No
recuerdo muy bien la fecha. Lo que recuerdo es que un día, cuando estaba con
María, intenté darle un beso en la boca y se me salió un moco duro, de esos que
silban nada más al respirar. Al principio hice como que no sucedió nada. Pero
cuando ella se hizo a un lado y me dijo guácala, se te asomó un moco verde por
la nariz, sentí que el mundo me aplastaba. ¿Qué hacer?, me pregunté. ¿Cómo borrar
de la memoria de María ese suceso inolvidable?
Por fin
estaba saliendo con la más buenota de la escuela y mi nariz. ¡Qué digo mi
nariz! Un moco celoso, entrometido estaba echando todo a perder. ¿Qué iba a
decir María a sus compañeras de salón, a todos los de la escuela? Rompí con
Benito Argüedas porque al querer darme un beso se le salió lo atascado.
Le pedí
que me dejara pasar a su baño. Estábamos en la sala de su casa: un espacio
adornado por muebles que parecían sacados de un museo de arte virreinal. No
quería ensuciar las telas de los sillones cuando me sacara el moco, tampoco que
ella me viera cuando buscara hacerlo bolita en mis dedos y desaparecerlo de la
faz de la tierra de un garnuchazo.
Al
levantarme del sillón, María me detuvo diciendo no te vayas Beni, yo también
tengo algo para ti. Y de pronto se paró muy segurota, metió su delgado dedo a
su nariz y se hurgó hasta sacarse algo como una neurona. Se trataba de un moco
patriótico, de esos que tienen el color de la bandera nacional.
Me dijo
vamos a hacer un pacto, Beni. Un pacto basado en los mocos y el amor. Un pacto
que una nuestras narices para siempre. Así ni a ti ni a mí nos dará vergüenza
cuando se nos vuelva a salir uno mientras queremos besarnos.
María
se comió su propio moco y me obligó a sacarme y a comerme el mío también. Desde
ese día fuimos amantes no sólo de besos, caricias y amor. También fuimos
amantes de mocos tiesos y coloridos. A veces sangrientos, a veces solamente
duros y dulces, secos o amargos, como el amor.
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