Una de las mejores consecuencias de la literatura es hacernos sentir o crear hermandad con aquellos que la escriben. En mis búsquedas personales como lector, sólo dos veces me ha sucedido con alguien de mi generación. La primera vez fue en España. La segunda en México luego de finalizar el libro de cuentos Niños tristes (Tierra Adentro, 2013), de Gabriel Rodríguez Liceaga (Ciudad de México, 1980). Se trata de una emoción que te trastoca, que te obliga a decir “a mí alguna vez se me ocurrió escribir esto, pero algo me faltó, algo que ese escritor que lees tiene y sabe usar muy bien”. Algo que a cada página te sugiere que posiblemente estás leyendo a tu mejor amigo de infancia, aquel con quien pasaste grandes desventuras, pero por un extraño capricho del destino, de las deidades, aún no has conocido.
Niños tristes está integrado por 9 cuentos escritos con sangre, pulmón y músculo, es decir, imaginación, oficio y tesón. Es una obra de tan sólo 80 páginas que revelan ciertos momentos claves de la vida de personajes que se enfrentan a las aspiraciones muertas, el amor desechable, la amistad plastificada por culpa de la evolución tecnológica, la nobleza poco conocida a sus perros de guardia, el fracaso y más. Pareciera que en estos cuentos, escritos con registros verbales que rescatan desde la voz de microbuseros hasta la de cineastas frustrados, el autor nos invitara a reflexionar nuestra condición como habitantes de un país donde los grandes relatos que forjan al mundo, el amor, la amistad y la muerte, han perdido tuétano (ya no es lo que el amor o la amistad nos hacen sentir, sino cómo nos educaron para amar y sentir), y nos han convertido en una especie que no confía ni en sí misma, porque la vida, ese auto veloz que se conduce a ciegas, con los fanales fundidos, pronto nos llevará al barranco y nadie conoce el freno de mano.
En esta entrevista, Gabriel nos habla de sus inicios en la literatura, cómo se formó este libro, los cuentistas, o ecos, que hay detrás de su escritura, el lenguaje, los premios literarios y las becas, las políticas editoriales y esa larga espera que hace el escritor, tanto cuando escribe un libro como cuando lo arroja de su torre de marfil, que no es más que comer camote 364 días al año, porque sabe que en el 365 alguien le dirá “tu libro nació con vida”.
Joel Flores.- Tras una
serie de entrevistas a escritores nacidos durante la década del ochenta, he
descubierto que la mayoría se están formando de manera autodidacta. No es que
las universidades que promocionen licenciaturas o maestrías en creación
literaria no funcionen, es sólo que les interesa más forjarse en talleres
literarios o individualmente. ¿Por qué empezaste a escribir?, ¿cómo ha sido tu
formación?
Gabriel Rodríguez
Liceaga.- En efecto, yo también soy mitad autodidacta y
mitad formado en un taller, te doy toda la razón: me parece que es una
tendencia generacional. Desconfío en general de la educación. Me temo que la
mayoría de las universidades funcionan como fábricas de diplomas. Esto, en el
rubro de humanidades, es incluso más aberrante. Empecé a escribir motivado por
un par de lecturas juveniles. Lo normal. Decidí sumarme a esta infinita fila de
ecos que es la literatura. Esta metáfora es padrísima porque nos hace pensar que
hubo un grito inicial a partir del cual se han ido generando todos los ecos.
Poderosos gritos iniciales: Hemingway, Vasconcelos, Hugo, Melville, etcétera. O
más bien: legión de etcéteras. A la par mi maestro es Eusebio Ruvalcaba. Asistí
a uno de sus tantos talleres de creación literaria por más de diez años. Sus
enseñanzas están implícitas en cada letra que he escrito.
JF.- Cada uno de los
cuentos de Niños tristes es una alegoría
perfecta de la sociedad alienada por la modernidad que nos ha tocado vivir.
Creemos en el amor como un proceso desechable. Creemos en las relaciones cada
vez más de forma impersonal. Nos educaron para ser el mejor de una sociedad y
terminamos siendo parte del ejército de seres que piensan lo mismo. ¿Cómo se
formó este libro? ¿Cuál fue su proceso de creación y bajo qué ideas?
