentra en la oficina, en Ikki, nuestro perro, que se lanzó hace
dos semanas de la ventana del cuarto de servicio porque no soporta estar solo y
prefiere el vacío que una casa limpia pero sin dueños. Pienso en los trabajos
de mis alumnos que aún no reviso y debo revisar para ponerles calificación, en
las críticas y recomendaciones de los libros que me mandaron algunos amigos y
yo aún no envío porque tengo traspapelados los archivos. Pienso en la línea
fronteriza, en todos los que cruzan a San Diego y regresan a Tijuana, en las
calles que corro y en los food trucks y la Revolución. Pienso que no he escrito
una sola línea de literatura y que mañana, quizá, tenga tiempo para hacerlo y,
en lugar de hacerlo, bajaré a la alberca, me sumergiré en el agua y empezaré a
nadar y nadar. No sé si esto sea ser escritor, pero siento que este oficio,
aparte de escribir, también provoca un cansancio placentero, como cuando corres o nadas.
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