lunes, 26 de enero de 2015

Narrar en caída libre, los cuentos de Carlos Martín Briceño



Existen muchas razones por las cuales un cuentista difícilmente renuncia a ese género: el cuento es el molde perfecto para trasmitir una experiencia, diría Hemingway; o el ejercicio que muchas veces engaña por su aparente sencillez y la complejidad de su armazón para narrar la naturaleza del ser humano, añadiría Chejov; y el más versátil para hacer capítulos de novelas que podrían figurarse como cuentos pero en realidad son artefactos narrativos, replicaría Fresán. El cuento es para muchos el proceso obligado antes de la novela, como si una suerte de entrenamiento se tratara. Y para otros, como Borges, el sueño del que jamás desean despertar porque amanecerían 
pensando en la novela.


Hace unos años en España escuché que el relato era el género con más oferta y menos demanda en el mercado editorial: todos los jóvenes quieren escribir relatos pero las editoriales no aceptan siempre sus propuestas. En una charla que el otrora editor de Almuzara llegó a ofrecer a los residentes de la Fundación Antonio Gala, se nos decía que es difícil que un autor novel y cuentista retribuya con ventas la apuesta editorial, porque hoy en día pocos lectores se apuran por comprar libros de relatos: prefieren que se les cuente una sola y larga historia –más sí está urdida por secretos y un detective que prima por revelarlos–, que iniciar una y otra vez historias cortas que muchas veces poco tienen que ver entre sí, más que por el hecho que las escribió el mismo escritor y pertenecen a un mismo libro. Las palabras del editor sugerían que la enseñanza norteamericana de Gardner y Cheever sobre un libro de relatos como mazo de propuestas poéticas era ya el sueño de otra época. Que lo más sano era iniciar con la novela. Y que suele ser casi un golpe de suerte para los escritores jóvenes y no tan jóvenes que una editorial comercial publique como opera prima su libro de relatos.
En México podríamos decir que los narradores no sufrimos la misma suerte. Ficticia, una editorial fundada primero desde la Web por Marcial Fernández, que muchos talleristas llegamos a usar para descargar textos e inyectarlos en clase, ha apostado por cuentistas con amplia trayectoria y por jóvenes que apenas andan el sinuoso camino de la literatura. Ficticia es la editorial del narrador por antonomasia, del que busca que su obra sea leída por especialistas y por lectores que no se conforman con lo que hay en la mesa de novedades. Las resmas de su catálogo están formadas desde realistas sucios hasta los que exploran las ramificaciones del género fantástico y más.
         


Bajo este sello editorial está publicada la obra de Carlos Martín Briceño (Mérida Yucatán, 1964), uno de los narradores sureños de la generación del sesenta que ofrecen un enarbolado poético chejoviano y carveriano en cuanto a los andamios, y un desarrollo de los personajes y resolución de conflictos de la trama en cuanto a los acontecimientos. Briceño podría estar, si me apuran, entre los cuentistas más representativos de México junto a las plumas de Eduardo Antonio Parra, Enrique Serna o Eusebio Ruvalcaba. Sus cuentos rescatan elementos del mexicano que ya alguna vez Octavio Paz señalaría en El laberinto de la soledad y Roger Bartra retomaría en Anatomía del mexicano: una herencia cultural cargada por la melancolía y la chingada.

En Caída libre (2010), obra que le dio la mención honorífica en el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2008, y Montezuma’s revenge (2012 y 2014), libro que se ha reeditado dos veces, Briceño nos presentan al cuento como el molde narrativo donde entran y salen personajes que viven bajo las bondades del capitalismo, los que oprimen y los que son oprimidos por el poder, pero también por las conductas más comunes en el lecho doméstico, como las relaciones de pareja cuyo amor se ve trastocado por la ausencia del contacto sexual, familiares incómodos para un matrimonio que padecen enfermedades incurables, hombres que se ven traicionados por sus figuraciones tras hacer un viaje fuera de México y las horrorosas costumbres que engendran los trabajos esclavizantes de oficina. Pero también hay en estos cuentos aquellos que suelen romper los eslabones familiares y amistosos bajo la dura máscara de la traición. Hay otros, más entrañables todavía, que juegan con la venganza como mejor arma para aflojar la cerradura del sexo y las puertas de la fama literaria.

