martes, 9 de mayo de 2017

Se llamaba Lupita y me dejó por un mariachi

Cómo iniciar una historia encabeza la lista de los retos que enfrentamos al escribir. Algunos piensan que hay que volcar las palabras al papel como vienen a la mente; otros, que hay que masticarlas hasta dejar el puro nervio. En mi historia personal, no empiezo sin haber meditado una y otra vez si ese inicio tiene el poder suficiente como para honrar la historia que se me ocurrió escribir. Incluso, puedo confesar que de tanto repensarlas he terminado memorizándomelas. Alguna vez le dije esto a Beatriz Espejo y ella respondió, casi como apoyando mi obsesión, que puede detectar desde el primer párrafo de un relato o una novela si un narrador es bueno o es malo.
Cierto o falso, la teoría de la composición del cuento, que es constante y variada, dice que todo buen inicio debe ser seductor, ofrecer las palabras propicias para que el interesado en esa historia no se vaya a otro libro o a encender la televisión y elegir una serie en Netflix. Y creo que no se equivoca, pues el mejor ejemplo de ello se encuentra en la vida cotidiana, cuando uno de nuestros conocidos nos advierte: “Te tengo un chisme”, y automáticamente se nos encienden las antenas del morbo. 
Para Silvia Adela Kohan, las palabras iniciales deben ofrecer un conflicto, un secreto, los objetivos, al menos sugeridos, del protagonista, así como una intriga: ese misterio que el lector busca resolver mientras pasa cada una de las páginas. 
Y es verdad: alguna vez en Ciudad de México, mientras me subía a un pesero, escuché que el chofer le gritaba a un conductor de otra unidad en pleno semáforo en rojo: “Se llamaba Lupita y me dejó por un mariachi”. Esas palabras hicieron interesarme en aquel hombre que conducía disgustado y no dejaba de escupir desde la ventana. Quizá todo el amor que no le dio a la Lupita.
David Lodge ya nos lo había advertido en su maravilloso libro El arte de la ficción, un compendio de ensayos que se especializan en analizar los inicios de las novelas y cuentos clásicos ingleses, que la narrativa es un arte esencial de la retórica: el inicio es la exhortación o el exordio que convence al lector de aceptar nuestra visión sobre un hecho particular del mundo. De este modo, si el título de un relato es la llave que abre las puertas del texto, el inicio son las puertas de la casa que dan la bienvenida. 
Sin embargo, ¿cómo hacer para escribir inicios que sugieran un conflicto y atrapen? Eduardo Antonio Parra, quizá el mejor cuentista mexicano en estos días, suele decir que él jamás escribe un cuento sin antes tener la línea final en la cabeza. Una vez conseguida, comienza a ensayar los posibles inicios que lo ayudarán a trazar el primer renglón y el personaje que lo llevarán allí, sin revelar del todo el dato escondido que se descubrirá en el clímax o desenlace de la historia. Ese dato escondido no es más que el secreto que guarda todo cuento, en mi caso la respuesta a por qué Lupita dejó al conductor del pesero por un mariachi.  
Aunque la escritura exige una suerte de libertad, algunos narradores recomiendan ceñirla a la estructura: una línea del tiempo en la que distribuirán los acontecimientos del relato, pues entre más conocimiento se tenga del punto de apertura, intermedio y clausura, más control se tiene del viaje. De lo contrario, como diría John Irving, el narrador improvisado corre el riesgo de verse como aquel mentiroso inseguro que va inventando la historia conforme la cuenta. 
A mí me gustan los inicios que concentran la historia en un párrafo, como si de una semilla se tratara. Gabriel García Márquez, por ejemplo, es un narrador que te gana desde el primer párrafo. En los primeros renglones de Cien años de soledad se encuentra uno de los conflictos medulares de la novela, que es la marcha de los soldados con rumbo al fusilamiento del coronel Aureliano Buendía. Pero en lugar de que ese fusilamiento se realice, Márquez, como buen mago del suspenso y los flashbacks sostenidos, suspende la escena y traslada a su primer protagonista a recordar la tarde remota en que su padre lo llevaría a conocer el hielo. 
El hielo, ese símbolo que a primera instancia puede ser el miedo a la muerte, no es más que la vida: los orígenes de Macondo, la época en que los gitanos llegaban a ese pueblo de pocos habitantes con la magia de otros pueblos. Y es así como un conflicto se ve suspendido para hacer un viaje al pasado, porque el pasado tiene la misma importancia que el fusilamiento de Aureliano: si no se cuenta qué hubo antes, no nos sumergiremos en el realismo mágico de Macondo y otras historias más que en gran medida son subtramas que construyen la trama general de la novela.
Este tipo de comienzos es muy usado por los cuentistas contemporáneos. Daniel Salinas Basave, un narrador norteño pura cepa que entre 2014 a 2016 comenzó a ganar los premios más conocidos en México, tiene un libro que puede servirnos de ejemplo. Me refiero ni más ni menos a Dispárenme como a Blancornelas, donde todos los relatos, que son en apariencia crónicas periodísticas de reporteros con la vida que jamás desearon tener, muestran desde sus primeras líneas una suerte de semilla que germinará con destinos inciertos:
“En aquellos años magros e ilusos, cuando correteábamos muertos y balaceras al  son del 12-17 en la radiofrecuencia, yo soñaba aún con ser el nuevo Blancornelas  mientras Natalio, el fotógrafo, se creía la reencarnación de Chalino Sánchez”.  
Los deseos del protagonista de esta historia en primera persona del singular, un vestigio del antihéroe, se anillan con el desenlace: un reportero que está dispuesto a vivir cualquier acontecimiento cueste lo que cueste, con tal de que su vida cambie a una muy parecida a la de Blancornelas, el mítico periodista que salió con vida después de un atentado en Tijuana por parte del crimen organizado. El aprendizaje aquí no es el fracaso como tal del narrador, sino la forma en que se llega a él gracias a sus deseos.
Otra de las narradoras que utiliza esta herramienta es Ana García Bergua. En su antología de relatos reunidos La tormenta hindú comprobamos que es, además de una maliciosa contadora de historias, una maestra del inicio. Si el cuento es una estructura clásica de tres personajes y un conflicto, como dijo Chéjov, Ana lo sabe a la perfección, y en las primeras líneas de sus relatos traza ese conflicto y hasta a los personajes que lo sufrirán. Al leerla, uno aprende que los cuentos no sólo son importantes por lo que se nos cuenta, sino por cómo comienzan.*

*Publicado originalmente el 31.03.2017 en La Jornada Baja California

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