El jueves pasado
participé dentro del encuentro generacional Elige, realizado en Ensenada por la A.C. Pluma Joven, con la conferencia “Cómo ser escritor sin morir en el
intento”. Decir encuentro generacional no significa que escritores de mi edad
se iban a reunir en aquel municipio turístico para compartir con sus homólogos
sus obras y proyectos literarios. Se trata, más bien, de la reunión de un grupo
de preparatorianos en el Museo Caracol, bajo el objetivo de escuchar a escritores
que comparten cómo se han forjado su trayectoria en ese sinuoso camino de la
creación literaria.
Fue
sorprendente ver el poder de convocatoria de Pluma Joven,
conformada en su mayoría por chicos menores a los 23 años de edad. Pues al Museo
Caracol, muy cercano a la bahía de la ciudad, asistieron más de cien
preparatorianos con el deseo de escuchar a escritores como Rodrigo Balam, Armando Salgado y Fernando Trejo y a gestores culturales como Rafael Cessa.
Mi conferencia
la construí en torno a cinco preguntas básicas que los mismos asistentes fueron
contestando y yo nutría con una charla más que académica, emotiva:
¿Por qué ser
escritor?
¿Por qué
escribo?
¿Qué quiero
escribir?
¿Qué debo
escribir?
¿Y cómo puedo
escribir sin morir en el intento?
Mientras los
participantes me leían sus respuestas, compartí algo que he venido defendiendo
desde que empecé como escritor: uno escribe porque descubre, a una edad
temprana o ya algo crecido, que tiene algo que decir a sí mismo, al mundo y más
tarde ese algo se torna en una especie de diálogo no sólo con sus alrededores o
sus homólogos, sino con su país. Quien no conoce aún qué quiere escribir de
verdad y por qué razones lo hace, será blanco fácil de la duda vocacional y los
fracasos, que siempre son muchos en este oficio, como en cualquier otro, y
pueden hacernos tirar la toalla.
Y no digo que todo
escritor, o al menos yo, escriba claro y sin dudar. Tardé años en encontrar mi
voz. Incluso aún me pregunto si será la mía o estoy emulando a otro escritor. Escribo
y dudo. Siempre lo hago. Cuando dejo de dudar, me preocupa que estoy
escribiendo. Me refiero, más bien, a que cuando uno empieza en este oficio,
debe tener bien claro que si lo hace sólo para ganar premios, reconocimiento,
becas o dinero, y no por decir algo que quizá otros tantos han dicho, pero no a
nuestra manera, seguramente fracasará o sentirá que fracasará con pequeños
obstáculos: como no haber recibido una beca, reconocimiento o dinero.
Soy escritor
porque no me veo a mi edad haciendo otra cosa. En su momento llegué a trabajar
como carpintero o ayudante, restaurador de templos, mano derecha de cocinero,
vendedor de pólvora, acomodador de escrituras en una notaría pública, editor,
corrector de estilo, asesor editorial, entre otros oficios, para después estacionarme
por entero en la escritura. Un par de becas me han ayudado a no ahogarme en un
mar de deudas, así como vivir un año fuera de México, incluso un premio me ayudó
a pagar parte del departamento donde vivo, en Tijuana, y robarle tiempo al
tiempo escribiendo mi primera novela.
Y todo eso ha
sido gracias a mi imaginación, a mis ganas de seguir escribiendo. He fracasado.
Quizá más que los otros escritores de mi generación. Y eso no significa que mi
literatura sea mala o yo sea pésimo en esto. Significa que he tocado las
puertas equivocadas y he luchado las batallas que no me correspondían. Pero eso
no me ha hecho, ni me hará renunciar a lo que me llena de vida y me hace
reconocerme como ser humano.
Pues cada que
me siento a escribir frente a la ciudad dormida, frente a la ciudad de las
segundas oportunidades, mi escritura se llena del rumor que hay afuera del
departamento y de los recuerdos que se conjugan con mi presente y esas enormes
ganas de hacer literatura, de trazar un libro que haga sentir lo que me
hicieron sentir los grandes maestros que me formaron.
Por eso escribo.
Y escribo.
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