GRL.- Nos educaron para ser una bola de pajaritos
enjaulados. La forma como escribí este libro de cuentos es la siguiente:
durante cuatro años escribí –no sé– veinte cuentos, luego maté once y me quedé
con los nueve que conforman el libro, que a mi parecer eran los mejores. Las
ideas que me inspiran son lo de menos. Historias por contar sobran. Basta con
señalar una noticia al azar en el periódico, cambiarle de canal a la tele o
prestarle el mínimo de atención a nuestra pareja. Lo realmente importante para
el cuentista es pulir la forma como se cuenta, ejercitar la prosa, evocar
estructuras, borrar párrafos, intentar diferentes puntos de vista, contar la
misma historia con tres páginas o con quince, o con cuarenta. En una palabra:
escribir. Y escribir y escribir.
JF.- Aunque tus
cuentos son, en apariencia, piezas accesibles para la definición: realismo
jocoso chilango que rescata lo mejor de las estructuras narrativas de Anton
Chejov y Raymond Carver, ¿cómo definirías el cuento que conforma Niños tristes?
GRL.- Ah, esos dos autores que mencionaste son
formidables. ¡Poderosísimos gritos! Y sí, me asumo débil eco de ambos. Es
curioso, mi libro se llama Niños Tristes
pero son puras historias de adultos o jóvenes a quienes la vida sencillamente ha
tratado de la patada. Me gusta creer que mis personajes de niños eran,
precisamente, tristones. Se enfrentaron al abismo muy temprano en sus vidas.
Traté de que el amor en mis cuentos fuera amor deslavado, lo mismo la cogedera,
el cariño a una mascota o la muerte o la amistad. Puros sentimientos que ya no
nos dicen nada. Dice Dostoievski en Memorias
del Subsuelo que “nos empeñamos en ser un tipo de hombre corriente que
nunca ha existido. Hemos nacido muertos, y hace mucho tiempo que nacemos de
padres que no viven, y eso nos agrada cada vez más. Le tomamos el gusto”. Quisiera yo que eso definiera a mis
personajes y por ende a mis cuentos.
JF.- El lenguaje es el
patrimonio que una familia, la sociedad y la literatura le heredan a un
escritor. Tú te inclinas más por el lenguaje inmediato, el lenguaje que se
escucha al abordar el metro, al bajar de un pesero, cuando rompe relación una
pareja, al estar fastidiados por trabajo, al burlarnos del otro porque su vida
apesta. ¿Por qué rescatar estos registros?
GRL.- Porque si no lo hago yo no lo hará nadie. Es
decir: es responsabilidad del escritor (una de tantas) mantener vivo el
registro de lo que el lenguaje es en sus tiempos. Creo muchísimo en la
recreación oral. Cuando escucho a un ebrio en una fiesta me maldigo por ser
incapaz de escribir como él habla. Lo mismo con los microbuseros o con los
fantasmas de Rulfo.
JF.- Gracias a tu
trayectoria veo que eres un autor prolífico, que cuentas con varios premios
como el Nacional de Narrativa María Luisa Puga 2010, por Niños tristes y el Bellas Artes de Cuento 2012, por Perros sin nombre. Pero no hay ninguna beca para la creación
literaria. ¿Qué opinas de los premios y becas, las ganan quien debería, ayudan
a seguir creciendo como escritores?
GRL.- De entrada, los premios están trivializados.
Diario nos enteramos de que alguien se ganó algo. Yo obtuve el Bellas Artes de
Cuento pero el libro sigue huérfano de editorial. Sólo lo han leído las tres
personas que conformaron el jurado. Esto me es muy doloroso. Sin embargo con el
monto que me dieron pude financiarme un año entero dedicado exclusivamente a la
lectura y al ocio heroico. Las becas y premios deberían funcionar para ayudar
al escritor a vivir de escribir. Las instituciones te agarran a billetazos y
luego a ver cómo le haces tú solo. Siempre he tratado de salir seleccionado
para una beca pero no lo he conseguido. Este es el último año en que las
instituciones me consideran “joven”. Pongamos chonguitos.
JF.- Cambiemos de
dinámica, lanzaré un par de palabras y tú me respondes, de forma sucinta, lo
que te provocan:
México: Hogar.