Hablando de estructuras, en Caída libre y Montezuma’s… hay una constante que sólo puede ser fabricada por un narrador de oficio. Aquel que sabe que la riqueza del cuento no sólo está en la forma, sino en el contenido. Pues Martín Briceño no se preocupa por descubrir el hilo negro en las formas breves de la trama. Narra sus historias como si nos ofreciera el último minuto de la vida de los personajes: una caída libre. 


Esta reseña también se puede leer en el número 182 del suplemento cultural La gualdra, de la Jornada Zacatecas, AQUÍ.

miércoles, 21 de enero de 2015

Víctor Solorio escribe, en La Hoja de Arena, sobre Rojo Semidesierto





El ganador del VII Premio de Novela Negra "Una Vuelta de Tuerca", Víctor Solorio, escribe sobre mi Rojo, luego de la presentación que hizo junto a Edgar Omar Avilés en Morelia el pasado 20 de diciembre. Entre sus bondadosas palabras leemos: 
Joel Flores está en la punta de lanza de los primeros pasos que ha dado la generación de los ochentas en el terreno de las letras. Terreno que muchos de nosotros estamos explorando y que libros como Rojo semidesierto nos demuestra conquistable.
La reseña fue publicada en la revista digital La Hoja de Arena. Doy gracias a Víctor por su lectura y sus palabras, y al consejo editorial de la revista. Para leer la reseña completa en el portal, dar clic aquí o a la imagen de arriba. Si gustan seguir en este sitio, reproduzco la reseña completa a continuación:  