Cuento: Estructura.
Realismo sucio: Una etiqueta con fecha de caducidad.
Amor: Otra
etiqueta con fecha de caducidad.
Escritura: Humildad y Disciplina. Paciencia.
Humor: Los periódicos de Nota Roja.
JF.- Aunque tu libro
es para mí un primer acercamiento a tu obra, tengo la incertidumbre de si en
tus novelas u otros proyectos literarios está el tema de la violencia, el
crimen y los daños que provoca la intromisión del aparato de seguridad del
gobierno al enfrentar la inseguridad del país, sus víctimas, las balas, la
sangre.
GRL.- Para nada. Mi primer novela se llamaba El mismo río dos veces, a propósito del
río de mierda que cruza entubado toda la Ciudad de México, pero la editorial le
cambió el nombre a Balas en los ojos precisamente
para confundir al comprador y que pensaran que era “literatura del narco”. Es
lo malo de que los libros sean tratados como productos. Mis temas son la
búsqueda del origen, la perpetua orfandad, el problema de la paternidad, la
mujer como salvadora de una especie en tránsito.
JF.- Hablemos de las
políticas editoriales. Veo que tienes publicadas dos novelas en Ediciones B,
que es una editorial comercial. ¿Te fue complicado llegar allí o fue más fácil
llegar a Tierra Adentro?
GRL.- En ambos casos me he sentido bendecido por el
azar y la fortuna. En ambos casos estoy muy agradecido. Que alguien tome en
serio tu trabajo es una sensación muy gratificante. Escribir es comer camote
364 días al año. Y de pronto: un día, un solo día, llega ese mail tan ansiado.
JF.- Hoy en día es más
fácil contactarte con cualquier autor que hace una década. Te contacté por
Facebook y esta entrevista pudo lograrse gracias a la red social, que forma
parte de la Web 2.0, sus giros en la publicación de contenidos y diálogo
literario. ¿Estás abierto a publicar alguno de tus libros en e-book? ¿Crees que el lector y escritor de hoy en verdad
sea crítico y mordaz en plena revolución digital?
GRL.- Yo en lo personal no consumo libros digitales
porque no me parecen objetos hermosos. Compro libros para rodearme de ellos,
son a la par mi más entrañable compañía y la montaña de basura que me
sepultará. Ahora bien, a mí lo que me importa es que me lean. Ya sea en una
página impresa o en la pantalla brillante de un teléfono. Me es indistinto. Sobre
lo otro que comentas: el problema de internet consiste en que nos educa a
menospreciar el instante. Antes se decía que no había nada más viejo que el
periódico de ayer. Hoy no hay nada más viejo que el tuit de hace dos minutos. Eso
es muy neurótico. Me aterra.
JF.- Otro
descubrimiento gracias a las entrevistas es que los escritores nacidos de la
década de los ochenta se leen poco entre sí. Los que suelen hacerlo son los
publicados en Tierra Adentro, gracias a los encuentros literarios o ferias del
libro en las que participa la editorial. ¿Tú lees a tus contemporáneos o
prefieres la herencia de los clásicos?
GRL.- Yo prefiero dejar que la obra de un autor
madure antes de acercarme a ella. Unos noventa años, mínimo. Hablando un poco
más en serio: puedo decir que la literatura mexicana está más que saludable. Ahí
vamos. Hay extraordinarios escritores mexicanos haciendo obra en este momento. Tan
monumental como reciente, Noticias del
Imperio, sigue siendo un auténtico tanque de oxígeno para nosotros escritores
del nuevo y joven siglo en este cacho de nación. Hay que desconfiar de las
bobas listas de “los diez libros del año” básicamente porque conoceremos cuáles
fueron los libros importantes de esta década hasta dentro de veinte años. No manejo
cifras exactas. Repito: hay que esperar a que suene el eco.
JF.- ¿En qué proyecto
te encuentras trabajando actualmente? ¿Novela o libro de cuentos?
GRL.- Mi primera novela es acerca de una madre que se
quita la vida, la segunda acerca del padre ausente. Actualmente escribo un
tercer libro también acerca de la orfandad. Esta vez: el hecho de que todos
somos huérfanos de dios.
La entrevista también puede leerse y descargarse aquí .
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