Los catorce cuentos del Rojo semidesierto

Joel Flores en Rojo Semidesierto teje a través de catorce cuentos, un retrato de la mexicanidad más reciente, esa que debe de ser entendida desde una óptica alterada por la violencia, la rapacidad y el desasosiego. La acción de un cártel ficticio, atinadamente nombrado como el cártel de La Compañía, une y ecualiza a los personajes que pueblan los relatos del libro. Esta sucinta descripción bastaría para condenar a Rojo semidesierto a la sección de narco-literatura en casi cualquier librería. Sin embargo, el libro tiene una profundidad tal que lo aleja de esta etiqueta facilista. El libro tiene humanidad, una cualidad elusiva y de difícil trabajo no solamente en la literatura del narcotráfico, sino en cualquier empresa literaria. Por ello sería un error decir que el autor habla del narco en sí, más bien retrata los conflictos humanos que han preocupado a los grandes autores desde el inicio de las historias. Tal es el acierto más valioso de la obra, que centra a la narrativa en la dimensión humana de los personajes, efectivamente humanizando a la obra entera y por extensión, a su lector. Es en este pase de maestría que se descubre un universo oculto y paralelo al narco, un universo que permite la ternura, el amor e incluso la esperanza en medio de una hecatombe lenta, muy parecida a la realidad con su paso taciturno.
 El autor nos regala un retrato hermoso y descarnado de los efectos que tienen las prácticas de ese cártel sobre el paisaje anímico de los personajes. Ahí están los que lloran, los que se mienten, los que sobreviven. Todas las historias de los afectados por la violencia, tan tristemente cercana a la realidad, caben en el libro. Los que se duelen por sus familiares secuestrados, los que intentan llevar una vida normal después de que los hijos huyen, los que engordan para tratar de sanar el dolor. Incluso los milagros de sanación en medio de las balaceras y los burócratas de la muerte clandestina tienen cabida en el libro. En un trazo de genialidad también están ahí los integrantes del cártel, víctimas del mismo desasosiego que trae su actividad delincuencial. Aquí, el autor se mantiene firme a su compromiso de narrar desde la óptica humanista y se rehúsa a demonizar a esos delincuentes evitando con ello la visión simplista de la nota roja o de los noticieros con tintes propagandísticos. Es en esos momentos brillantes de introspección que la maestría narrativa de Joel Flores logra profundidades que lo habrán de acercar a los clásicos: nos muestra qué piensa un sicario mientras espera a su víctima, la calidez paternal con la que realizará su cruento trabajo en aras de proveer lo mínimo a su niño aún no nacido. Y es ahí, donde nos encontramos ante la terrible realidad que hace de cualquier guerra un sinsentido; ver a otros humanos justamente como humanos, nos empuja sin remedio a la empatía. Con ello, Rojo semidesierto trasciende los límites de la narrativa y se interna en los terrenos de la denuncia, al mostrarnos de forma sutil y elegante un reclamo doloroso pero esperanzador, basado claramente en un análisis punzante de la situación extrema que sufre el país. Sin tapujos nos muestra que el problema no es la violencia o la deshumanización: esos son meros síntomas de la actualidad subyacente. Y allí radica una de las cualidades más valiosas de la obra, ir más allá de la mera narración, logradísima ya de por sí, para además proporcionarnos con un espejo en el cuál observarnos como nación.
La nota general del libro es la nostalgia, pero el autor ha descubierto en la destrucción machacante de la delincuencia, un nuevo tipo de nostalgia. Una que no está en función del tiempo, sino de los efectos de la agresión. Y como el cartógrafo que se interna en un nuevo golfo para trazar todas sus aristas, Joel Flores se sumerge en este nuevo tipo de nostalgia para mostrarla entera, en todo su horror pero también en toda su belleza. Me parece que la intención primera del autor fue esa, capturar la belleza en esta vorágine de miedo. Belleza cincelada excelsamente en las últimas líneas de la carta que envía un viudo, al procurador de justicia:
Imagine que de pronto esos hijos, su esposa y todo lo que habían construido juntos, mueren en un vuelo por culpa de personas desconocidas que de pronto se convirtieron en sus enemigos. Imagine que desde ese día su casa se transforma en algo a lo que no entra luz ni sonido. Imagine que a diario, a la hora que se despierta siente hundirse en un lugar que no es oscuro ni blanco, ni gris. Un lugar que bien podría ser el muro que separa a los vivos de los muertos.  


La nostalgia funge como vehículo para la belleza en los catorce cuentos. Igualmente, el narco es una mera justificación para hablar de la naturaleza humana más profunda. Es esta subversión simbólica la que sustenta a la obra y la empuja hacia terrenos que comparte con los grandes escritos. Lugar que ocupa, bien merecido, por el galardón que obtuvo en el Certamen internacional de literatura “Sor Juana Inés de la Cruz” en 2012. Puedo imaginar a los jurados del certamen, convencidos por el dechado de buena narrativa que Joel Flores despliega, al parecer sin esfuerzo alguno, durante las páginas que dan forma al libro. Quisiera creer que habrán disfrutado como yo con la cátedra de buena prosa que nos propina en todos los enunciados. Me gustaría pensar que se habrán sorprendido al saber la corta edad del escritor y su habilidad docta para esculpir el lenguaje. Joel Flores está en la punta de lanza de los primeros pasos que ha dado la generación de los ochentas en el terreno de las letras. Terreno que muchos de nosotros estamos explorando y que libros como Rojo semidesierto nos demuestra conquistable. 
   

martes, 20 de enero de 2015

Jorge Ortega reseña en El Mexicano mi Rojo semidesierto



El domingo 18 de enero el doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona y miembro del Sistema Nacional de Creadores de Artes, Jorge Ortega, reseñó mi Rojo semidesierto en el suplemento cultural de El Mexicano, de Tijuana, Baja California. Entre su texto destaco uno de los cumplidos más alentadores que ha recibido Rojo desde que salió: 
Rojo semidesierto (Fondo Editorial del Estado de México, Toluca, 2013), de Joel Flores (Zacatecas, 1984) pertenece a la última clase de obras que enaltecen una tradición que va de Manuel Payno a Mariano Azuela, de Azuela a Juan Rulfo, de Rulfo a Jesús Gardea, de Gardea a Daniel Sada, y que reivindican la escritura como un sistema de contrapesos entre la realidad y la ficción, el artificio y la verosimilitud, proponiendo una transmutación de la circunstancia que sirve de inspiración en un vívido diorama verbal que la perpetue y resignifique.
 Reproduzco aquí la reseña con el permiso del autor y del suplemento. Y, de paso, les recomiendo leer el poemario Guía de forasteros (Bonobos / Conaculta, 2014), para conocer más sobre el trabajo de este gran especialista de la obra de Octavio Paz. 




Rojo semidesierto, de Joel Flores


A excepción de la crónica, que halla sustento en la reproducción de un suceso o una experiencia unipersonal, la literatura realista puede poseer una trampa: creer que es suficiente imitar el muralismo del entorno para crear arte, emulando fielmente la naturaleza, como asentó Aristóteles. Si bien nuestro alrededor está colmado de eventos y situaciones poéticos que por su efecto descarnado o placentero serían de entrada objeto de la escritura, no basta con dar fe de ellos, trasladarlos intactos al papel, como si en el solo hecho de consignarlos germinara automáticamente la densidad artística de la palabra; es preciso entonces transformar la materia temática que ofrece el estado de las cosas para ir más allá del quehacer notarial y periodístico a fin de convertir la crudeza o el bálsamo de lo atestiguado en un lenguaje que permita reformular la realidad desde la desesperación o la esperanza.

Ahí radica el riesgo de cierta narrativa subsidiaria de la coyuntura histórica y, en concreto, de los fenómenos sociales correspondientes a su contexto geográfico y cultural. Es el caso de la narcoliteratura mexicana que en las versiones más desafortunadas ha terminado siendo incluso una parodia involuntaria del cuadro que aspira a reproducir o aludir. Podría ser igualmente el de la literatura de frontera que en otro momento ha intentado traducir a cabalidad el costumbrismo, por llamarlo de un modo, de los procesos migratorios, en un ejercicio más cercano a los tópicos de la antropología que a los sobresaltos de la imaginación literaria. Como sea, los mejores ejemplos de estas líneas de la prosa literaria se encuentran provistos de una originalidad anecdótica y un vigor expositivo no exentos, a un mismo tiempo, de verdad, fuerza lírica y emotividad.

Rojo semidesierto (Fondo Editorial del Estado de México, Toluca, 2013), de Joel Flores (Zacatecas, 1984) pertenece a la última clase de obras que enaltecen una tradición que va de Manuel Payno a Mariano Azuela, de Azuela a Juan Rulfo, de Rulfo a Jesús Gardea, de Gardea a Daniel Sada, y que reivindican la escritura como un sistema de contrapesos entre la realidad y la ficción, el artificio y la verosimilitud, proponiendo una transmutación de la circunstancia que sirve de inspiración en un vívido diorama verbal que la perpetue y resignifique. Ocurre con el México entrevisto o referido por estos nombres fundamentales en los que el paisaje colectivo no roza nunca la sospecha de una novela de tesis, por así decirlo, sino que deviene a la vez el testimonio de un conflicto y el remoción de ese grado de problematización comunitaria a la esfera del lenguaje, instancia del arte.

Catorce relatos de mediana extensión integran Rojo semidesierto: “Los que lloran”, “Los que ignoran”, “Los que perdonan”, “Los que sobreviven”, “Los que oran”, “Los que vigilan”, “Los que se traicionan”, “Los que se mienten”, “Los que extrañan”, “Los que esperan”, “Los que se transforman”, “Los que apestan”, “Los que engordan”, “Los que regresan”. Imposible no pensar en las bienaventuranzas del nazareno. A diferencia del Sermón de la Montaña, Joel Flores no ofrece necesariamente una solución moral a los desamparados, los desdichados o los desafortunados. En dichos textos campea la resignación, pero también la mordacidad de otorgar una vuelta de tuerca a las bienaventuranzas cristianas a través de un rosario de cuentos que exhiben los daños colaterales de la hidra del crimen organizado, una plaga más atroz que las plagas de Egipto arraigada ya entre nosotros como un flamante estatus de normalidad.

En honor a la exactitud hay que aclarar que Rojo semidesierto no trata sobre narcotráfico, sino de algo más vil y miserable: la violencia desatada en México por el combate frontal del gobierno a las organizaciones criminales y cuya principal víctima ha sido paradójicamente la población civil. Entre otros asuntos de semejante consternación, los relatos de Joel Flores evocan muchas historias anónimas y varios episodios del imaginario del más reciente México de sangre: un suicidio inducido que pone fin al dolor y la rabia, un misterioso accidente de avión, las secuelas de un secuestro, las venganzas, los trabajos siniestros que remiten al del impasible “pozolero”, la negligencia trágica de las autoridades, la red de complicidades entre los cuerpos de seguridad y las células de extorsionadores, sicarios y operarios de la estructura delincuencial encarnada en La Compañía, suma y arquetipo de todas las patentes criminales del calderonato y que subyacen en la barbarie del México de hoy.

Rojo semidesierto perfila una radiografía doméstica de un país asolado por los tentáculos de la crueldad y de la impunidad y, a la par, ahonda en las fibras más humanas de tamaño drama nacional, como la vida que cambia en un instante, empañando la inocencia y los sueños, las ilusones truncadas por los sutiles brazos de la ilegalidad que alcanzan incluso a sobornar los azares y las casualidades. He ahí los infelices testigos de una guerra inútil y la funesta ironía de los que hallaron la tumba o la desgracia en la hora y el sitio equivocados. Así, Joel Flores rinde tributo a los miles de mártires y damnificados que inmolaron su existencia, su inocencia y bonhomía en un estúpido y aberrante altar de sacrificios concertado por los nuevos señores de la muerte. Con un fraseo ágil, terso y eficiente, salpicado de lirismo y jocosidad, Rojo semidesierto esboza un mapa demasiado humano del furor, en sintonía con los versos casi proféticos del máximo poeta de su tierra, “que es un / cielo cruel y una tierra colorada”.   


viernes, 16 de enero de 2015

Algunas fotos del taller literario en Morelia




A cuatro días antes de navidad impartí un taller relámpago en el Museo de Arte Contemporáneo Alfredo Zalce, en Morelia, que duró 12 horas. Acudieron escritores de mi generación que he leído con entusiasmo (como Édgar Omar Avilés, Armando Salgado y Víctor Solorio) y otros más que me sorprendieron con sus textos. Leímos alrededor de 16 cuentos cortos y largos y compartimos puntos de vista sobre cómo construir un cuento de principio a fin, según nuestras lecturas.


Mi idea fue inyectar en la sesión la mayoría de los módulos que aplico en el taller que inicié en 2014 en Tijuana, no sólo para crear un diálogo entre los escritores y los textos, sino para aterrizar junto a otros toda la teoría literaria que he aprendido desde que comencé a leer y a escribir, misma que me ha servido para construir mis libros. Bueno, también para hablar de series de televisión como Game of Thrones, The Walking Dead y Breaking bad. En esas 12 horas sobre todo hablamos de la premisa, los objetivos de los personajes, la trama, las estructuras narrativas y algunos trucos que John Truby suele dar a los guionistas de HBO.


Doy gracias a la Sociedad de Escritores Michoacanos por haberme invitado a su tierra, por funcionar como una máquina con los engranes y poleas bien engrasadas en su tarea de formar escritores y promover la literatura en su Estado, pero sobre todo doy gracias a todos los que asistieron al taller. La verdad, aunque terminé con fiebre por todo el trabajo del año, disfruté mucho sus textos y sus comentarios.  



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